Por Brenda Ramírez Padilla
Domingo. Seis de la mañana. En la calle 14 de la Colonia Progreso Nacional despertamos normalmente con música de banda patrocinada por el vecino, el puntualísimo camión de la basura o los merengues mañaneros. Esta vez no es así. Me despierta el ruido de la bomba, esperando que caiga algo de agua de la cisterna. Es el cuarto día sin agua en esta zona de la Delegación Gustavo A. Madero.
Sin salir de mi cama, trato de hilar los pensamientos en mi cabeza y descartar que el ruido sea una alarma sísmica, un ataque aéreo o algo parecido. Cuando reconozco el ruido, intento recordar cuándo fue la última vez que nos quedamos sin agua. Una en enero, otra en noviembre… Recuerdo haber leído medio dormida, hace un tiempo, que se anunciaban cortes de agua para marzo.
–¿Otra vez no hay agua?
–Ni para los baños.
Mis tías, ojerosas, cansadas, de malas, en pijama, chamarra y chanclas, discuten desde temprano. La abuela está más enferma que nunca y hay que bañarla. Yo me siento culpable. Ayer lavé tanta ropa que poco me faltaba para poner un negocio. Las hemorragias nasales a causa del calor, me obligaron a lavar también sábanas, colchas y fundas de almohada.
Ayer también me desperté antes de las seis. Además de las hemorragias nasales, el calor me da insomnio. Hice las cargas de ropa e ingenuamente puse a llenar la lavadora, herencia de mi madre. Al prenderla, empezó a hacer un ruido extraño. Salió todo menos agua, así que la limpié y la empecé a llenar de unos tambos de agua limpia que guardamos en casa. Me alcanzó para un poco de las cargas, lo demás, lo tuve que llevar a una lavandería.
Suena el teléfono, es mi hermana mayor. Me propone bañarnos en su casa, a ver si ahí sí sale un poco más de agua. La verdad es que de la calle 14 a la 11, donde ella reside, no debe haber mucha diferencia. Sin embargo, le agradezco la oferta y despierto a mi hermana para irnos a bañar.
Llegando al edificio, compuesto de seis pequeños departamentos, decido ser yo la primera que se meta a bañar. Me meto pues dentro de la pequeña regadera, la cual separa el baño con una cortina de plástico y abro la llave.
–Ahorita ya te sale, es que se tarda en calentar.
Espero. El tubo del agua está haciendo su mayor esfuerzo, se escucha. Espero de nuevo medio congelada y sale, triunfal, un chorrito de agua. Helado, claro está. Decidí ya no enjabonarme la cabeza y lavarme mediocremente el cuerpo, como baño torero. Después de agradecer la oportunidad, le aseguré a mi hermana que estaba igual de mal que nosotras y nos regresamos a la casa.
Caminábamos por las ya amanecidas calles de la colonia. Para regresar a la calle 14 hay que caminar toda la avenida Montealto. Se empezaba a sentir el descontento, la desesperación. Los encargados de la Delegación para hacer llegar esos anuncios incómodos habían prometido, como máximo, tres días sin agua. Llevábamos cuatro y no parecía ni remotamente que pudiera ser el último.
Algunos de los colonos se dirigían a la tienda de abarrotes “El Rayo”. Es un comercio pequeño que ha sido traspasado varias veces y definitivamente no es el más surtido. Sin embargo, si algo no falla son los garrafones de agua y el abrir a las ocho en punto de la mañana. En cualquier otro momento de mi vida hubiera tachado de inconscientes a quienes usaran el garrafón Bonafont para jalarle al baño, pero en verdad no nos han dado alternativas.
Más adelante, sobre la misma pequeña avenida, en la calle 15, hay un parque para que los pequeños jueguen. Junto, un depósito de leche y una pequeña biblioteca pública que se cae a pedazos, pero que prometieron restaurar. Veo muchos otros vecinos reunidos ahí, discutiendo. Que tomarían la delegación, que otros se cruzarían a la colonia de enfrente, la Guadalupe Proletaria, para ver si estaban igual, que no era posible.
Ya para llegar a casa estaba Don Rogelio, unos de mis vecinos, intentando cargar sus cubetas de agua. Había tomado bici taxi para no caminar demasiado y llegó agotado. Por fin en casa me resigné, siendo la única a medio bañar, a que el agua no regresaría pronto. Con un par de puestas a la bomba se lograron llenar los dos tambos de agua necesarios para no ir al trabajo en las mismas condiciones en las que estuve el fin de semana.
La mañana del lunes, me desperté antes que nadie y en la estufa puse a calentar la olla mediana donde normalmente ponemos los tamales, pero en esta ocasión rellena de agua. Me apuré a subir mis cubetas calientitas de agua a la regadera y una jícara que me daría todo el frío de la madrugada. Más tarde, después de batallar con el frío y con los jicarazos mal calentados, bajé a desayunar. Me encontré a mi tía, que tenía agradables pero atrasadas noticias.
Resulta que el agua había regresado en la madrugada.