Por: Carlos Alonso Chimal Ortiz
Foto: Eréndira Negrete
Bullying es un anglicismo que no forma parte del diccionario
de la Real Academia Española (RAE), pero cuya utilización
es cada vez más habitual en nuestro idioma.
El concepto refiere al acoso escolar y a toda forma de maltrato
físico, verbal o psicológico que se produce entre escolares,
de forma reiterada y a lo largo del tiempo.
Hace unos días fui a recoger a mi hijo a la guardería. Su maestra me dijo que andaba muy rebelde, que andaba muy “pegalón” y pellizcaba a sus compañeras; ponía sus manitas encima de ellos y empezaba a golpear. Yo digo y pienso que va a ser baterista o no sé. Yo siempre hago lo mismo. Estoy golpeando mis manos en mi pecho, haciendo algún ritmo, pero, también podría ser boxeador. No sé, pero eso me trajo muchos recuerdos de cuando era niño…
En la primaria que fui había un gordo que cuando me obligaban a jugar futbol en educación física, ese gordo procuraba pasar cerca de mí para empujarme, meterme el pie o lo que se lo ocurriera con tal de lastimarme. También a la hora del recreo, cuando yo llegaba a salir, siempre buscaba la forma de estarme molestando.
Un sábado hubo una muestra deportiva en la primaria, a la cual mi papá, desvelado y crudo, me llevó. Yo también iba como a fuerza, pero ni modo. Tenía ocho años y sabía que debía cumplir. Es algo de padres e hijos y yo lo hice por él, y yo creo que él lo hizo por mí.
Fue a ver cómo me hacía güey en la cancha, porque nunca fue lo mío. Entonces yo andaba pastando y esperando a que pasaran los dos tiempos para poder irnos. No nos íbamos a quedar a ver jugar a los demás grupos, ¡que hueva! Entonces mi padre me dijo que en cuanto yo entrara a la cancha y metiera 12 goles, recibiendo el aplauso del público por mi triunfo, nos íbamos de inmediato a la chingada o bueno, a desayunar algo caldoso o picoso.
Entonces ese gordito que ni me acuerdo de su nombre, me volteó a ver a lo lejos, corrió hacia mí con el balón y me tiró de una patada. Cuando todos vieron lo que ese pedazo de imbécil me había hecho, el gordo sólo se tiró al pasto y se empezó a quejar mientras lloraba.
Lo expulsaron y yo tuve que abandonar la cancha mientras otros padres me aplaudían. Bien raro. Mi padre tuvo razón, ¡me aplaudían porque me estuve haciendo menso y un gordo me pateó!
Casi me sacan en silla de ruedas a la calle y tomamos un taxi de vuelta a casa porque me dolía la pierna y a mi papá su cabeza.
Así fueron como tres años de la primaria. A veces me daba miedo salir al recreo o a educación física porque el pinche gordo me pudiera hacer algo. Nunca les conté nada a mis padres ni a los maestros. A la hora del recreo me juntaba con los maestros o me quedaba en el salón. No creo que eso haya afectado en mi crecimiento o en mi relación con la sociedad.
Pasaron como 15 años y yo iba en las noches a recoger a mi futura esposa en donde estudiaba su preparatoria. Esa noche llegué al Metro División del Norte. Pasé por un puesto de tacos y lo vi. Era el gordo abusador de la primaria, desparramado en un banquito y comiendo tacos. Atragantándose, mejor dicho.
Me regresé unos pasos para cerciorarme de que era él. Y sí. Había aumentado unos kilos. La panza le colgaba y ahí estaba, sudando mientras masticaba y le daba un trago a su Sangría Señorial. Me quedé parado observándolo. Recordé cuando éramos niños. Sentí caliente el estómago, las piernas. Sentí cómo se me revolvía el estómago. Sentí un hormigueo en los pies y en las palmas de las manos. Me acerqué y le dije:
–¡Ey! ¿Te acuerdas de mí? Escuela Tabasco. ¡Soy Carlos!
Me miró un poco como de reojo y me escaneó. Sonrió de lado mientras seguía masticando y asentía con la cabeza. La mano le escurría de limón y salsa. Le di una patada a una de las patas del banco donde estaba sentado, esos bancos blancos altos de plástico que hay en algunas taquerías o puestos de calle. Se rompió y el cayó en cámara lenta…
–¿¡Sí te acuerdas de mí!?
Levanté la voz porque yo estaba muy enojado, o excitado por el momento. Lo tenía ahí, frente a mí.
Él estaba tirado en el piso y me miraba con desconcierto. Se arrastró un poco y se quedó sentado en el piso. Había medio taco de suadero con salsa y toda la cebolla y el cilantro estaban regados a su alrededor. Me vio con sus ojos horribles. Me veía y estaba muy rojo, como que pujaba. Esos ojos horrendos se le llenaron de lágrimas…
–Si me acuerdo de quién eres. Perdóname güey. Éramos niños…
Cuando lo vi ahí tirado y derrotado, con todos los chismosos viendo la escena, esperanzados en que me le lanzara sobre él y molerlo a golpes en su cara, le grite:
¡Pudiste chingarme la vida pendejo! ¡Pendejo de mierda!
Esa mirada, con los ojos rojos, la gente observándolo. Sudaba. La boca le temblaba y yo frente a él con los puños cerrados y temblando.
En pocos segundos todo cambió. Sentí tristeza. Lo recordé de niño, pero como alguien que no sabía lo que hacía. Cambió mi punto de vista. Es raro, pero algo pasó. Lo ayudé a levantarse, poniendo mi pie en su pie para hacer palanca y levantar ese obeso cuerpo. Apreté los labios mientras lo veía y me disculpé. Me fui caminando todo sacado de onda. A lo lejos escuché que todavía me grito:
–¡Discúlpame güey!
Me estaba esperando mi chica y me preguntó que por qué había tardado. Sólo le pude responder que había tenido un encuentro con el pasado. No se me ocurrió nada más, pero yo estaba triste.
Ahora me pregunto qué será de ese gordo abusador. Tal vez después de ese encuentro con su pasado pudo resolver su vida.
Después de esos recuerdos, me entregaron a mi hijo que, por cierto, tiene 11 meses. Me lo colgué en mi canguro y le expliqué que no pegara, que eso era algo muy feo. Le conté que se podría encontrar a un gordo golpeador o él convertirse en un gordo golpeador y que eso no estaba bien. Él me miró con esos ojos de bebé como si me entendiera y me dio una cachetada.
En mis tiempos no se llamaba bullying, se llamaba carrilla, y en casa te decían que si te pegaban tenías que pegar, y si te pegaban y no pegabas, tus padres te pegaban por pendejo. Repito, eso era en mis tiempos, en los ochenta.