Miriam Mabel Martínez
¿A qué le tenemos miedo? Me he preguntado desde el 1 de julio. Miento, la pregunta que me persigue es ¿por qué nos tenemos miedo? Por qué nos daría miedo una sociedad más incluyente, más justa. Quizá porque la igualdad la imaginamos pobrísima, no por nada a los “igualados” le tenemos recelo. Le tememos a la igualdad porque no queremos ser medidos con la misma vara, o tal vez sólo porque si somos iguales, entonces la mayoría seria “gente como uno”. Nos afecta el término igualdad porque pareciera que no quisiéramos que los demás tengan lo mismo que nosotros. Somos una sociedad mezquina, envidiosa que teme no tener menos, sino que esos otros que son distintos a nosotros tengan lo que se supone nos pertenece solamente a nosotros. ¿Por qué hemos optado por un “ideal” de comunidad individualista en lugar de asumirnos y construir colectividad? Quizá porque podríamos reconocernos en los otros ¿está eso mal?
Antes de las elecciones de este 2018 la mayoría nos reconocimos en el hartazgo, en la rabia, en la ira. Nos manifestamos en contra de la corrupción. Nos reconocimos en la orfandad cívica. Sobre todo, nos sentimos solos, abandonados a una cotidianidad sin Estado de Derecho. Nos cansamos de vivir al día y salimos a votar. Yo salí a votar con la consigna de comprometerme como ciudadana, de asumir mi lugar en una sociedad dividida e intransigente. Una división que paradójicamente vino del primer presidente de la alternancia: Vicente Fox. Aún me pregunto en qué le benefició confrontar a la población. ¿Cuál es el real peligro para México? Hoy sé que es la mezquindad.
Nos afecta el término igualdad porque pareciera que no quisiéramos que los demás tengan lo mismo que nosotros
El 1 de julio la realidad nos alcanzó, una negada por una minoría que se aferra a un capitalismo de la minoría financiado por un populismo de derecha. ¿Es justo que las remesas mantengan el país? ¿Es honesto que el mejor cliente sea el gobierno y que la iniciativa privada se limite a ser proveedor en lugar de un verdadero inversionista? ¿Es populismo querer atender a la mayoría en pobreza? ¿Es decente que el uno por ciento de la población sea dueño de los recursos del país? En julio lo que nos atemorizó fue que el dedo ya no fue suficiente para tapar la realidad y esa realidad se expande ante nuestros ojos para que aunque los cerremos no podamos huir de su certeza.
La noche del 1 de julio no tuvimos más remedio que vernos a los ojos y ver al otro. Asumir que tenemos la obligación de pensar en colectivo. Nos aterró ver a ese otro y observar que tenemos más coincidencias que diferencia, que vivimos en el mismo país aunque pretendamos que no. Yo quiero vivir en este país con su historia antigua y sus civilizaciones mesoamericanas que están en mí aunque mi estatura diga lo contrario. Quiero vivir en un país que acepta sus orígenes negros y que opta por hacer visible a esas herencias fantasmales que por conveniencia había invisibilizado. Quiero un país en el que podamos, por fin, discutir y profundizar en el racismo y la discriminación arraigada (que si no son los fifís y los chairos), que desea escuchar más a las mujeres, que pelea contra el machismo, que defiende a sus minorías, que quiere volver a escuchar a sus ancianos, que se preocupa por sus jóvenes y que los quiere vivos y no muertos ni condenados a la miseria. Quiero un país donde haya diálogo y, por qué no, confrontación de argumentos, donde la derecha y la izquierda defiendan sus visiones, donde el capital no determine la existencia, donde la violencia no sea la empresa con mejores prestaciones.
¿Cuál es el real peligro para México? Hoy sé que es la mezquindad.
No creo en la Cuarta Transformación, creo en la transformación cívica, en la construcción de una sociedad menos egoísta, a la que no le preocupe que el bienestar sea más equitativo, que esté dispuesto a proponer y no sólo a juzgar. Este es nuestro momento. Quedarnos en la comodidad de juzgar nos convierte en esos cangrejos que, como en el chiste, jalan al fondo de la cubeta a quien ose querer salir. Sigamos señalando lo que reprobamos, pero aventurémonos a proponer. Proponer requiere valentía y empatía por el otro, porque nos incluye, nos acerca a “eso” que imaginamos y juzgamos ajeno a nosotros.
Con el cambio todos ganamos (así lo hemos comprobado quienes nos hicimos adultos y maduramos bajo gobiernos por los que nunca votamos). Porque moverse de lugar nos ajusta, nos obliga a repensarnos y crear alternativas para continuar defendiendo nuestras posturas. En la oposición se crece intelectualmente. Es tarea de todos participar, vigilar, señalar, pero sobre todo hacer. Sacudirnos nos hará mucho bien, porque la vida es cambio eterno. Estamos reviviendo y la vida hay que asumirla como lo que es: una lucha constante, una oportunidad, un milagro.
(Me gusta) Estoy –y soy– optimista. Me maravilla una ciudadanía tan participativa; me encanta salir y escuchar que la mayoría está discutiendo, ya sea en contra, a favor, exigiendo, señalando… ¡por fin todos sin colores ni ideologías estamos participando! Esto es lo que nos hacía falta. No espero milagros, aunque para mí el gran milagro ya es ver metidos en la discusión a personas que antes permanecían en sus burbujas. Me gusta ir al café de mi colonia y escuchar conversaciones sobre lo que sucede. Romper la burbuja, salir del área de confort, buscar proponer, activarse, actuar, defender y argumentar, ¡ahora sí ya estamos haciéndonos ciudadanía! Esta es la transformación que requerimos. Participar, ver al otro, aunque ese otro no nos guste. Aprender a convivir con la diferencia, defender nuestras posturas, sobre todo asumir que la realidad es común y que no podemos acomodarla a nuestro beneficio.
Quizá, lo único que podamos perder es el miedo.