La cazadora de belleza

Texto y Foto: Priscila Alvarado

 

Sin libros, el clítoris de las escritoras empezaría a quebrarse por dentro, como un tronco seco y medio vivo de raíz mutilada. Incapaces de recuperar la existencia ansiosa del placer, se fundirían en la agonía de la libertad creativa hasta desaparecer.

 

Una especie de ansiedad, con vulva erótica, que sorprendió a Verónica en la habitación de su tía. Los muros de libros, el aire denso, como de un fluido marrón, y el silencio, rey dominante del encierro, derritieron su naturaleza infantil y dispersa. Ella cambió. Los sueños se volvieron libros, las anécdotas, historias entintadas.

 

Sabía que eso la hacía feliz.

 

Al principio el lugar le resultó ajeno pero propio. Un espacio diminuto y sordo, en el que por primera vez en su vida estrechó mano con el deseo. Con una emoción gigantesca en el estómago extendió el brazo y con diminutos dedos acarició la portada luminosa de un libro. Lo estrechó, lo olfateó y lo escondió debajo de la blusa.

 

Un trocito de piel de su pecho infantil rosó la existencia firme, tersa y helada del libro.

 

–Será un préstamo. En unos días lo devuelvo a su lugar y… ¡Listo, no pasa nada!

 

A veces, mientras sus tías y su madre paseaban con el chisme como repitiendo una película vieja y rayada, Verónica exploraba los índices temáticos, las portadas y algún párrafo salteado entre centenares de historias estampadas con tinta vieja en hojas ocre.

 

De pronto fueron muchos los que la seguían. Hamlet, Platón, Euclides, Gulliver, Quijote con su Sancho, una parvada de murciélagos ciegos que “fingen pasaporte y bandera”, algunos zapateros hambrientos, colosales ballenas de piel plateada y húmeda, y hasta vampiros.

 

Una tarde, en casa de su tía, Drácula, con su manera seductora, la condujo al terror erótico. El vampiro mantuvo a Verónica en vilo días y noches. Se supo encantada. Excitada. Jodidamente aterrada. Con escenas que, a ojos templados, le hacían descubrir al promotor de sus fantasías drenando sangre caliente del cuerpo agónico de una mujer.

 

Sus ojos brillaron, rojizos, con una pasión demoníaca; (…) y sus dientes blancos y agudos, detrás de los labios gruesos de la boca succionadora de sangre, estaban apretados, como los de un animal salvaje (Drácula, p. 334).

 

Pero los sinsabores de algunas lecturas fueron compensados por las fábulas. Por la imaginación liberadora. Y por la percepción de la propia existencia en su totalidad.

 

Para Verónica los libros se convirtieron en el delirio del pensamiento. De la evolución soterrada y perniciosa de lo infinitamente inapreciable.

 

De su infancia, luz lechosa vestida de silencio “algodonoso”, recuerda el estado de felicidad y curiosidad absoluta que descubrió en cada lectura.

 

Lo que germina en el asfalto

 

Eso pasó muchas, muchas, muchas veces. Verónica a punto de llorar y explotar en mil pedazos. Verónica desnuda y entera. Verónica subyugada. Verónica mitad Verónica. Verónica avergonzada, empapada, dando alaridos de loca. Verónica sobria y envuelta en una plenitud adictiva. Verónica leyendo.

 

Mojada, fuera por llanto o placer, con el cuello rígido y la pluma en la libreta, la niña lectora, loca, ensimismada y libre, se transformó en la escritora y sexóloga Verónica Maza Bustamante.

 

Una mujer que sonríe con los ojos y te clava una mirada complaciente, sabia. Escritora que con un tintineo nervioso de cabeza y hoyuelos en las mejillas te convierte en personaje, anécdota o metáfora. Mientras busca en el alma, en la fisionomía o en el espacio, el sentido del “ahora”.

 

–No es posible habitar sólo con dolor o reclamo. Tenemos que decir, que gritar, que el cuerpo es un milagro capaz de sentir placer. Un placer inmenso, más inmenso que el del dolor.

 

Con obsesión de ordenar y comprender, tan propia del ser humano, Verónica ha dedicado la mitad de su carrera a entender el placer y sus posibilidades sin las marañas del prejuicio. La libertad y el derecho al placer son el eje de su obra, pero también de su vida.

 

Justamente por eso Verónica aprendió a olvidar. Pasó del temor a la libertad. Del apego obsesivo, a la mente en blanco. Lo hace con su recuerdo favorito: los orgasmos. Los retiene un tiempo para duplicar el placer y luego los olvida con autonomía emancipadora, para glorificar a cada uno “como si fuera el primero”.

 

–He traspasado lo inimaginable. Conozco dimensiones profundas y las olvido para que cada orgasmo sea mejor.

 

Con semejante libertad, una mañana, hace más de diez años, Verónica se despertó y, sintiéndose salvajemente bien, comprendió que estaba lista para escribir un libro.

 

En su primera obra, El motel de los antojos prohibidos, se internó en el derecho al placer. El mundo de las iniciales, los muchísimos corazones y las cascadas furiosas de la sexualidad humana. Reveló, para los lectores y para sí misma, que el cuerpo es un órgano de placer. El motor de la existencia. La masa energética de multiorgasmos y multierotismos.

 

Transcurrieron así los años y las obras. Lo que nadie se atreve a decirte sobre la maternidad. Algunos cuentos que buscan prevenir el abuso sexual infantil. O el encuentro elocuente de melómanos con el placer y la opresión de la mujer en Sinfonía del placer.

 

Verónica no puede parar. Escribe todos los días. Escribe de cine, música, sexualidad, erotismo, abuso sexual, justicia, dolor, maternidad, medio ambiente. Escribe mundos apocalípticos, realidades fantásticas y poesía con casas vacías, corazones de piedra abandonados y silencios esquizofrénicos.

 

Nunca le ha temido a las palabras. Desde niña jugaba con la realidad, moldeandola hasta pulverizarla con el mazo de la razón. La palabra le crujía en las entrañas. Y es posible que siga crujiendo en las tripas maduras. Por eso escribe con agónica perfección, con una puntualidad obsesiva en espacios, formas y fondos.

 

Verónica escribe desde las tripas. Porque el miedo es enemigo de la humanidad.

 

Una encantadora de serpientes, como la definió Raymundo Mier al punto de su titulación, que no cede la belleza por el contenido. Porque todo lo que escribe lleva algo de ella.

 

–Hay que probar para escribir. Probar el sexo, el amor, el odio, el erotismo. No puedes hablar de algo sin vivirlo.

 

Verónica, además de disparar palabras, es una cazadora de belleza. Logra capturar el encanto natural del mundo y desaparece el yoismo intransigente, el desdén y la violencia aferrados a lo cotidiano.

 

–Camino en una ciudad de asfalto. Con muros grises. Pero siempre encuentro una flor que asoma del concreto. La belleza está en todas partes. La que yo puedo ver en el Metro, montada en la bicicleta, en casa. En la lectura está la belleza, la inspiración. También en el vacío de la mente hay belleza.

 

La catedral de Verónica

 

La mente de Verónica es una catedral. La imaginación, los recuerdos y las ideas fueron almacenados en cajones de oro, ornamentados con piedras preciosas y aromatizados con nardos místicos y profundos, y café húmedo. Existen pero no están presentes.

 

Pero el tiempo es una esfera translúcida, y cuando Verónica se encuentra con algo hermoso los cajones se abren y liberan a las palabras que, apresuradas, recorren el cuerpo y se proyectan en la punta de sus dedos.

 

Así encuentra historias o las historias la encuentran a ella. En un viaje por las islas del Caribe un hombre de pasos húmedos pasea por el puerto infernal y se convierte en el personaje de una novela. O el paso bestial de un virus por el mundo, estimula un juego eléctrico en escenarios apocalípticos, inspirados en el fin de la humanidad.

 

En cualquier caso, cuando Verónica termina de escribir un libro, llora. Le estalla la tripa. Queda entumecida por el placer. Y es feliz. En el acto, la concentración y el ritual de seleccionar libros viejos, comprar más en librerías de viejo, leerlos o releerlos, tomar notas, cocinar, bailar sobre la alfombra rígida de un cuarto de motel rentado, cantar hasta despedazar la armonía ajena y escribir hasta desaparecerse las yemas de los dedos. Verónica es libre. Es mujer. Es feminista. Es escritora. Pero, principalmente, es una revolucionaria del placer.

 

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