Por Rivelino Rueda
Si algo no va a olvidar nunca Francisco Aldebarán de ese enclave provinciano del centro del país, en la región de Plan de Abajo, nombrado Cuévano por sus fundadores, serán esas encerronas clandestinas con Sarita, la esposa de Espinoza… Los revolcones de orgasmos electrizantes, sudores petrificados, cubas bien frías con los sexos temblorosos y húmedos rogando por más; la desnudez desafiante, el tiempo que se extingue como un relámpago de otoño.
Pero lo que el nuevo profesor de Literatura de la Universidad de Cuévano realmente se llevará a la tumba será aquella tarde en la que llegó a ese pueblo. Venía procedente de la capital del país en el pullman General Zaragoza, se hospedó en el Gran Hotel Padilla y, cuando desempacaba su maletero de incógnitas e incertidumbre, observó por la ventana, asomada por un balcón, a la joven Gloria Revirado.
Y es que aun cuando perciba la lenta putrefacción de su cuerpo carcomido por gusanos, dos metros bajo tierra, en Cuévano, o en la Ciudad de México, o en cualquier parte del territorio nacional, el maestro Aldebarán tendrá memoria para ese embrollo sobre el supuesto “mal de corazón” de Gloria, para sus inquietantes senos y sus rígidas nalgas de diosa griega, para la súbita erección en las casa de las hermanas Begonia y el “arrimón” intencionado… Tendrá memoria para el nebuloso “No siga, que soy una mujer muy apasionada”… Y luego le seguirá la nada…
El gran Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928-Madrid, 1983) narra en Estas ruinas que ves una historia punzante y perpetua en cualquier parte de la provincia mexicana, en donde sus entrañables personajes se desenvuelven en una delgada cuerda de profundas y enraizadas tradiciones conservadoras, pero siempre en la búsqueda de acarrear hasta este rincón de la Patria un poco de modernidad, de liberalismo, de divertimento, de instantes luminosos para el goce del cuerpo.
Ibargüengoitia, el magistral escritor que nos quedó mucho a deber por circunstancias que no estaban en sus manos; el guanajuatense irreverente que acumula nuevas generaciones de lectores que se desbordan en elogios por sus obras; el novelista, cuentista y periodista al que le quedamos a deber, mucho más de lo que él a nosotros…
El que despedazaba en unas cuantas líneas los mitos de la historia de México. El que con dosis exactas de ironía y sarcasmo desnudó a la clase política mexicana y al conservadurismo hipócrita que, hasta nuestros días, se pavonea impune y ridículo por todos los rincones de la Patria… El que emanaba ideas claras y tinta a raudales que hicieron trizas el mito de las instituciones… El que deificó a mujeres terrenales y luego las inmortalizó en deseos perfectamente carnales.
Y en medio Cuévano, Francisco Aldebarán, Sarita y la inalcanzable Gloria, desdoblándose hacia las fauces del incandescente palpitar de la carne; escudriñando entre punzantes miradas provocativas y humedades contenidas; escondiéndose del bullicio fraterno, de las buenas conciencias y de las miradas escrutadoras que sólo necesitan una chispa para generar una hoguera fuera de control.
El pretexto es lo de menos. En Estas ruinas que ves puede ser el billete premiado de lotería de Espinoza, la fotocopiadora arrumbada que se convierte en el mejor mueble sexual para saciar la sed de gemidos contenidos por siglos, la blusa blanca empapada por la lluvia y el retrato de unos senos perfectos… El “No siga, que soy una mujer muy apasionada”… Y luego la nada…