El niño que no le gustaba la guerra

Por Rivelino Rueda

Soñó, en su enfermedad, 

que el mundo todo estaba condenado 

a ser víctima de una terrible, 

inaudita y nunca vista plaga que, 

procedente de las profundidades del Asia, 

caería sobre Europa.

Fiódor Dostoyevski/Crimen y Castigo

Puchito no lo contagió el júbilo de las cientos de personas que ese día de agosto de 1944 se arremolinaron junto a las vías del tren que venía de la Estación Buenavista y que avanzaban hacia el norte del país. 

Puchito, ya con diez años apenas cumplidos en abril, no le gustaba la guerra. Nunca le gustó. Sabía que esos hombres que pasarían en unos minutos montados en los vagones de un inmenso tren militar en pocas semanas iban a morir o iban a matar a seres humanos del otro lado del mundo.

México había declarado la guerra a las potencias del Eje (Alemania, Japón e Italia) el 28 de mayo de 1942, luego del ataque y hundimiento de submarinos alemanes de los buques petroleros Faja de Oro y Potrero del Llano frente a las costas de Florida.

Y sí. Por esos rieles y durmientes de olores magnéticos a aceite y petróleo pasaría el tren militar que llevaría a los 299 integrantes del Escuadrón 201 a su entrenamiento a Estados Unidos, para después iniciar su aventura en la ofensiva de los países aliados en el Pacífico, específicamente en Luzón, Filipinas.

Entonces el barrio Ignacio Allende, en la Alcaldía Azcapotzalco, era un caserío que se asentó a unos metros del Río Consulado, en medio de llanos interminables y del ruido puntual de locomotoras que iban y venían de la Ciudad de México a los estados del norte del país.

Ahí nació Puchito en 1934, en una casucha de maderas podridas por la humedad que más bien parecía establo. 

Ese día el niño de ojos poderosos, cabello encrespado y nariz arabesca no secundó los gritos, los vivas, las lágrimas, el patrioterismo, las arengas belicistas, el ánimo guerrerista de esos tiempos y de todos los tiempos… Puchito sabía que en las guerras se mata y se muere.

***

Mónico (Puchito) entró al cuarto dando gritos aquella mañana del 11 de septiembre de 2001. Como pudo, casi a señas y con palabras dispersas, alcanzó a decir algo así como que “estaban bombardeando a Estados Unidos”.

Cuando llegué al televisor, unos diez segundos después de la noticia, Mónico señaló el televisor para que constatara que no mentía. Ya las dos Torres Gemelas de Nueva York ardían tras los impactos de aviones comerciales piloteados por comandos terroristas. 

Nunca le gustó la guerra a mi padre. La angustia en su rostro en aquellos momentos lo delataban. No dejaba de observarme para que hiciera un comentario, algo que (según él) saliera de una persona que había estudiado y ejercía el periodismo y que (según él) pudiera descifrar en esos minutos lo que estaba ocurriendo.

No cumplí sus expectativas para tranquilizarlo. Al contrario, agravé su angustia, aunque fui realista. Mi respuesta más o menos fue la siguiente: “¡Pero a qué imbécil se le pudo haber ocurrido esto!” “¡Lo que sigue es una respuesta de estos cabrones de proporciones inimaginables!” “¡Lo que sigue es la guerra y la muerte de miles de inocentes!”

Ese día nos quedamos viendo el televisor, en silencio, uno al lado del otro, observando un desenlace que ya sabíamos: 

Las Torres colapsando, las arengas guerreristas de la clase política estadounidense y de sus medios de comunicación, las imágenes de quien (en automático y sin el menor análisis) se convirtió en el enemigo número uno del imperio; el adelanto de a quiénes iba a ir dirigida la venganza.  

Salí de casa rumbo al periódico después del mediodía. Mónico estaba cabizbajo, meditabundo. Nunca creyó en la guerra. Y nunca creyó en esa vía porque sabía que en esos conflictos los más afectados son los civiles, los que no pertenecen a algún ejército regular; los des siempre pues.

***

El 2 de abril de 1982, a unos doscientos metros de donde Puchito observó inmóvil la despedida a los miembros del Escuadrón 201, escuchamos por la radio de su automóvil la primera noticia sobre el inicio de la Guerra de las Malvinas.

Dolores y Mónico emitieron un pujido de consternación. En el asiento trasero de aquel LTD negro un niño de nueve años, su hijo menor, lanzó algo parecido a un “urra”. La recriminación fue inmediata:

“¿Qué te pasa? ¡Es una guerra! ¿Sabes lo que es una guerra? ¿Sabes cuánta gente inocente muere en una guerra?”

Y sí. Efectivamente. Hace poco me enteré por un amigo argentino que nació en 1965 (y que en ese momento vivía en La Habana) que la junta militar llamó para ese conflicto a los reservistas de 1966 y de 1967, es decir, a pibes de dieciséis y diecisiete años.

Reconvenido el niño, la guerra pasó a otro plano, al de la obsesión por la historia, por la reconfiguración del planeta tras los conflictos armados, por el periodismo y la literatura que narran esos hechos… por intentar asimilar y entender –lo que plantea Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén– “la banalidad del mal”.

***

Ryszard Kapuscinski dice en su libro Los cinco sentidos del periodista (estar, ver oír, compartir, pensar) que “nadie puede llamarse periodista si no ha leído el libro Kaputt, del italiano Curzio Malaparte”. Aunque se me hace exagerada esta afirmación, sin duda ese texto está entre los mejores diez que he leído.

Me hubiera gustado haber compartido este libro con Puchito, con Mónico, con mi papá, cuando él vivía. Le llegaban este tipo de libros. Fue un legado que me dejó y creo haberlo fortalecido con el tiempo. 

Me hubiera gustado haber leído juntos varios pasajes de Kaputt, pero uno especialmente, ahora que hay una nueva guerra en esta tierra de guerras:

No cesaba de llover desde hacía días y más días…

El mar de fango de Ucrania subía lentamente hacia el horizonte. Era la marea alta del otoño ucraniano. Llovía desde hacía muchas jornadas, y el barro, negro y profundo, se hinchaba como la pasta del pan cuando empieza su fermentación.

El perfume graso del barro llegaba con el viento de la inmensa llanura, enrarecido por el olor del grano sin recoger, marchitándose en los surcos, y por el olor dulzón y fatigoso de los girasoles. De sus negras pupilas se iban separando las semillas como largas pestañas de color amarillo, alrededor del inmenso ojo blanco, redondo y vacío como el de un cíclope ciego.

Los soldados alemanes que regresaban de las líneas de fuego tiraban los fusiles silenciosamente a tierra al llegar a las plazoletas de las aldeas. Volvían cubiertos de barro negro de los pies a la cabeza; sus barbas eran negras también; sus ojos hundidos recordaban los ojos de los girasoles, tan blancos y apagados eran. Los oficiales miraban sin decir nada a soldados y fusiles tirados por el suelo. Ahora la “guerra relámpago”, la blitzkrieg, había terminado, y empezaba la Dreizigjährigerbblitzkrieg o “guerra relámpago de los treinta años”. La “guerra ganada” ya estaba concluida, y comenzaba “la guerra perdida”.

***

Puchito, ese niño inmóvil sin expresión alguna que hace casi 78 años observó al costado de las vías de tren a un puñado de jóvenes ir al frente del Pacífico, casi al final de la Segunda Guerra Mundial (donde murieron entre 50 y 70 millones de personas, el 2.5 por ciento de la población mundial), no le interesaban los conflictos bélicos… 

Sabía en lo más profundo de su ser que en esos conflictos se mata o se muere, y esos muchachos iban a eso.

Lo que quizá le hubiera movido algo a Puchito aquella mañana de agosto de 1944 sería observar un tren de regreso, una locomotora que avanzara del norte al sur, a la estación de Buenavista, con los muchachos vivos y con un parte de guerra de cero bajas del enemigo y cero bajas de la Fuerza Aérea Mexicana.

Y sí, entonando el himno Bring The Boys Back Home

@RivelinoRueda

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