Corramos por el pasillo
para morir entre las balas.
Moriremos
y por fin
seremos libres.
-Molly
Por Priscila Alvarado
Las sienes estaban a punto de reventarme por la pesadez del día. De lo humano. De la carga teatral que rodea a lo cotidiano. Ponía fin a la incursión de dos horas en las tierras de un film que no podía terminar de digerir. Asesinos por naturaleza. Obra alegórica de la frivolidad bestial que termina por convencernos de que no somos más que basura.
La palidez de mis globos oculares se iba sustituyendo con el tronadero de venas irritadas. Pensé que quizá la náusea y la fermentada irritación de este día podrían aliviarse con un buen libro. Así que me dispuse a dar un breve paseo en la igualmente breve librería que he compuesto durante los últimos seis años, para descargar aquel lodazal sentimental. El abanico de tipografías, títulos, portadas creativas y colores reveló una brutalidad que me dejó perpleja. En los libreros, el desastroso baúl y la caótica distribución en el piso pululaba la violencia.
Un grupo de promesas intelectuales compuesto por el desencanto, la sordidez, el llanto y el miedo. Mucho miedo. Disperso como semilla en todos los libros e ideas de civilizaciones. Un reflejo, como el descrito por Guadalupe Nettel, capaz de excitar el análisis de nuestros temores más profundos. Esos que nos hacen descubrir tarde o temprano aquello que más nos importa: vivir.
La materialización del miedo nos permite entender quiénes somos y por qué somos.
Quizá por eso tenía la sangre cristalizada cuando salté de la dimensión fracturada, hiperrealista y peligrosa de la película de Oliver Stone (Asesinos por naturaleza, 1994), hasta el espacio agónico de la literatura.
Los temas parecían tejerse con cierta familiaridad burlona. Mickey y Mallory, como personajes principales de la película, convivían en la dimensión transparente de la membrana fatal y la omnipresencia del poder aterrado. Seres contra seres. En un enfrentamiento incesante para sobrevivir en el sinsentido salvaje, agresivo, sicópata, brutal y turbado de la realidad.
Un panorama que a través de la pantalla –a manera de ironía y paradoja– logra reflejar el humor social dotado de profundas crisis económicas, transformaciones profundas a nivel cultura[1], el incremento de la informático y aquel aspecto fulminante de lo “regido por los medios de comunicación; basado en la lógica del consumo” (Rojas, 2013).
Este manto crepitante también envuelve a la literatura. Por ejemplo a Hammett, Chandler y Macdonald en Los tipos duros no bailan (Mailer, 1999), con delirios reprimidos y violencias justificadas normalizadas, como la violación matutina de una mujer con “lenguaje corporal apoteósico”, o el abandono vacilante de “el amor de tu vida”, empresa fácil comparada con el abstencionismo de un tabaco nocturno extinto.
Un trío bestial que bien podría acompañar a Mickey y Mallory en una ronda rutinaria de asesinatos a sangre fría.
O bien, sumando atrocidad al grupo de terror –y yo aún con los pelos de punta–, el característico Gustavo Díaz Ordaz, de Julio Scherer y Carlos Monsiváis, en Parte de Guerra. Un personaje que en la “realidad real” partió a la sociedad mexicana con el chasquido caprichoso del poder militar en 1968. Devastando con mutilación, desazón y traición la vida de estudiantes, docentes y obreros.
Un “error tan monstruoso”, como lo dijo Edwin Arlington, que nunca dio parte al arrepentimiento, ni al perdón. Algo que Mickey –en el film casi vulgar de Stone–, de perfil ensimismado e insensible, definiría como destino, porque “nadie puede contra el destino”[2] .
Todas estas son imágenes que en la literatura e incluso en la imagen cinematográfica, inducen a una especie de inmersión en aquel mundo donde todo vale, pero nada vale verdaderamente, porque logramos –en un intento de salvamento emocional– discernir entre aquello que es representado con agudeza, vulgaridad y hasta majestuosidad, y los límites racionales del panorama material al que estamos sometidos.
Es decir, sabemos que Mickey, Malloy y cualquier personaje de mi abrumante biblioteca –como Schiner, el payaso irónico y patético de Heinrich Böll, o la personalidad superflua e insípida de Sónechka, una lectora empedernida fruto de las fantasías de Ludmila Ultískaya– pertenecen a la creatividad enredada de Oliver Stone (y el resto de escritoras/es) en la llamada posmodernidad de la violencia.
Todos ellos, tarde o temprano, terminan por convertir en estilo de vida la brutalidad bestial de la violencia de género, la normalización de asesinatos por gusto, o el apabullante sentido de la existencia sometida al desencanto y la subordinación.
Al parecer el panorama destrozado, cimbrado y casi deshecho de nuestra realidad contemporánea, obliga a los y las autoras, al director Stone, y a nosotros como espectadores –y actores sociales– a revolvernos en el lodo de la violencia como una forma de ejercicio del poder mediante “el empleo de la fuerza ya sea física, psicológica, económica, política y hasta artística” (Corsi, 1996).
Incluso, Mickey y Malloy logran enamorarse en un escenario lleno de estímulos sórdidos, demenciales y repugnantes: un padre pedófilo que la viola sistemáticamente hasta su juventud; una madre abnegada que ha perdido la cordura ante la fatalidad familiar; un padre ebrio que golpea sin piedad a la madre; y una madre que termina por rechazar al crío, futuro asesino en serie.
Dos seres que, diría Bandura, alcanzaron la agresividad por los hábitos directos o por las acciones de su familia, la cultura y los modelos simbólicos que los rodearon desde su niñez. Una perspectiva de aprendizaje social que hace de la experiencia el índice del comportamiento violento.
Esta tesis será difundida por Mickey durante la película. Algunas veces lo llamará destino y otras explicará que esa es su naturaleza, “la de asesinar”. Una ruptura con la cordura que termina legítima en el acto que, aparentemente, es el más congruente frente a tanta aniquilación social (homofobia, machismo, muerte, enajenación televisiva, injusticia, feminicidios, inestabilidad, agonía): el asesinato.
Una locura que nos vuelve locos, sin duda. Una nueva racionalidad, irreverente, reveladora, incongruente y hasta histérica.
En el film la locura comienza en un restaurante aislado donde la joven pareja asesina a casi todos, menos a uno, que dará firma al mundo como testigo de la carnicería.
Para dar fin con dos asesinos convertidos en celebridades, criticados por algunos, adorados por los jóvenes, cazados por el policía, y mediatizados –hechos figura– por el periodista de televisión Wayne Gale, conductor del amarillista Maniacos Americanos, que al final terminará asesinado.
Una pareja trastornada por la idea explosiva de la civilización mesurada, que paradójicamente educa a los sujetos en el dominio y la contención de sus impulsos y pasiones. Nacientes masas sociales, casi homogéneas en el gris de la putrefacción, que sirven a la meritocracia como lacayos.
Mickey y Molley, del todo despreciables y aterradores, podrían leerse como víctimas de las imposiciones sociales externas e internas del monopolio de violencia física transferido del Estado a las/los individuos.
Ellos demuestran que la resquebrajadura de las instituciones: familia, sistema carcelario, policía, políticos, medios de comunicación, religión, etcétera; es desmedida y amenazante.
Por ello, según Alma Delia Zamorano Rojas, Asesinos por naturaleza se proponen dos lecturas: “una es la de la violencia innata en dos asesinos seriales. La otra es la de la práctica que los medios de comunicación hacen de esa violencia y el retrato de una sociedad posmoderna que enaltece la carrera criminal de los protagonistas”.
El miedo, en sintonía con la poesía como una “mística de la realidad” (Pellegrini, 2008), está siempre relacionado con el futuro. Tememos a todo aquello que podría suceder.
Probablemente por eso nos aterra –me aterra– caminar por la biblioteca y toparnos con el flujo demencial de Mickey y Molly en el asesinato frívolo de nuestros ánimos. O la locura intrínseca de despertar como Gregorio Samsa, hechos cucaracha.
“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
‘¿Qué me ha ocurrido?’, pensó.”
Cerré los ojos. No había más. El dolor, las náuseas, la pesadez…crecían como el miedo serpenteando entre piel y huesos frente a la inmensidad mortal de un abismo.
Que se jodan, blasfemé.
Bibliografía
Benjamín, W (1998), «Para una crítica de la violencia y otros ensayos», en Iluminaciones IV. Madrid: Taurus, pp. 85-135.
JORGE A. SCHIAVON. (2006). La relación especial México-Estados Unidos: Cambios y continuidades en la Guerra y PosGuerra Fría. 19/09/2019, de CIDE Sitio web: https://cide.repositorioinstitucional.mx/jspui/bitstream/1011/118/1/000068956_documento.pdf
ALDO PELLEGRINI. (2008). TEATRO DE LA INESTABLE REALIDAD. Buenos Aires: ARGONAUTA (ARGENTINA).
Neil Mauricio Andrade, Ricardo Bernal, Alberto Chimal, Liliana Colanzi, Gabriela Damián Miravete, Mariana Enriquez Pablo Ferri, Irasema Fernández Norman Fischer, Oswaldo Gallo Serratos, Melina Gastélum Vargas Maricela González, Alexandra Haas, Ricardo Hernández Ruiz Franz Kafka, Peter Kuper, Philippe Lançon, Jesús Ramírez-Bermúdez Cristina Rascón • Daniela Rea, Jorge Javier Romero, Javier Sicilia, Romeo Tello A., Nora Villamil Buenrostro. (Septiembre 2019). Editorial, Miedo. Revista de la Universidad de México, 852, 163.
Corsi, J. (1996), Violencia familiar: Una mirada interdisciplinaria sobre un grave problema social. Buenos Aires: Paidós. [ Links ]
Alma Delia Zamorano Rojas. (20 mayo 2013). Natural Born Killers: A Reading Archetype of Violence in Movies. 19/09/2019, de UNAM Sitio web: http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-00632013000200014
Norman Mailer. (1999). Los tipos duros no bailan, Anagrama S.A.
Ludmila Ulítskaya. (2005). Sónechka. México: Ediciones ERA S.A de C.V.
Julio Scherer García y Carlos Monsiváis. (1999). Parte de guerra. Tlatelolco 1968. México: Aguilar, Taurus, Alfaguara, S.A de C.V.
[1] El 13 de agosto de 1993, los dos acuerdos adicionales se concluyeron y en noviembre de ese año se presentó a al Congreso, donde fue aprobado por una margen de tan sólo 14 votos de ventaja. Una vez aprobado por los legislativos de Canadá, Estados Unidos y México, el TLCAN entró en vigor el 1 de enero de 1994. La entrada en vigor del TLCAN implicó el inicio de una nueva etapa de cooperación, tanto cualitativa como cuantitativamente, entre México y Estados Unidos. Se pasó de ser vecinos distantes a socios económicos, multiplicándose no sólo el intercambio comercial y financiero, sino también aumentando exponencialmente la densidad institucional entre los dos países. (Schiavon, 2006)
[2] Mickey y Molley utilizan el símbolo de la serpiente como anillo de matrimonio. De hecho, este simbolismo aparece de manera regular a lo largo de la película: en la casa de un indio apache, en tatuajes, en anuncios de supermercado y hasta en la endiosada televisión. El tótem serpiente es la fuerza primordial y primigenia, son un puente entre el sol y la luna, y entre el agua y el fuego. Una dualidad representada con el ying y yang como un ciclo, el renacimiento, el rejuvenecimiento y la transformación.