La huelga perfecta

En Reversos.mx nos congratulamos y damos la más cordial bienvenida a Miriam Mabel Martínez con su nueva columna La infifíltrada,

un espacio en el que la anécdota de la vida cotidiana se reflejará en distintas historias con su particular estilo, acidez y sentido del humor.

Aquí la primera entrega:

 

 

 

Miriam Mabel Martínez

 

 

Sí, aún estaba emocionada por la agitación que el extendido fin de semana feminista había causado en las charlas cotidianas, cuando el Covid-19 nos alcanzó y mandó a descansar ese ímpetu morado; pero qué mejor que reposar las ideas y reflexionar sobre aquella vitalidad guerrera para mantener latente durante el aislamiento.

 

Antes del fin de semana morado, llevaba más de 15 días peleándome, renegando y apostando en el tema. Era parte de los preparativos, como lo fueron ciertas situaciones suscitadas alrededor me sacudieron (por decirlo de una manera amable, propia de la señorita que mi abuela materna rezaba que fuera), entre ellas la repelusa que produjo en unas cuantas de mis friends de FaceBook, una propuesta salida de mi cabecita repelente al Miss Clairol para que el 9 de marzo (ese cada vez más lejano “Un día sin mujeres”) nos juntáramos en el parque más cercano a charlar sobre la coyuntura o leer o dibujar o, en mi caso, tejer con cafecito casero y un sándwich o un pan, sin celulares ni nada más que las ganas de compartir, cumpliendo la consigna de no consumir. Un picnic revolucionario o una toma grácil del espacio público de una manera grácil, tal como le hubiera gustado a mi abuela.

 

Estoy acostumbrada a que me critiquen o me cuestionen (soy mujer clase media media media, de familia tradicional, con primas que presumen llevar el apellido de su marido… todavía), así que no me incomoda la crítica; mejor dicho, me incomoda tanto que me hace pensar, divagar e investigar. Prefiero la incomodidad sobre la comodidad, por lo que aquellos posts cuestionadores lejos de fastidiarme me alborotaron las neuronas. Así que incómoda me enganché en dos diálogos. En el primero, mi interlocutora me preguntaba si yo no entendía que el propósito del 9M era parar y quedarnos en casita (sí, sí lo entendí), para apapacharnos (¡ah, caray!), que sonaba bien lo que proponía, pero que reunirme con mis amigas para tejer, puessss lo podía hacer cualquier día.

 

Confieso que dicho comentario me alació los chinos. ¿En qué momento había propuesto ir con mis amigas a tejer? Acepto que tal vez podría mal interpretarse, así que edité mi post para ver si quedaba claro que mi invitación era a ocupar los espacios públicos cercanos para encontrarnos con esas otras mujeres que quizá son nuestras vecinas pero con las que nunca conversamos, entonces empezar a planear el día después? Tampoco lo logré. Para mi interlocutora mi plan implicaba chacota, hasta que entendí que lo que le incomodaba era eso de juntarse a tejer. De un post a otro me cayó el veinte de cómo nos han convencido de que “las mujeres juntas ni difuntas” o que sólo nos podemos reunir para echar el chal, para chismear, como si platicar de “nuestras” cosas fuera superfluo, peor aún como si lo que nos interesa, por el hecho de interesarnos, ya bajan en la escala de la importancia.

 

Las que tejemos sabemos por experiencia que nuestras charlas van tejiendo una complejidad que se refleja en puntadas maravillosas, hermosas, cuyo principal atractivo es que están construidas sólo por la combinación matemática de derechos y reveses en sus posibilidades infinitas como las de la programación. El tejido es una criptografía relegada, carente de valor.

 

Al igual que a ella le incomodaba mi tejido, a mí me incomodaba la condescendencia que se tiene acerca de las tareas de “femeninas” (como si per se fueran erróneas). Por fortuna mis tíos y primos me entrenaron, a esos hombres de verdad los ponía fuera de sí verme tejer enfundada mis mallas de “cortina”. Su mirada lejos de someterme me hizo entender la fuerza incómoda del tejido.

 

Pero no era sólo eso lo que me incomodaba de la discusión pre 9M, me molestaba sentirme encerrada en una cámara de ecos solo apta para las que usamos redes sociales. ¿Por qué dábamos por hecho que tenemos casa o que dicha casa es un hogar? ¿Por qué, además, partíamos de la sentencia de que todas tenemos trabajo del cual ausentarnos? ¿Y las demás?  Aunque no lo pareciera, yo comprendía perfectamente el motivo del paro (digamos el por qué), simplemente proponía sumar otra forma (el cómo). ¿Está mal?

 

Antes de escribir ese post yo –desde mi clase media activista– pensaba en la toma del espacio público. Soñaba –como lo sigo haciendo, aún en el encierro– en la huelga ideal. En mis sueños guajiros imaginaba a todas las mujeres de todas las edades afuera de sus casas, sentadas en la banqueta o en un banquito con una bandera morada y verde (y no negra y roja, okay) de huelga. Nos imaginaba ahí sentadas viendo la vida pasar sin nosotras y que ellos al pasar nos vieran ahí sentadas sin hacer “nada”, solo lo que nos gusta a cada una; quizá platicar, leer, escribir, tomar café o chela, dibujar, cantar, tocar algún instrumento, bailar, bordar o tejer; que nos vieran haciendo lo que nos diera la gana. De paso, nos veía restregándoles en la jeta “nuestras” tareas “femeninas”. Tejer, tejer, tejer hasta incomodarlos con esa “feminidad” construida desde el prejuicio.

 

Me emocionaba la imagen de todas, pero todas las calles con mujeres sentadas en las banquetas en su huelga observando el mundo sin ellas, procurándose un espacio en lo público, visualizando su invisibilidad.

 

Pero bueno, para mi cuestionadora lo importante era quedarse en casa para apapacharse y que los hombres vivieran “el mundo sin nosotras”. Cuando leí esta frase me espanté, no por la metáfora desnuda para confrontar a una sociedad que nos está matando, sino porque ése es exactamente el sueño de muchos: que sigamos en la invisibilidad. Traté de explicarlo, pero creo que tampoco me di a entender, o que como el Chavo del 8, como dije una cosa dije otra… La cuestión es que me conminó a respetar mi obligación de quedarme en casa, que ya tendría tiempo para (perder) e irme con mis amigas a tejer. El paro era cosa seria. Nada de chambritas.

 

 

Séntida como soy, sentí que me estaban tildando de esquirola, y ¡aahhhh!, eso sí no. Debo aceptar que a veces quisiera ser monedita de oro y caerle bien a todos. Por lo que haciendo de tripas corazón, renuncié a discutir y opté por discutir conmigo misma. ¿Me molestaba que me dijeran entre líneas esquirola? Sí. ¿Me asumía una rompehuelgas? NOOO.

 

Aparte de la visión prejuiciosa del tejido, me molestaba la evidencia de mi privilegio. Asumir mi fortuna de tener una habitación propia, con una vista bonita y una independencia económica. ¡ESO era lo que me incomodaba! Y la propuesta de un paro para quedarnos en casa no me parecía del todo incluyente y me resultaba una propuesta un tanto burguesa. ¿Y qué de las mujeres que su trabajo está en casa? Y no pensaba en las freelancer, sino en las amas de casa, en las mamás, hermanas e hijas para quienes su trabajo es la casa. Imaginé las peleas al interior del “hogar” de sírveme-no te sirvo, lava-no lavo, si acaso esas mujeres tienen, ya no el coraje –que lo tienen– sino la opción de decir NO sin que se las madreen (al igual que en el siglo XVI a las señoritas inglesas de clase media que no se querían casar con quien su padre había elegido, o como sigue sucediendo en México en tantas familias de tantas). ¿Esas mujeres se tienen que quedar en una casa donde se les refriega en la cara que no es suya? ¿De verdad se tienen que quedar en un hogar del que desean huir?

 

Todo esto reflexionaba mientras tejía puños morados y verdes para la marcha feminista del 8 de marzo. Tejo, luego pienso. Tejo, luego creo. Tejo, luego existo. Tejo, siempre insisto.

 

Tejía, pues, según yo, eso de lo “personal es político”. Entre dos derechos, un revés, un comentario, una propuesta, otro derecho, otro revés, una lectura, otro derecho, iba tejiendo también mi esperanza y la sororidad de mi contingente y el todas esas compañeras que aún no conocía, y que hoy me acompañan aún en el #quédateencasa. La euforia me abrazaba, por fin estaba sucediendo eso que, como dijo mi amiga Tanya, hemos esperado toda nuestra vida. Inspirada, me dispuse a seguir tejiendo mi feminismo, cuando otra interlocutora me noqueó:

 

—Entiende, se trata de no salir, ya irás a tejer cualquier otro día con tus amigas.

 

Eso sí me dolió. ¿Qué parte del tejer feminismo, de lo personal es político no quedaba claro. ¿Qué les incomoda tanto? ¿Por qué hemos perpetuado la desvalorización del trabajo femenino? Tejen las que no tienen nada que hacer. Estoy harta de defender un acto, un oficio que por miles de años ha comprobado su valor. Grrrr. Respiré para repetir mi choro feminista tejedor con la ilusión de que despertar empatía… o antipatía, qué sé yo.

 

—Por fortuna, el feminismo no es una religión y hay muchos tipos de feminismo —rematé según yo…

 

Entonces, no vi venir el gancho al hígado.

 

—Mmm, vaya, ¡qué curioso que relaciones la marcha y el paro con el feminismo!

 

¿Es en serio? Esa respuesta me tiró a la lona de la frustración. Cuando logré sobreponerme me atrapó una tristeza que me llevó a las aguas turbias de la desilusión, quizá porque no lo esperaba ni de esta interlocutora ni de ningún ser humano vivo en el  siglo XXI.

 

Triste, pero no derrotada, asumí que yo, al igual que muchas, cometo el error de creer que somos la media, que desde la soberbia de nuestro privilegio y de nuestro coraje para estar aguantando los madrazos en un espacio público (en el que cada vez ganamos más terreno), no pensamos que no todas nos hemos asumido feministas, que aún le tememos al término, que nos imaginamos a mujeres amargadas, feas, solas, despechadas, tal como el relato patriarcal nos ha dibujado impidiéndonos asumir orgullosamente –como las más jóvenes– que ¡todas somos feministas!

 

Acostumbrada a la tristeza y resistiendo la decepción, le di un like al comentario, apagué mi computadora y pensé en todo el feminismo que aún nos faltaba por tejer incomodando el espacio público y confrontando al mansplaing, cuando nos cayó el chahuistle…

 

 

***

Ayer soñé con mi abuela que burlona vino a restregarme el encierro obligatorio, “por habladora, Dios te castigó, muchachita”; pero yo salí a ella de molona y aunque me jale los pies, la sigo haciendo repelar: “No, abuela, no, yo no estoy encerrada, hoy estoy adentro haciendo lo que tú sin saber hacías: tejer tu feminismo”.

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