Marilyn, la mujer que todas queríamos ser

(Ejercicio de narración histórica)

Por Belén Guízar Pérez

Jackie no quiso asistir. Una mujer con el cabello corto y la falda siempre larga. La primera dama mantenía su dignidad intacta… o al menos eso nos hacía creer. Le daba igual si su marido cumplía cuarenta y cinco años. Le importaba poco que fuera el presidente de Estados Unidos. Además, sabía de sobra que él nunca estaba solo.

El Madison Square Garden contenía varias almas, como es costumbre. Pero nunca, quizás, había tenido tanto ego en un mismo día. Únicamente estábamos ahí dos clases de personas: los ricos y los que íbamos a trabajar. Los meseros, los fotógrafos, los de la limpieza, los cocineros, los botones y, nosotros, los reporteros.

19 de mayo en Nueva York. El presidente, que tiene buen ver, portaba un traje que lo hacía parecer más seguro de sí mismo. El corte de cabello al ras. Las manos que se movían para dar órdenes. El poder que le escurría en la saliva y la saliva que escurría de la boca de ella. La mujer que todas queríamos ser. Bueno, dejando a un lado su terrible niñez y enfocándonos en las joyas que hoy la adornan.

Todos los invitados parecen gigantes ante mi pluma mordisqueada y mi ordinaria libreta que se prostituiría por cualquier buena historia. Caminan riendo. Beben riendo. Fuman riendo. Se mientan la madre riendo. Ríen como quien no sabe que la pobreza crece por segundo y que el festejado, hace unos meses, ordenó el embargo total contra Cuba.

Entre humo de cigarros franceses y copas de champagne, el cuñado del presidente no soltaba el micrófono. Peter Sydney Lawford, el reconocido actor y, aún más reconocido, Don Juan. Empezó a pronunciar dos palabras que ponían a temblar los pantalones de muchos en esa y en todas las fiestas. De maestro de ceremonias causaba mucha tensión.

“¡Y ahora con ustedes, la bella, Marilyn Monroe!”… Pero no era cierto. Me bebí tres o cuatro refrescos de cola. Pensé 20 o 21 veces que nunca quisiera tener a un hombre tan imbécil como el cuñado del presidente. Analicé a cada invitado, un poco de más al señor presidente. Entonces, comencé a pensar que nadie me iba a leer. ¿Quién iba a querer revisar una narración tan aburrida de la aristocracia que no se equivoca en nada? Además, contada por una amargada reportera que no entiende de vestidos ni adornos.

Lawford volvió a apelar por la afamada mujer rubia. Solamente bajé mi cabeza y lo empecé a insultar en voz baja. Lo maldije una y otra vez hasta que en mitad de un “con ustedes, la impuntual Marilyn Monroe”;  la vi. Con un abrigo de pieles caminó hasta el micrófono. La luz le dio un brillo especial a esa cabeza inconfundible. El insoportable conductor se lo quitó. Estoy segura que ese momento va a cambiar  la historia.

Un vestido repleto de cristales salió a la luz. Era tan entallado que lo debieron de cerrar ya puesto en el cuerpo. Era espectacular y no solamente por la belleza física, sino por la seguridad, la personalidad, el carisma. No podía entender cómo ella podía ser producto de algo tan atroz como una violación.

Un suspiro salió de lo más hondo de su pecho y comenzó a cantarle las mañanitas al presidente. Las personalizó. Le coqueteó y me repetí en mis adentros: “Qué bueno que Jackie no llegó”. La canción terminó. Todos sabíamos o sospechábamos del romance entre esos dos influyentes personajes, sin embargo, ahí lo confirmamos. Ella le puso amor a cada palabra. Él la veía con unos ojos que no sé describir.

Es posible que haya sido su ego. El ego que le brincaba en los ojos. No solo era el presidente de Estados Unidos. Tenía a todo el Madison Square Garden adulándolo y, por si fuera poco, a la mujer más guapa y sensual del siglo XX cantándole con cara de quinceañera enamorada.

John F. Kennedy agregó al terminar la canción: “Ahora puedo retirarme de la política, ya que me han cantado Feliz Cumpleaños de una manera tan amorosa”.

Tal vez ese día salimos de dudas, pero como siempre, y como nunca, todo mundo se concentró en el vestido.

¡Feliz cumpleaños, presidente!

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