Mirando a las muchachas

Miriam Mabel Martínez*

En 1967 en la radio mexicana sonaba una canción interpretada y compuesta por Los Hermanos Castro “Mirando a las muchachas”,  un sencillo del álbum De la onda de Los Castros… un título eco de las reverberaciones de la “onda”, palabra que se infiltró en la vida cotidiana de la juventud rebecona mexicana desde la década de los sesenta del siglo pasado y que se niega a ser vintage.  Una onda que reflejaba una manera “distinta” de mirar que seguía mirando a las muchachas, que insistía en silbarles y lanzarle esos piropos tan exhibidos en las películas de la Época de Oro del Cine Nacional, “qué curioso llevamos el mismo camino, ¿me permite acompañarla?”, líneas interpretadas por los galanes del momento que cruzaron la pantalla grande hasta llegar a las calles donde las damiselas, coquetas, debían sonreír en agradecimiento. Un piropo ideal para la diversidad de muchachas que descubrían su autonomía en esos trabajos que les eran permitidos, vestidas cumpliendo las normas de la decencia, cubriendo esas curvas excesivas con culpa y condenadas a la mirada masculina. “Alguna rubia, laciota, morena, hermosas y preciosas van, y al pasar coquetas voltearan y me verán”, el cóver de 2006 del Instituto Mexicano del Sonido también quiere alcanzar a esas “enamoradas, felices, alegres, bonitas las muchachas van”.

Y mirando a las muchachas llegó el siglo XXI, y el espacio público donde las muchachas del medio siglo se descubrieron urbanas y ejercieron su derecho a voto, así como su derecho a trabajar, se llenó de puños verdes, de camisetas moradas de las nietas de esas muchachas asumieron el silencio como una táctica y que descubrieron en la renuncia, una forma de resistencia.

Cansadas de ser miradas, desenamoradas, infelices, tristes, las bonitas muchachas nietas de las muchachas del siglo XX se cansaron de ser miradas y se atrevieron a pararse de frente al mirón, ese que presume no cansarse de mirar, ese que persigue, que hostiga, que no pregunta y que supone que “pobre corazón” debe ser reconfortado, que su mirada debe ser gratificada. La muchachas ya no quieren ser miradas. Quieren ser visibles, ser y estar en el espacio público.

Voy caminando en la calle mirando a las muchachas manifestar su enojo, gritar su furia. Las acompaño en una tristeza que heredé, la misma que ellas se niegan a prolongar, la que cuestionan, la que no están dispuestas a aceptar como su único destino. Ellas en las calles defienden su derecho a la ira.

Enojadas se organizan. Iracundas contestan, pintan, rayan, gritan exhibiendo su humanidad, renunciando a la divinidad impuesta por un sistema que en la idolatría somete al ídolo a ser lo que el admirador desea. Furiosas se rebelan a ser el deseo de otro y se revelan su propio deseo: el deseo a ejercer su derecho a decidir.

Decididas van caminando las muchachas exhibiendo las infinidad de posibilidades de ser y estar mujer. Orgullosas van caminando las muchachas demostrando furia. Valientes van caminando las muchachas con las historias de sus mujeres a cuestas. Llorando a nuestras muertas y también a las vivas. Abrazando a las muchachas de antes, hoy abuelas, que optaron por callar no por cobardía, sino por supervivencia. Su silencio resistió y protegió a las generaciones siguientes. Decidieron callar para engañar al enemigo y cobijar a la rebeldía de sus hijas que inspiró la disidencia de las nietas.

Decididas, orgullosas, valientes van marchando las abuelas acompañando a sus hijas y nietas. Marchando todas ocupando la CDMX, caminándonos para descubrirnos no sólo ciudadanas, sino para gritar y exhibir nuestro ser y estar mujer.

Ser y estar mujer en el espacio público, exigiendo –además de respeto– el derecho a estar y a ejercer la contradicción, a practicar la autonomía, a decidir sobre nuestros cuerpos asumiéndonos una cuerpa voluptuosa, rítmica, desnuda, incolora, sin edad, sin clase social. Una cuerpa exhibiéndose políticamente, cruzando el umbral de lo doméstico a lo público cargada de intimidad, harta de la violencia, dispuesta a hacerse presente. Decidida a estar.

Día de fiesta. Día de dolor. Día de guerra. Guerreras ya no diosas. Guerreras que se niegan a ser admiradas como objetos, que no desean ser cuidadas sino acompañadas, que no quieren ser protegidas sino vistas. Guerreras que descubren su fuerza en la multitud. Mujeres que se despojan de sus miedos, que dejan su individualidad para asumirse lucha. Así se lucían los centenares de mujeres contentas que abordaron las 12 líneas del metros, las siete de y de metrobús, que trasbordaron o que caminaron para llegar más que puntuales a la cita en la Plaza de la Revolución. Muchachas, chamaconas, chavas, chicas, niñas, morras que el 8 de marzo salimos a la calle impulsadas por el Eros, pero ese Eros vital, energético que se aferra a la vida, ese día las mujeres presentamos nuestra renuncia colectiva a la pasividad.

«Y mirando a las muchachas llegó el siglo XXI, y el espacio público donde las muchachas del medio siglo se descubrieron urbanas»

Sin temor a nuestras identidades distintas a los gustos quizá opuestos, sin prejuicios ni juicios impuestos por miradas ajenas, muchas comenzaron la jornada acompañándose. Los restaurantes aledaños a la punto de encuentro abrieron para recibir a clientas felices de participar en una marcha que se adivinaba multitudinaria. Una multitud por muchas soñada y por otras casi inesperada. Una marcha que abrazó la inexperiencia de muchas y el profesionalismo de otras, así como las diferencias. Diferencias presentes no para dividir sino para provocar la reflexión. Sin miedo a discusiones, la argumentación, los diálogos y sí, también, los pleitos, encendieron las redes sociales, las sobremesas y las camas. Sin culpas tomamos las riendas de una conversación entre nosotras y también entre nosotros. Incluir a abuelos, padres, parejas, amigos, hijos para permitirles experimentar la escucha.

Escuchar. Una acción casi predestinada para las mujeres. Escuchar y callar prácticas simultáneas convertidas en un deber: estar para ellos. Escuchar y desprenderse de sí. Abandonarse en el cuidado de otros. Ser en el otro para ser no una misma sino el significante de lo que esos otros han decidido debemos ser. Ser madres y cuidadoras. Ser deseo y lujuria ajena, nunca la propia, porque ejercer el placer nos está prohibido. Estamos para ser el placer del otro a su capricho. Escuchar es nuestro destino. Nuestra soledad.

Crecí acompañando a mi abuela mientras cosía, bordaba y cocinaba. Mujer de pocas palabras, como las personajas de Isaak Dinessen. La observé también cuidar flores, cortar telas, recoger frutos, servir la mesa, asumir que sus alegrías eran las impuestas, las que le decían debían ser. Aceptar que su vida era ser la acompañante. Tuvo suerte: le tocó acompañar a un hombre que no la maltrató. Sus hermanas no corrieron la misma suerte y sin embargo asumieron su destino con la misma renuncia, una que las desprendía de su propia historia. La miré pedalear con gracia mientras sus manos ajustaban la tela. El sonido de la aguja sube y baja cruzando la tela me sorprendió esa mediodía mientras esperaba a mi contingente en la puerta del Museo de San Carlos. Un sonido que no supe si emergía de mi memoria, de mi cuerpo o del cuerpo de mis otras yo. Quizá el sonido de esa aguja provenía de los movimientos exactos de un grupo de chicas vestidas de negro que se movían al unísono de unos tambores. Cuando las miré recordé la precisión con la que mi abuela sostenía la tela y simultáneamente la movía con el reto de asegurar la simetría. Dos imágenes asimétricas que en mi presente se reflejaban en el mismo espejo.

Me hubiera gustado que mi abuela fuera una de esas chicas, me hubiera gustado escucharla gritar, decir no. Me hubiera gustado que le enseñara a mi madre a decidir pensando en ella, no como siempre lo ha hecho, pensando en los demás, abandonándose, renunciando a su pensamiento para ajustarse a lo que esperamos de ella, siempre temerosa de fallar. Mi abuela no era ninguna de esas chicas bélicas, pero para mí todas ellas eran mi abuela. En sus movimientos entreví la misma resolución que mi abuela tenía al coser. Sus dichos y opiniones están cosidos en dobladillos, en vestidos, en la falda que le regaló a mi madre y que yo hoy visto. Mi decisión no fue casual: escogí la falda que cosió la abuela para mi madre y el mandil que deshiló mi tía y que me regaló cuando se enteró que iniciaba mi vida de pareja. Porté ese mandil hermoso que primero desdeñé porque creía que mi feminismo no era compatible con una prenda tan abnegada vista desde un sistema que insiste calificar todo lo que las mujeres usamos. Quizá por ello de niña me negué a usar faldas, aferrándome a los pantalones para caminar el mundo que me esperaba, ése que mi madre había transitado alerta y sumisa, por el mismo que había caminado mi hermana sin poder claudicar a la feminidad de catálogo.

El mundo que me esperaba allá afuera me exigía asumir una fuerza inaceptable para las mujeres, porque a nosotras nos correspondía la debilidad. Así eran las mujeres que miré al caminar en mi infancia, unas que competían por ganar la atención del macho, como mi madre, como las amigas de mi madre, como las madres de mis amigas, siempre a la defensiva, siempre alertas y listas para cumplir las órdenes de su hombre, siempre dispuestas para pelear contra las enemigas. Defender el regalo de ser la esposa de, la suerte de haber sido elegida. Con ganas de ser elegidas, las muchachas transitaban por un espacio público prestado, restringido por el manual de Carreño y las buenas costumbres que decidían cómo debían vestirse y por dónde debían caminar esas muchachas que los Hermanos Castro suponían que “al pasar coquetas voltearán y me verán”. Sin importar si eran rubias o morenas, su deber era fomentar las fantasías de sus observantes, cuyo deber era piropearlas, ese era el juego permitido a las féminas en el espacio público, en el que ellas debían permanecer pegadas a la pared, en el límite, apenas rozando el espacio público. Ese no era el mundo que yo quería transitar, aún así fuera el que, decían, me correspondía.

Aprendí a caminar las calles alerta pero ya no tan sumisa. Asumí mi feminidad desde el autoexilio. Como muchas mujeres de la Generación X adoptamos el look grunch para tapar las curvas o las líneas de nuestro cuerpo y de paso como rebeldía. Una vez más nos ocultábamos en la ropa. Camisetas grandes, chamarras enormes que nos camuflajeaban en el espacio público, así, logramos recorrerlo y aprehendernos en las posibilidades de un mundo sin muro. Un mundo, no dos ni tres en el que tomamos las calles para manifestarnos contra la guerra de Irak, alentadas por las imágenes de esas otras mujeres de los sesenta nos enseñaron que el espacio público debía también ser nuestro y que debíamos atrevernos a andarlo sobre todo solas, no para retar, sino por derecho.

Desde pequeña me fascinaba observar a las muchachas caminando sobre todo las “distintas”, esas que la familia, los parientes, los maestros y los medios de comunicación ponían de mal ejemplo: las despeinadas, las muy flacas, las gordas, las caras lavadas, las masculinas, las anodinas, las planas, las excesivamente chichonas, las nalgonas, las planas, las bigotudas, las hippies, las que se ponían hasta el molcajete, las patonas, las altotas y con tacones, las chaparritas sin tacones, las de vestimentas divertidas, las de bolsas feas, las sin bolsas, las de gafas, las de dientes feos, las de carcajada fácil, las de ropa muy ajustada casi a reventar, las de vestimenta “de monja”…

Pronto me di cuenta que en esas calles que yo caminaba de la mano de mi mamá, pocas muchachas que se ajustaban al “ideal”… ni siquiera mi madre con su baja estatura, su silueta esbelta, sus pantorrillas torneadas asomadas por las faldas ni muy muy ni tan tan que coquetas llegaban a media rodilla cubiertas por medias que relucían con sus zapatillas de un tacón “moderado”. Mi madre que también era una muchacha para los ojos ajenos se rebelaba –sin querer– al no maquillarse ni traer el pelo largo, como debía ser. Ella se integraba al desfile de mujeres no desafiantes sino anhelantes por cumplir los deseos de los mirones para así poder respirar tranquilas: ser “piropeadas” como signo de aceptación. Palomita. Ésa sí está para verse, ésa no. Las que sí, a seguir sonriendo, las que no a echarle ganitas porque los espectadores de la plaza pública eran –son– exigentes y la única condición para transitar este espacio es estar a la altura de las expectativas de los mirones. Ser un objeto en el espacio público. Ese no podía ser mi destino.

¡Qué distintas y qué parecidas las muchachas de todas las edades que marchamos el 8M! ¡Qué distintas entre nosotras y qué parecidas en altivez, en orgullo, en fuerza! ¡Qué distintos nuestros pasados y qué parecidas nuestras historias! Con abuelas y madres que se casaron porque era lo que correspondía, unas –las menos– enamoradas, otras –las más– resignadas. Ya aprenderían a amarlo, si bien les iba; sino, ya se acostumbrarían… quizá tendrían que guardar el miedo y en el mejor de los caso, la indiferencia.

Pienso en los silencios de multiplicados por cinco de las ahí marchantes, en los silencios de nuestras ancestras, en las violencias cotidianas sin salida, sin confesiones porque confesarlo hubiera sido pecado, sin confidentes porque las mujeres no debían exhibir sus penas, el recato era una obligación, sin acompañamiento porque las mujeres no debían estar juntas. Pero en las cocinas, en los mercados, en los salones para tejer o bordar o coser se intercambiaban miradas, se compartían recetas, ingredientes, puntadas que las remendaban, que las tranquilizaban. Aprendieron a acompañarse a través de lo que hacían sus manos. Pienso en sus dolores heredados, en sus melancolías que aún nos atraviesan, sobre todo pienso en esas muertas desconocidas. Esas desaparecidas que nadie buscó.

Mujeres desechables sin rastro sin lágrimas sin extrañamientos, golpeadas, vejadas, violadas, asesinadas porque “se lo merecían” o porque así era y ya. Muertas en partos, muertas por enfermedades desatendidas, muertas por no cumplir con sus obligaciones, por no lavar bien o no cocinar bien o querer coger. Muertas sin tumba, sin registro, mártires, fantasmas, ausencias en nuestros álbumes familiares. Muertas que nunca aspiraron al espacio público, porque su vida en vilo las angustiaba demasiado. Esas nuestras muertas se unieron a las muertas jóvenes asesinadas por ejercer su derecho a ocupar el espacio público como mujeres. Por asumir su estar femenino en un espacio afuera que para muchos no nos pertenece, porque para nosotras está él adentro; el afuera, nos está vetado, a menos que aceptemos las condiciones o paguemos el precio.

«Guerreras que se niegan a ser admiradas como objetos, que no desean ser cuidadas sino acompañadas, que no quieren ser protegidas, sino vistas…»

Pero cuando la muerte acecha las ganas de vivir se exaltan. Porque el miedo de las abuelas es el arrojo de las nietas que entienden que no hay nada que perder porque ya hemos perdido demasiado, casi todo. Todo menos la rabia que por fin explota adentro y afuera de hogares, de oficinas, que rompe vidrios con la misma furia con que se rompen patrones y estereotipos. Porque las mujeres ya no queremos ser ni calladitas, ni bonitas, queremos aprender latín para no tener marido ni buen fin. Queremos ser también en esas emociones álgidas y en esa belicosidad prohibida.

Beligerantes, guerreras, hartas, frenéticas las mujeres de la ciudad estamos juntas y también con las difuntas, son ellas las que nos juntan, las que nos inspiran a no claudicar, a exigir justicia, las que nos dan fuerza para no abandonar el espacio público que hoy exige el diseño de políticas públicas que unisex en las que seamos pares en activo y no sólo en la proyección.

Aquel domingo nos convertimos en el espacio público. No sólo lo tomamos, sino demostramos que las mujeres somos la oposición que está lista para cuestionar al status quo. Nos oponemos a ser la mujer cuidadora de los caprichos de los demás a costa de la salud propia. No queremos ser mártires ni víctimas, queremos cuidar y que nos cuiden. Andar las calles sin que nos señalen, alzar la voz sin que nos callen. Ser vistas y escuchadas. Redefinirnos en los espacios público y privado en primera persona del plural.

Hipnotizada por el zumbido de los movimientos de las encapuchadas me entregué a la cuerpa. Me abandoné en el recuerdo de mi abuela, me perdí en la marabunta, me sostuve en mis amigas y en las amigas de mis amigas. Hechizada por el eco de las consigna, aprendí que el tiempo no importa. Los segundos se hicieron minutos y horas mi memoria. La vida se convirtió en sensaciones. Tensa, nerviosa, ansiosa me miré en otros rostros también tensos, nerviosos, ansiosos. Caminamos sin caminar escuchando nuestros latidos confundirse con los pasos firmes de las anarcofeministas que se entrometían en la marabunta, no rompiendo contingentes, sino visibilizando las fisuras no de nuestros feminismos sino de una sociedad conservadora que sigue deseando mirar a las muchachas pasivas.

Metida en la bola me topé con mujeres que ya no aspiran ser el deseo de nadie, que no le temen a exhibir sus carnes fofas o suculentas ni sus odios ni reclamos. Vestidas no para ser admiradas sino para ser leídas, cada mujer era una línea de una historia cosida a mano. Extrañé a mi madre, a mis tías y a mis primas. Las extrañé aún con sus miedos. Lloré por mí y por todas mis compañeras. Las extrañé pero las encontré a cada paso. Nunca he estado tan acompañada ni tan a gusto con la soledad del anonimato. Fui una y fui todas. Fuimos el bien y el mal. Renunciamos a ser brujas y diosas para asumirnos en carne y hueso despojadas de las expectativas de los hombres. Fuimos la totalidad de nosotras mismas. Nuestro propio deseo.

La cuerpa de deseosa, cachonda, aguerrida, histérica, neurótica, bélica, liminal expandió sus carnes, sus fluidos, huesos, entrañas y neuronas que recorrían invadiendo el centro de la ciudad, ocupándolo sin dejar huecos. La primavera jacaranda, le llamaron unos quizá aún en un nostálgico acto de romantizar una marcha cuyo objetivo era confrontar. Adiós 8 de marzo en el que se regalan flores, en el que se enaltece la bondad, la abnegación, la feminidad patriarcal que nos cosifica. Bienvenido el 8M rabioso.

Rabiosas y enamoradas –nunca más del príncipe azul ni del “amor” sino de la revolución- hicimos lo que estábamos obligadas: propagar la alerta feminista que recorre América Latina. Alegres de enfrentar al macho, las muchachas todas bonitas -fuera de los márgenes de los ideales masculinos- y sin edad íbamos codo a codo, hombro a hombro reconociéndonos y experimentando el concepto sororidad.

Siempre juntas vivas y difuntas. Cargando memorias propias y ajenas, carteles para reclamar asesinatos, pañuelos verdes (“porque mi cuerpo es mío y sólo mío, tengo mi economía y quiero estar viva”), fotos para recordar a las asesinadas, versos para invitar a escapar de los infiernos a las que aún están atrapadas, veladoras para iluminar los caminos que nos lleven, desde la propia diversidad de nuestras miradas, a un mundo que entienda que existimos.

La marejada femenina irrumpió las venas de la capital dejando perplejos a los mirones, retando a los que se empecinan en vernos débiles y aún creen que la fuerza es una cualidad exclusiva del sexo masculino. Una marcha furiosa y no preciosa llena de mujeres vitales, erotizadas no por el macho sino por el cambio. Porque tú y yo hermana podemos conmovernos hasta las lágrimas en la protesta, porque no necesitamos cumplir con lo que nos dicen debemos cumplir. Hermanas nos acompañamos entendiendo que también podemos ser violencia.

Hartas en número y en hartazgo entendimos que hay tiempos de paz y de guerra. Y el presente es de guerra. Estamos en el campo de batalla también aprendiendo que hay muchas formas de pelear, tratando de no juzgarnos, evitando caer en el cliché que nos han impuesto, ese que afirma que no nos apoyamos. Anarcas, fresas, profesionistas, ninis, emos, darks, teiboleras, santas, golfas, trabajadoras, desempleadas, amas de casa, tejedoras, cuidadoras, sirvientas, meseras, doctorantes, estudiantes, reprobadas, analfabetas, médicas, maestras, dejadas, emparejadas, solteras, uniformadas, encueradas, músicas, poetas, arquitectas, ingenieras, líricas, albañilas, costureras, restauradoras, educadoras, químicas, comerciantes, científicas, cocineras… por un día optamos por reconocernos en nuestras coincidencias y no en las diferencias. Sin romantizar la hermandad y por decisión, quizá impuesta, copiada, con teorías o sin postulados, optamos por acompañarnos en un espacio público diseñado para ser nuestro escaparate y no un bastión.

«Rabiosas y enamoradas –nunca más del príncipe azul ni del “amor” sino de la revolución»

Nos atrevimos a reunirnos sin importar el color de la línea del metro que nos conecta, unas se bajaron de sus autos, otras se alejaron de sus rezos, otras limitaron sus ideologías, cada una esquivando la autocensura y los prejuicios mamados por un sistema que insiste en expulsarnos de la colectividad, obligándonos a cuidar, a procurar, a servir, para así nunca pertenecer a nada, ni a nosotras, persuadidas al sacrificio en pro del bien común que no es nuestro. Porque nos corresponde estar en las orillas sin importar clase social ni grado escolar ni postura política. Al margen de la vida pública.

El 8M fui caminando mirando a las muchachas alzar la voz, cantar las mismas consignas, esquivar las envidias y las competencias entre nosotras por ganar la mirada masculina.

Tomamos las calles para mirarnos a nosotras mismas sin filtros machistas, para estar y ser en el espacio público urbano, para arrebatar el derecho a decidir sobre nuestro destino que nos había sido negado. Apretujadas desde las callecitas que desembocan en la Plaza de la República las mujeres nos vestimos de siglo XXI y dejamos el blanco y negro de la sumisión y sacrificios tan proyectadas en la Época de Oro del Cine Mexicano, recuperamos las brillantinas del cine de ficheras para reconciliarnos con el placer y los estereotipos, rememoramos a la sociedad civil solidaria surgida después de los terremotos de 1985, nos espejeamos con aquellas costureras atrapadas y condenadas a muerte por la avaricia de empleadores que decidieron eran más valiosas sus telas que las vidas de las trabajadoras, subrayando lo que todavía nos duele aceptar: para la sociedad patriarcal somos desechables.


Convencidas de que el patriarcado no se va a caer si no lo tumbamos, salimos a la calle solas para dejar asentado que no es nuestra culpa la responsabilidad de los otros. Salimos al grito de guerra para exigir lo que también es nuestro: el espacio público.

En silencio, los mirones de antaño dejaron sus silbidos y piropos, ninguna volverá a voltear al pasar, ninguna se dejará alcanzar, nadie se querrá escapar y esos hombres, que no se cansan de mirar, tendrán que preguntarse qué pierden al negarnos la posibilidad de ser y estar en el espacio público. Tendrán que reconfigurarse como lo hicieron nuestras ancestras, como lo hacemos nosotras, como lo harán las futuras ciudadanas. Reinventarnos no como estrategia de sobrevivencia sino como posibilidad de vida.

Ahí íbamos con nuestras tristezas convertidas en furia. Con el dolor de otras, con el rencor de todas caminando enamoradas, felices, alegres, bonitas las muchachas íbamos ante la perplejidad de una sociedad conservadora que prefiere la injusticia antes que el desorden. El 8M desordenamos los prejuicios y las miradas, ocupamos la ciudad para reordenar el futuro.

Y en medio del caos sonoro, los sonidos de los roces de las telas configuró una pieza musical que me acompañó durante la marcha de principio a fin. Como si los verdes y los morados en las infinitas tonalidades que ese día descubrí escribieran una melodía visual parecida a la ropa que cosía mi abuela. Me sentí feliz mirándome en las muchachas.

* Miriam Mabel Martínez es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte

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