La Roma Records: el amor por el vinil o la melancolía del pasado

Por Miguel A. Jiménez Álvarez

 

Empezaron con 600 discos y ahora tienen 8 mil. La Roma Records es una pequeña tienda de viniles donde las personas no dejan de entrar y pasar con sus manos de un disco a otro en los muebles donde se concentran éstos. En mi hojeada vi que van desde 150 hasta 800 pesos (los de las bandas más actuales).

 

La música indie-electropop es el sonido de fondo mientras estoy a lado de la caja. Un chavo se está llevando un disco más. Y así ha sucedido con otros dos o tres en menos de una hora. Pagan, hablan, envuelven el disco en una bolsa de cartón (ya ha pagado), vuelven a hablar.

 

“¡Que ya se vayan!, pienso. Espero seguir preguntándole al de la caja –treintañero de piel morena, cabello corto en picos, lentes, suéter gris, pantalón de vestir y zapatos– sobre La Roma Records.

 

Hasta el momento sé que la tienda lleva cuatro años, que él es uno de los socios junto a un amigo, quien con la liquidación de su trabajo como diseñador gráfico montó la tienda y que ahora los discos se los suministra una distribuidora de Estados Unidos.

Llega otro chavo a la caja y mejor saco un cuaderno de mi mochila para escribir preguntas. Igual y las que planteo son muy malas y por eso el socio de la caja responde indiferente.

 

Entra a la tienda una chica de piel morena clara y cabello morado, vestida de negro: con medias negras y botas Dr. Martens negras. La veo y regreso al cuaderno. Ella camina por uno de los pequeños pasillos para revisar discos.

 

El chavo en la caja por fin se va pero entonces la chica de cabello morado se acerca cuando ya tenía escritas las preguntas: ¿Cómo fue el contacto con la distribuidora? ¿A qué crees que se deba haya un gusto por los discos de vinyl? ¿En algún momento pensaron que la tienda tuviera tanta aceptación?  

 

El socio de la caja sale de la división montada que conecta a una bodega con cajas que se alcanzan a ver. La chica vestida de negro busca un disco pero el socio de la caja no lo encuentra. Una chava lo tiene en sus manos y se lo da a la chica. “Gracias, muchas gracias”, dice ella. Por lo que escucho, valía 500 pesos. Va a la caja, lo paga, no habla y parece que se va a ir. Pero deambula por los pasillos.

 

Entra un hombre moreno, quizá cuarentón pero vestido como chavo: camisa de franela con cuadros verdes, pantalón de mezclilla, tenis negros. “¿Qué pasó, cabrón?”, le dice al de la caja. “¡Orita vengo que traigo cajas y dejé mal estacionada la camioneta!”. Habla rápido y sale de la tienda. Un chavo paga un disco.

 

Poco después, la chica de cabello morado también se va de la tienda. Pero permanece afuera. La vuelvo a ver. Ella ve hacia acá y después desvía la mirada. Igual y espera a alguien, pensé. Me sentí tan interesante que pensé en salir y hacerle la plática. Pero decidí asombrosamente: “Tengo que hacer estas preguntas”. La chica de vestido negro y medias negras regresó decidida y se puso en una de las esquinas donde esperaba. De forma insuperable, veía mis preguntas en el cuadernillo.

 

Con el socio de la caja desocupado, supe que los 600 discos con los que empezaron eran de su amigo diseñador; que la distribuidora de Estados Unidos los contactó a ellos, no ellos a ella; que el vinyl gusta por la melancolía y que montaron la tienda con la idea de “A ver qué sale”.

 

“No te puedo decir cómo se llama”, responde cuando le pregunto el nombre de la distribuidora. “¡Eso no es cierto!”, dice al compartirle que, según una nota que leí, la mayoría de los compradores de vinilos no los escucha, sólo los conserva.

El hombre moreno con su camisa de franela de cuadros verdes regresa a la tienda para hablar. “¡El güey Rolando me caga! ¡Para vivir en México necesitas tres discos y ese güey sólo tiene uno! ¡No mames! Es una pose…! ¡Que se cree bien vergotas! ¡Es bien mamón!”, dice al entrar a la caja. Supongo es el otro socio, el amigo que invirtió su liquidación para crear la tienda de vinilos. “Mañana tenemos que estar antes de las nueve. Ahorita me quedé de ver con Joselo”, añade al pasar cajas por la división montada que es la caja.

 

Pronto, sólo hablan ellos por varios minutos. “¡¿Qué cajas usaré para poner discos, güey?! Nel, de cartón no aguanta”… Desde hace rato pienso que no debería hacer nada en este lugar, a lado de la caja. Pero me pongo a escribir los diálogos que dicen.

 

Sacan cajas y discos de la bodega con una inmediatez como si no hubiera un mañana para ello. El socio de la caja con su vestimenta formal de suéter y pantalón negro de vestir se dedica a sacar discos, cargar cajas y hacer caso de lo que dice el hombre de mezclilla y tenis negros, quien vuelve a hablar. “Rolando hizo huevos a otros güeyes ¡Como yo no estaba…! Se los chamaquearon. ¡Rolando me parece una mamada! ¡Los trata con la punta del pie y cuando estoy yo los trata bien! ¡No mames!”

 

Poco después, el hombre moreno cuarentón permanece en la caja. Entonces le hago la pregunta obvia de que si estarán en un evento. “En el Vive Latino”, dice. “En un stand, Como en el Vive organizan un Festival de Disqueras Independientes, nosotros participamos como sello discográfico”. Luego agrega que a lo largo del año están en ocho festivales y que tienen presencia nacional e internacional.

 

No baja el ritmo con el que sacan cajas y discos y mueven todo de la bodega. El hombre moreno de camisa de franela toma unas cajas y las lleva afuera de la tienda.

 

Me despido del socio de la caja. “Va”, responde. Al salir, pienso si en la tienda –a excepción de los compradores que no dejan de checar discos– he visto algo diferente a cualquier otro negocio que no sea administrado por unos coleccionistas. ¿Ese es el amor musical que seduce para ir a una tienda de vinilos?, me pregunto. Quizá sólo deba apasionarte la música y el vinilo que buscas, con la casual coincidencia de que alguien más lo encuentre y te lo dé en la mano.

 

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