Ezequiel tenía mucha sangre

Por Rivelino Rueda

Ezequiel tenía mucha sangre. Tanta, que en sus mejores días le dio para teñir de rojo las tres fuentes de Filo de Agua, las piletas públicas del barrio de San Erasmo, el riachuelo triste que partía en dos al pueblo y hasta los veintidós tinacales que se apartaron para la sequía.

“Tienes mucha sangre, Ezequiel, y eso no es bueno. Trae desgracias”. Las palabras del cura Infanzón Chagoya parecían proféticas, como liturgias huecas, pero ese era el parte médico del hombre de túnica amarillenta y casulla de un violeta pestilente. El hombre que, cuando llegó al pueblo, se dijo médico, partero, sacamuelas, carpintero, domador de alacranes y trapecista circense.

La mordedura de aquel tlacuache histérico tuvo preocupado a Ezequiel durante treinta y seis días con sus respectivas noches. Los soles y las lunas de insomnio lo orillaron a quitarse el miedo y visitar a aquel cura de calvicie prematura, cicatrices cruzadas en la frente, aliento a aguardiente y diminutas orejas que tanta desconfianza le provocaba.

Chagoya le pinchó el dedo meñique de su mano izquierda con un alfiler amarillento que tenía ensartado en algún lugar de la hedionda sotana. Mezcló una gota de sangre con yodo y bicarbonato de sodio. Agitó la fórmula viscosa durante dos minutos en un frasco de vidrio. Rezó tres padrenuestros y tres avemarías y determinó un exceso de sangre, un exceso de calcio y una inevitable desgracia.

El cura recetó a Ezequiel pincharse los dedos con puntas de maguey para drenar el exceso de sangre en el cuerpo. El hombre se marchó al monte y por allá anduvo tres semanas, justo en el momento en que los lugareños observaron en silencio que los cerros aledaños comenzaron a teñirse de un rojo arcilloso.

Ezequiel llegó al pueblo un martes al anochecer con un tlacuache petrificado, un sudor pestilente color marrón impregnado en las sienes y las manos envueltas en un yute de tonalidades violáceas. Luego lo vieron enjuagarse en el arroyo. Llorar en silencio y maldecir su padecimiento.

Fue hasta el amanecer cuando corrió el rumor de que un nuevo derrame en la mina de cobre de San Hipólito había contaminado el riachuelo del pueblo. Pero Bonifacio Santoyo y Piedad Zamarripa constataron que el agua se podía beber y que incluso tenía un agradable sabor a durazno. Los ciento quince habitantes de Filo de Agua fueron a comprobarlo.

Ahí, Edmundo Faisán, el acólito de la parroquia, contó con sus encías despobladas y sus cuatro hebras de mazorca en la mollera, que el padre Infanzón le había confiado que Ezequiel tenía mucha sangre en el cuerpo y en el alma, y que eso traería muchas desgracias a Filo de Agua.

Fueron a verlo. Ezequiel salió en calzón de manta y el sueño enmohecido. Los pobladores vieron manar de las palmas de sus manos un líquido espeso color púrpura. 

Los perros famélicos que habitaban Filo de Agua desde tiempos inmemoriales se arremolinaron alrededor del charco de sangre que se formó a los pies agrietados y de uñas negras del hombre enfermizó. Los chuchos lamieron hasta la última gota y corrieron en manada al monte para lanzar aullidos escalofriantes. 

Más tarde alguien notó que los animales fueron recobrando su aspecto de animales, no de bestias hambrientas; que habían curado sus heridas, que habían dejado de ladrarle a los espantos de la muerte que todas las noches los acechaban. 

Desde entonces los perros del pueblo siguieron, como guardias pretorianos, al hombre que no dejaba de expulsar sangre de las llagas en carne viva que tenía justo en el centro de ambas manos.

La revuelta de fervor zarandeó a los hidrofileños cuando llevaron hasta la casa de Ezequiel dos mulas desahuciadas, anémicas de tanto sol, de tanta carga, de tanto polvo y de tanta pobreza. Los  animales lamieron como pudieron los agujeros de crúor dulzón. En pocas horas los jumentos ya soportaban el peso de tres atados de leña y rebuznaban en un dialecto extravagante.

Fue Eduviges Camargo la que tuvo la idea de la desgracia. A sus noventa y tres años recordó que estaban a unos días de la Semana Santa. Dijo que Filo de Agua nunca había tenido un viacrucis, una crucifixión, una resurrección de Jesucristo. 

Luego se le llenaron los ojos de lágrimas. La nariz se le tapó de mocos fluorescentes y alcanzó a murmurar que Ezequiel sería una calca de Cristo si organizaban la celebración.

Fueron a sacar al cura de la cantina de la plaza, donde se había metido desde hace cuatro días. Desde ese lugar el sacerdote tomaba las confesiones de los feligreses entre eructos etílicos y oficiaba una homilía donde las habas enchiladas y el anís consistían en la eucaristía. Infanzón Chagoya apenas podía estar de pie y tambaleándose escuchó el plan de Eduviges Camargo. Dijo que aceptaba bajo la condición de echarse los últimos tragos.

“Ahh… Pero cuidado. Ese Ezequiel anda colmado de sangre… Eso nos va a traer una desgracia”. El cura dio media vuelta, vomitó un líquido amarillento con olor a infierno. Limpió las comisuras de sus labios con la manga de la sotana e ingresó de nuevo a “La Andariega”.

A Ezequiel no fue difícil convencerlo. Una cazuela de mole con tres pollos enteros y media cubeta de arroz fue más que suficiente para que el hombre de las manos llagadas aceptara el papel estelar en el primer viacrucis en Filo de Agua.

Mandaron mensajeros a los pueblos vecinos para invitarlos a la celebración de Semana Santa con el “Cristo más real desde la crucifixión del verdadero Cristo”. Al menos así decían los volantes que repartieron los enviados a dicha encomienda. El alboroto de los lugareños alcanzó su clímax cuando los heraldos hidrofileños mostraron sudarios y sábanas impregnadas de orines con el rostro sangriento de Ezequiel.

Entonces comenzaron a salir caravanas hacia Filo de Agua. No había mucho tiempo. La Semana Santa iniciaba al día siguiente, con la representación de la Última Cena. Tampoco hubo tiempo para ensayos, para reunir a los doce apóstoles, a los guardias romanos, a Poncio Pilatos, a María Magdalena. No había nada. Sólo Ezequiel y sus borbotones de sangre.

Alguien contó a cinco mil personas esa noche. La primera de trece noches de fiesta, de excesos, de pestes bíblicas. Fueron directo a la plaza central. Frente a la parroquia cerrada las mujeres más devotas vistieron una mesa con un mantel que hace miles de años fue blanco. María de la Visitación desempolvó una copa de plata de cuando fue su bautizo y alcanzó a salvar dos bolillos (uno de ellos mordisqueado) envueltos en un plástico percudido.

A Ezequiel lo enfundaron con las ropas del Jesucristo de la parroquia. La pronunciada barriga del hombre apenas entró en la túnica blanca. Luego le cruzaron el rebozo de Eduviges Camargo del hombro derecho a la cintura para disimular el desproporcionado vientre. 

Ya había sangre en las telas y Filemón Antuna corrió al edificio municipal para arrancar la bandera que colgaba de un balcón para luego amarrarla en las manos de Ezequiel. En la plaza el silencio era absoluto. 

Al cura Chagoya le sorprendió la quietud del exterior. Salió de “La Andariega” todavía con un vaso tequilero en la mano. El ruido nítido del cristal fragmentándose en el suelo rompió la expectación de los cinco mil asistentes… 

“¡Les dije que ese cabrón iba a traer una desgracia!”

Melitón Montes, un fuereño de San Francisco Revolcadero, le cerró el hocico de un fuetazo. El cura se revolcó unos segundos en el piso con los labios floreados y entre Melitón y otros dos desconocidos metieron a rastras a Chagoya a “La Andariega”. 

Lo ataron a una silla y Montes advirtió al cantinero: “Cuidadito y me desatas a este cabrón. Si haces una pendejada venimos por ti”.

Cuando salieron de la cantina Ezequiel ya estaba detrás de la mesita. Solo. No sabía qué hacer. Miraba al frente. Luego a los lados. Luego al piso. Luego a sus manos. Luego agarró la copa cuando la vieja Eduviges le dijo “haz algo, pendejo”.

Ezequiel recordó que Infanzón decía algo así como “tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre”. El silencio era implacable. El hombre panzón se deshizo como pudo de los trozos de bandera en sus manos. Tembloroso, levantó la copa de plata, pero antes le dio una mordida a uno de los bolillos, y luego la acercó a la llaga de la mano izquierda.

El líquido salió vigoroso, abundante, eterno. La copa quedó colmada. Todos lo vieron y empezaron los cuchicheos, las muestras de asombro, uno que otro desmayo. Ezequiel se llevó la copa a la boca y de un trago liquidó la infusión. 

Un chispazo le desentumió el cerebro. Lo sintió nítido en el centro del cráneo. De sus dientes manchados salió una risita extraña, profética.

Llamó a Eduviges, a María Visitación, a Filemón Antuna, a Bonifacio Santoyo y a Piedad Zamarripa. Ezequiel fue vertiendo su sangre en el improvisado cáliz y les exigió que se lo bebieran. Hasta la última gota. El mismo efecto: el chispazo en la cabeza y la risa grotesca.

“¡Todos queremos la gloria! ¡Todos queremos beber de esa sangre!”, gritó Amaranta Nazareno, trepada en lo más alto de una de las fuentes de la plaza. 

Ezequiel tenía mucha sangre. Tanta, que al extender sus manos al cielo, en un trance implacable de alucinaciones etílicas, derramó la suficiente para que la muchedumbre de las primeras filas se arremolinara alrededor del Cristo de Filo de Agua y de la que quiso ser una mesa para representar la Última Cena.

Los primeros convencidos de que estaban ante el inicio de una nueva era lamieron del piso el líquido escarlata y, en una lucha esquizofrénica, se arrebataron a golpes y mentadas de madre el cáliz del nuevo mesías. Ezequiel descendió del sueño amorfo. 

No hizo caso de las ancianas que peleaban a muerte para poder succionar su sangre directamente de las llagas de sus manos, de los hombres que se destazaban a machetazos o que se hundían puñales o picahielos por chupar la miel carmesí, ni del acto de fornicación masiva que realizaban a unos pasos Eduviges, María Visitación, Filemón Antuna, Bonifacio Santoyo y Piedad Zamarripa.

Eructó el sabor dulzón de su sangre, succionó sus llagas con un delirio desmesurado y se autoproclamó el nuevo hijo de dios, hermano del otro, del que hace unos minutos se quedó encuerado en la parroquia para que él, Ezequiel, acomodara sus inmensas carnes. 

“¡A las fuentes! ¡La gloria es para todos! ¡La salvación está en estas heridas!”, gritó fuera de sí Ezequiel y dio el primer paso hacia el cataclismo de Filo de Agua.

Entre bramidos de júbilo y chillidos de histeria llegó Ezequiel hasta las tres fuentes de la plaza para teñirlas con el color del cobre. Atrás quedaron las ancianas que se desgañitaban por lamer su sangre participando en la orgía de los más devotos de Filo de Agua. Atrás quedaron hombres cercenados y apuñalados que en sus últimos minutos echaban espumarajos de felicidad.

Acercaron garrafas, ollas y cacerolas, barriles de madera, estómagos de chivo o de becerro. Llegaron niños y sus abuelos con las manos juntas, como receptáculos de carne, para beber la sangre de Ezequiel. Llegaron algunas mangueras para que el elíxir se compartiera hasta los de más allá, pero también para los que venían entrando al pueblo por el rumor ya extendido sobre el nuevo mesías.

Llegaron de pueblos lejanos, donde no llegaron los mensajeros, de donde no tenían noticias desde hace mucho tiempo. Llegaron de Pinos Torcidos. De San Amílcar. De Humo de Ángeles. De San Bartolo Despeñadero. De Tierra Amarilla. De Barrancas de Miel. También llegaron los cirqueros que andaban por Tres Cruces cuando se enteraron de la noticia y hasta allá fueron a instalar su carpa.

Llegaron gitanos que andaban por Puente de Montoya. Los veintidós guachos de la zona militar. Los pizcadores de algodón de Madera Bellavista. Los mineros de Íñigo Berriozabal. Las putas de todos los puntos cardinales. Las monjas del Convento de la Resurrección de Lázaro. Los buscadores de oro en los ríos subterráneos de Cañada Azul.

Embrutecidos por los excesos de jornadas sin sueño y sin reposo, la feligresía sanguinolenta de Ezequiel se lanzó vertiginosa al precipicio del apocalipsis. Sodoma y Gomorra fueron un pasaje bíblico menor, intrascendente, insignificante, comparado a la conmemoración de la Semana Santa en Filo de Agua.

Fue cuando la mujer del circo que se convirtió en araña se encontraba copulando con ocho hombres y cinco cerdos; cuando los guachos destazaban con carcajadas quiméricas dos leones y a su domador; cuando los de Cielo Quebrado enterraron vivos a cuatro niños y dos niñas gitanas porque sus padres “jugaron chueco” en la ruleta rusa, cuando Ezequiel removió de entre la hoguera de la locura la idea de que había llegado el momento de ser crucificado.

Las tres cruces ya estaban dispuestas. El Loco Lautaro, vendedor de ánimas del purgatorio afuera de la parroquia del pueblo de Canteras Huecas quebró quince nucas y cercenó ocho espinazos humanos para arrebatar el papel de Dimas. 

Topacio Amaro, traficante de escapularios, exvotos, tabaco y tarjetas pornográficas en la Sierra Este, se abrió pasó a machetazos y descabezó a tres viejecillos bolos de tanta ingesta de sangre, para ganarse el lugar de Gestas.

Con ínfulas de un ser todopoderoso, Ezequiel exigió que los clavos entraran limpios por las heridas volcánicas que tenía en las palmas de ambas manos. A El Loco Lautaro y a Topacio Amaro los martillaron sin piedad. Pero cada golpe que resquebrajaba huesos, arterias y músculos lo gritaban con fervor en una lengua que nadie entendía.

Luego de apuntalar las tres cruces, Dimas y Gestas comenzaron a convulsionar. Lanzaban chillidos estremecedores que algunos compararon con los ruidos de los cerdos que metían vivos a calderos de aceite hirviendo en el rastro de La Nopalera. Ezequiel profería carcajadas que infectaron a sus huestes en pocos segundos. 

El nuevo mesías pidió poner debajo de los chorros de sangre que manaban de sus clavos los veintidós tinacales que se apartaron para la sequía. Era una reserva generosa para extender los festejos, para saciar su esquizofrénico poder. Luego se acordó de Infanzón Chagoya, del falso profeta, del borrachín sin gracia y mentiroso que vaticinó una desgracia por su harta sangre en el cuerpo, por su harto calcio.

“¡Tráiganme para acá a ese hijo de la chingada de Chagoya!” ¡Que ahora ocupe este lugar!” “¡Que ahora se trague sus mentiras!”

Ya nadie se acordaba del cura. Por ahí alguien dijo que nunca salía de “La Andariega”, que no oficiaba misas, que cancelaba bautizos y primeras comuniones por andar de briago. Que hasta ahí había que irse a confesar con él. Que decía que el perdón de dios a los pecados cometidos estaba en diez padres nuestros, diez avemarías y en cinco rondas de tequilas dobles.

Lo fueron a sacar los matarifes de La Nopalera. Todavía estaba atado a la silla donde lo dejó Melitón Montes, sobrio, sudoroso, cadavérico. También se trajeron al cantinero Arnulfo Zepeda y a Edmundo Faisán, el acólito de la parroquia. Ellos estaban encerrados en el baño. De sus pantalones colgaban la mierda y los miados de cuatro días.

Los llevaron a rastras. A su paso se impregnaron de todas las inmundicias regadas en la plaza luego de cuatro días de excesos. Emanaban una peste nauseabunda. 

Ya desprendían un olor a cadáver putrefacto horas antes de morir. Ezequiel pidió primero que los marcaran con hierros incandescentes en las nalgas y en la frente. Luego ordenó que les cortaran la lengua con cuchillos de carnicero y les arrancaran los dientes con pinzas para tuercas. Al final exigió clavarlos a las cruces y dejarlos ahí hasta que los zopilotes se saciaran de lo que quedaba de sus cuerpos.

A los nueve días comenzó el declive. El hedor de la tragedia ya se respiraba cuando las rabiosas ratas de pueblo semejaban chanchos de engorda, cuando uno de esos monstruos enormes, con las orejas escurriendo manteca y las panzas abultadas como de mujer encinta, dejaron de comerse los cadáveres putrefactos de hombres y animales, regados aquí y allá, se devoró de cuatro bocados a una niña recién nacida.

Tuvo que ver también la tormenta que se derramó toda la noche del miércoles siguiente y la madrugada del jueves. La lluvia cerrada, cegadora, apagó fogatas y calderas; cuerpos de perros calcinados, empalados por instrucciones de Ezequiel para glorificar su reinado. 

El aguacero también lavó la sangre derramada durante días y trajo tras de sí el despertar del trance, el retorno paulatino a una realidad que nunca sería la misma, luego de una pesadilla de barbarie, de horrores cotidianos. 

Eso comenzó cuando muchos comenzaron a cubrir sus cuerpos, cuando sintieron vergüenza y agacharon la cabeza, cuando iniciaron la búsqueda de sus muertos entre el cataclismo. Cuando comenzaron a huir y a meterse en los cerros… A colocarse sogas en el cuello y a colgarse de los huizaches.

Los síntomas del naufragio en Ezequiel comenzaron con dolores en los riñones. Primero leves, luego implacables, despiadados. Los orificios de las manos se tornaron blancuzcos, salitrosos. Orinaba piedras del tamaño de perlas y maldecía cada segundo de su existencia cuando defecaba ladrillos de yeso.

Más tarde los sesos y las entrañas le dieron un vuelco cósmico. Las llagas se petrificaron en tonalidades verdes y negruzcas. La saliva era arenosa y la vista comenzó a nublarse, como si un sedimento blanquecino machacara las pupilas. Ezequiel se abrió pasó entre el estropicio bíblico. Ahora sentía un peso inconmensurable en las piernas, en los brazos, en la espalda, en la cabeza, en los intestinos.

El sofoco lo venció frente a la figura del Cristo desnudo, ya dentro de la parroquia. Pensó en devolver las prendas, pero se aferró a repetirse para sus adentros que él, sólo él era El Salvador; que ese de allá arriba, el del pedestal, era un ser olvidado, venido a menos.

Ezequiel quería ir hasta la torre de la parroquia para teñir las campanas y reunir de nuevo a todos sus feligreses. No pudo llegar más allá de la oficina parroquial. El estómago, los pulmones, el recto se habían cuajado, se habían endurecido como piedra volcánica, como roca lunar. 

En un rincón dejó caer todo su peso, enorme, descomunal. Entre flatulencias de azufre y sulfato de sodio, el nuevo mesías no pudo contener en su sitio el corazón agitado. La explosión en el núcleo de su cuerpo le lanzó los brazos hacia adelante para luego desplomarse a sus costados. La masa sanguinolenta reventó en todas las paredes, en cuadros y libreros, en muebles y figuras religiosas.

Todo era rojo y paulatinamente todo se tiñó a un blanco diáfano, cegador.

A los tres días Filo de Agua tenía el aspecto de una salina. Todo era blanco. Todo lo que tocó la sangre de Ezequiel era una especie de cal hedionda. Todos se fueron. Nadie aguantó la vergüenza, el recuerdo reciente que se clavaba como puñal. Ya ni siquiera los vecinos de otros pueblos llegaron a sus casas. Todos se fueron a otros lugares, remotos. Cruzaron montañas, ríos y mares para no volver a encontrarse con alguien que hubiera estado en ese lugar, en esas fechas.

Sólo se quedaron Eduviges y María Visitación. Pero ya nunca salieron de sus casas. De vez en vez se les veía descorrer levemente las cortinas cuando un forastero perdido se tropezaba por este lugar, o cuando Amaro Nicanor, el octogenario albañil de Filo de Agua, abría el enorme portón de la parroquia para limpiarla un poco.

Amaro es el que ha contado que en el cuarto parroquial, donde le estalló el corazón a Ezequiel, todo es blanco, como si todos los días alguien pintara cada una de las paredes y los objetos que se encuentran ahí. 

En el rincón donde Ezequiel pasó sus últimos minutos –dice– hay una montañita como de cal, como de gises amontonados. También dice que, debajo de un librero, ha visto un tlacuache que no deja de comerse los trocitos blancos de piedra en los que se transformó el hombre que tenía mucha sangre.

@RivelinoRueda

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