Por Daniel Hernández Reyes
Lunes 21 de noviembre, 2016.- La primera y única vez que hablé con Andrei Tarkovsky fue en Paris, en el frio enero de 1986. Ya se le había diagnosticado el cáncer que meses después acabaría con su vida. Lo vi en el café de la Paix, cerca de la plaza de la Ópera Garnier.
El reloj marcaba las 5 en punto. Lo distinguí de lejos, sentado en las mesitas sobre la acera parisina. Circunspecto, insondable, lucía casi mitológico con su bigote nietzschiano en eterno esplendor. Su atuendo, gafas de sol, camisa café y pantalón negro de vestir, no más. Bebía un vaso con agua. El brazo izquierdo sostenía un libro de poemas de Boris Pasternak, el derecho descansaba tibio sobre sus piernas cruzadas.
Era un sujeto delgado. La enfermedad acentuó más esa complexión. Daba una sensación de fragilidad física que contrastaba bello con la inmensidad espiritual que de él emanaba. Crucé la calle para hacerme de un asiento en aquel café.
–¿Qué va a querer de tomar?-, preguntó el mesero que se acercó sigiloso. Sin embargo mi respuesta se conducía diferente.
–Él es Andrei Tarkovsky, ¿me equivoco?
Él, extrañado, volteó discreto a la mesa del ruso. Enseguida asintió con la cabeza y contestó:
—Casi siempre viene a esta hora. Lee un poco y se va a su casa, yo no entiendo para nada de lo que habla.
Ordené un café cargado y mientras esperaba por él, acumulaba valor para acercarme a Tarkovsky. Distraerlo de su apasionada lectura. Sacarlo de su trance y, quizá, con suerte, conseguir una charla casual.
Lo abordé de la manera más ortodoxa que se me ocurrió. Anduve lento hasta su mesa. Una vez delante de él, pronuncié atemorizado.
—¿Andrei, Andrei Tarkovsky?
Con elegancia apartó los lentes de su rostro y sonrió gentil. Su exquisito acento francés despejó mis dudas inexistentes.
–Sí, soy Tarkovsky, siéntase usted-, con su mano pequeña y estirada, señalando una silla, confirmaba la invitación.
El temor que me convirtió en piedra se disipaba despacio. Tarkovsky no detuvo su lectura de inmediato, me hizo esperar un par de eternos minutos. Tiempo suficiente para que el mesero llegara con mi café, espumoso, color caoba. Parecía que todo objeto cerca de Andrei se tornaba poético.
Finalmente dirigió su mirada a mí. Miles, millones de preguntas cruzaron por mi mente. Torpemente balbuceé:
—Soy un gran admirador de su trabajo, señor Tarkovsky. Y siempre he tenido la curiosidad de saber cuáles son sus películas favoritas-
Lo que no sabía yo era que preguntarle a Andrei sobre cine, era irremediablemente entrar en su mundo. Pasear por laberintos de infinita reflexión. No obtendría respuestas facilonas y rápidas; el viaje recién comenzaba.
—Un artista- pronunció Tarkovsky –debe expresarse a sí mismo, en su vida real, de la misma forma que expresa su trabajo. Una persona habla y trata de presentar su propia visión de la vida en lo que hace, pero luego se comporta de una forma contradictoria a lo que ha defendido-, y continuó cayendo más y más en el abismo de sus reflexiones.
–En primer lugar tengo que recordar. No siempre recuerdo. En primer lugar “La tierra”, del ingenioso Dovzhenko. Una película muda. Gran director. Cine poético. Seré breve al responder esta pregunta- advirtió.
–Robert Bresson me atajó con su ascetismo, con su “Diario de un cura rural”, me parece que él es el único que tiene la simplicidad absoluta en el cine-
Tarkovsky continuó dando nombres y títulos importantes, pasó por Bergman, por Kurosawa, por Chaplin. Me llamó la atención no escuchar a Kubrick.
Su mirada inquieta no perdía detalle de mi humeante café. Enseguida lo noté, ofrecí a Andrei uno igual. Éste lo rechazó amable.
–-Volviendo al tema, señor Tarkovsky. ¿No cree usted que Kubrick y su Odisea merecen un puesto en su lista?
El cineasta se enderezó, apoyó los codos en la mesa y entrecruzó sus dedos. Sus ojos fijos y hondos puestos en mí.
–Cuando vi “2001: Odisea del espacio”, supe perfectamente que lo que quería hacer con “Solaris” era algo completamente opuesto y diferente a ella. Me parece que cada escena es una ilustración de revista de ciencia ficción. Y no precisamente arte gráfico de buena calidad- su respuesta me dejó perplejo. –En su momento, dijeron que mi “Solaris” era la respuesta soviética a la americana “2001”. Pura propaganda. Pues una se encuentra en la antípoda de la otra-
Tarkovsky se mostraba sereno en sus respuestas. Apenas alzaba la voz. Me pareció que podría hacerle preguntas más personales. Hubo un silencio acogedor. En ese momento solo él, yo y el frío de Paris.
–Extraña su patria, señor Tarkovsky- le cuestioné, al momento que él, cabizbajo, volteaba la mirada a los árboles mecidos tiernos por el viento.
–Amo a mi Rusia. Lo más duro que he vivido es el exilio de ella. De alguna manera “Nostalgia” es la más autobiográfica de mis películas porque narra el sentimiento de ser apartado de tu país natal. Es la peor forma de violación. De castigo. Sé que no voy a morir en tierras rusas. Eso me ha quedado muy claro desde hace ya algún tiempo- de nuevo una respuesta que me dejó helado. Andrei Tarkovsky había resultado ser una persona muy sensible. Un libro abierto que no escondía nada.
—Cuénteme del agua en sus películas, es un elemento constante que se ha pensado tiene muchos significados- una sonrisilla se dibujó en su boca y pronto contestó.
—Me gusta el agua, los arroyos, los lagos, quietos y fríos. El agua está presente en mis películas porque me gusta el agua, no tiene un significado en especial- asentí devolviendo la sonrisa.
–Su padre, Arseni Tarkovsky, es un gran poeta. ¿Tiene un buen recuerdo de él?- esta vez, la sonrisa fue aún más grande.
–Mi padre, sin duda, es el mejor poeta ruso vivo. Con sus acentos líricos y su increíble impulso espiritual. Él fue quien me inició en la literatura, Dostoievski, Tolstoi. En la música de Bach. Cuando regresó de la guerra, le tuvieron que amputar una pierna y se separó de mi madre. Toda mi infancia fui criado por ella, mi abuela y mi hermana. La educación femenina al final logró germinar en mí la pasión por el arte-
El crepúsculo nos alcanzó. Nos levantamos y acordamos tácito continuar nuestra charla camino a su casa. Avanzábamos lento, mirando el pavimento a veces, y luego deteniéndonos a observar aves.
–El estreno de su último filme, “Sacrificio”, está previsto para el festival de Cannes en 4 meses. ¿Ya está enteramente lista?- introdujo las manos en las bolsas de su pantalón y encorvó su espalda.
–-En este momento me encuentro arreglando el sonido con Watazumido Susho, es lo único que falta. Creo que es mi testamento cinematográfico, así que quiero lograr plasmar bien la idea. El objetivo-
–¿Y qué objetivo es ese?-
–Lo que me motivó a hacer esta película fue el tema de la armonía que puede surgir únicamente del sacrificio, de la dependencia dual que existe en el amor. No se trata del amor mutuo: lo que nadie parece entender es que el amor sólo puede ser unilateral, que no existe otro tipo de amor y que cualquier otra forma de amor es irreal. Cualquier amor que no implique darse totalmente, no es amor. Es un amor impotente; no es nada aún-
Llegamos a su hogar. Un apartamento a pocas calles del café la Paix. El momento de despedida había llegado. Estrechamos la mano y compartimos de nuevo una sonrisa. Andrei se disponía a abrir la puerta. Una última pregunta se asomó por mi boca:
–¿Le tiene miedo a la muerte, señor Tarkovsky?-
Silencio sepulcral. El viento golpeándonos de lado.
–Para mí la muerte no existe. No sé, una vez soñé que estaba muerto. Era muy similar a la vida. Me sentía libre, me sentía lleno de luz. Si de algo estoy seguro es que somos inmortales.
Le anuncié un último adiós y di la vuelta camino a casa. Un par de horas más viejo, un par de horas más sabio.
(Ejercicio de entrevista apócrifa)