Por Argel Jiménez
“Maestros luchando en defensa de la educación pública y derechos laborales”. Es la frase que luce una manta que abarca lo ancho de la calle Emilio Dondé, en donde se encuentran varias casas de campaña de los dos lados de la acera.
Una camioneta de la policía capitalina impide el paso de cualquier vehículo sobre dicha calle. Mientras, en la mera esquina, cuatro maestros paran un Taxi y tratan de meter el mismo número de mochilas grandes al Tsuru con placas pirata que los llevará a la terminal de autobuses.
En esa calle hay dos canchas de futbol improvisadas. En una juegan dos papás con sus respectivos vástagos (un niño y una niña). Sus ropas sucias y desgastadas hacen pensar que son personas en situación de calle. El niño de unos seis años hace berrinches porque el otro equipo les está ganando, y en un arranque de enojo decide hacer más chica su portería, que es representada por dos huacales de madera, causando la risa de los demás jugadores.
A dos metros de esa cancha familiar, los maestros jóvenes del plantón muestran sus destrezas futboleras. Ataviados con sus shorts y playeras, juegan de una manera dinámica. Les importa muy poco que la gente pase por su “terreno de juego”. Ellos no detienen las acciones.
Los que los observan se tienen que cuidar de los cañonazos, ya sea desde el lugar donde se encuentren de pie o viendo desde sus casa de campaña. No tienen ninguna piedad para fusilar a los porteros.
El cancerbero de uno de los equipos es el clásico jugador inhábil que usa lentes y que siempre delegan la responsabilidad de defender la portería (ya que ahí hacen menos daño jugando). El equipo contrario le hace goles por todos lados y le tiran trallazos que torpemente desvía sin que sus intentos de defenderla resulten efectivos. Muchos de ellos terminan en gol.
Uno de esos tiros da en una casa de campaña que cuenta con una pequeña mesa, la cual tiene encima un cesto con huevos que terminan estrellados en el suelo, causando el enojo de una de las maestras que ahí habita. El portero no hace más que ir por el balón. No pide perdón. Ya tiene suficiente con los goles que se está “comiendo”.
Al avanzar sobre esa misma calle se encuentran iglús de plástico que se detienen con lazos y sobre los cuales se cuelgan toallas o playeras. Se mezclan con puestos de vendedores ambulantes que ofrecen mercancía muy variada.
Afuera del CECYT 5 Benito Juárez, en una mesa, tres locutores de menos de treinta años realizan su programa de radio por internet mientras revisan sus apuntes en el celular o en hojas de color blancas. Comentan el tema de la represión hacia la sociedad civil en general. Su público presente son unas diez personas que asienten o difieren moviendo la cabeza afirmativa o negativamente.
Uno de ellos, el promotor cultural Jorge Belarmino Fernández, de la Brigada para leer en libertad, que apenas diez minutos antes acababa de presentar y regalar su libro, habla sobre el normalista desollado de Ayotzinapa, Julio Cesar Mondragón.
Como es obvio, para los maestros representa muchas incomodidades el estar desplazados y plantados en un estado que no es el suyo, por lo que tratan de estar lo más cómodamente posible. Algunos visten con bermudas y chanclas mientras pasean en pequeños grupos. Si no estuvieran rodeados de casas de campaña, del smog y el tráfico citadino, pasarían como unos perfectos turistas de algún balneario de la zona metropolitana. Otros traen pantalones de mezclilla, con camiseta o camisa, zapatos o tenis.
En uno de los centros de acopio hacen fila unos cincuenta maestros a la espera de la repartición de víveres. Se empiezan a impacientar un poco. No dicen nada pero su comportamiento corporal los delata. Por fin comienza la entrega de dos rollos de papel higiénico, dos latas de atún y cuarto de cereal.
La figura que representa a la Patria mexicana cuelga por ahí cerca y una lona tiene la leyenda “El presente es de lucha, el futuro es nuestro”, observa el actuar de los profesores.
La angustia de no poder alcanzar algo para comer hoy hace que muchos se metan hasta adelante de la fila, causando el enojo de los que llevan un tiempo esperando. “¡Váyanse a la cola, no sean abusivos!”, lanza una mujer, mientras los encargados del centro de acopio tratan de tranquilizar a los maestros: “No se preocupen, hay para todos”.
A unos cuantos metros de distancia de ese centro de acopio, tres maestros salen contentos por haber alcanzado esos insumos. Uno de ellos habla por teléfono celular para decirle a su interlocutor: “Nos tuvimos que aperrar a la entrega de esta comida porque ya ves que no cocinamos, y cuando no alcanzamos pues tenemos que comprar de comer y nos sale más caro”.
Le cuenta la anécdota de que a unos maestros les ofrecieron arroz para guisar, con la idea que después les convidaran, pero cuando menos se dieron cuenta “ya se habían pelado los jijos de la chingada”.
Continúa con su charla, pidiéndole de favor que arregle los pendientes que dejó en Guerrero, porque todavía le quedan cuatro días más de guardia en el plantón.
Uno de sus acompañantes porta una playera color beige con la estampa del guerrillero Lucio Cabañas, que por aquellas tierras representa mucho. El joven de más de veinte años todavía es un alumno que estudia para profesor, pero que viene a apoyar a los maestros que tuvo a lo largo de su vida escolar.
Los baños portátiles que se encuentran a un costado de ese centro de acopio sólo son destinados para los hombres. Los de las mujeres están a un costado del Teatro Ciudadela. Por lo menos hay unas quince letrinas de color amarillo con blanco. Una de ellas tiene una fuga que, gota a gota, va vaciando lentamente lo que tiene en su interior.
A unos pasos del centro de acopio también se encuentran varios camiones estacionados que trajeron a los manifestantes. Un chofer limpia con esmero su fuente de trabajo con un trapeador y jerga mientras platica con otros dos choferes que disfrutan sentados en una silla plegable, que esta tarde no llovió en la ciudad.
En las escalinatas del Teatro Ciudadela unos siete maestros observan a un grupo de cinco parejas de unos cuarenta, cincuenta y sesenta años que bailan danzón con una destreza y coordinación notable. La maestra trae como pareja de baile a su hijo de unos cuatro años que, cargado o caminando, la sigue por todos lados.
El ensayo termina y los bailarines aplauden el esfuerzo que dedicaron para perfeccionar sus pasos. Mientras saborean un café y un pan de dulce que les sirve el esposo de la maestra, comentan las dudas y opiniones sobre la clase.
Los profesores que observaban sentados en las escalinatas se disponen a irse, pero una maestra les dice que después sigue la clase de Salsa, que se esperen un rato porque “el maestro ya anda por aquí”.
La espera es acompañada musicalmente con rock en inglés de los años sesenta, especialmente de los Beatles. En una plática confiesan los talentos artísticos frustrados: “A mi me hubiera gustado cantar aunque no me pagaran”. “Lo que más me gustaba era el teatro”. “Yo hubiera querido aprender a pintar”. “Pues yo me voy a poner de propósito aprender a bailar Salsa”.
Al poco tiempo llega el maestro de Salsa de más de cuarenta años acompañado por dos de sus alumnas que no pasan de los veinte años. Pone en el suelo su bocina negra y empieza la clase.
La rutina comienza con pasos individuales. Todos siguen al mentor al compás de la canción. Un señor alopécico se integra cinco minutos después de iniciada la clase. Voltea a ver al maestro esperando alguna recriminación, pero éste no le dice nada.
Los pasos de la coreografía se dan a una gran velocidad. El ritmo y la energía que le ponen los bailarines citadinos hacen que algunas maestras se animen a bailar. Otros lo piensan: “¿No se enojará si me meto?”, pregunta una maestra a otra. “No, es buena onda”.
Bailan desde sus lugares o en pleno arroyo vehicular. La alegría se respira en ese lugar. Poco a poco, el profesor de baile va subiendo la intensidad hasta que ninguno de sus alumnos habituales y los de ocasión le pueden seguir el paso. La mayoría se enreda con sus propios pies. A otros se les nota cierta impotencia al no poder seguir el ritmo. El sudor empieza aparecer en los rostros de muchos de ellos.
A todos los salva que la canción ha terminado. Todos aplauden su esfuerzo, pero la mayoría quedan atolondrados con la imposibilidad de seguir el ritmo. Un maestro que sólo observa se da cuenta de la condición en que quedaron sus colegas y les grita: “¡Ánimo magisterio, pa’ la otra sale!”
Llega el momento del baile en pareja. El maestro, que tiene estampa de bailador de barrio, agarra de pareja a una de sus alumnas y el señor calvo a la otra veinteañera.
De entre las casa de campaña aparece una morena de fuego que acapara las miradas masculinas y femeninas. No es para más, tiene un cuerpo escultural que hace resaltar el vestido gris que trae pegado al cuerpo. Trata de seguir los pasos de los demás pero sus pies torpes no pueden seguir el ritmo, sin embargo, esto no hace que pierda su sonrisa.
A su lado, un maestro la observa detenidamente. Está anonadado con su belleza pero no deja de bailar en su lugar. Decide de un impulso sacarla a bailar junto con el resto de las parejas. Ella se chivea ante tal invitación y se resiste un poco. Él le insiste, sabe como convencerla. Se ve que es el típico bailador que es el alma de cualquier fiesta en donde se baila Salsa y cumbias.
Sin mucho insistir, los dos se dirigen al centro de la pista de baile asfaltada. Se escucha una algarabía porque por fin se animó a bailar la mujer de cabellos ensortijados. Las mujeres son las que más bullicio hacen. Son ahora el foco de atención.
Le enseña los pasos básicos a un ritmo lento, sin que lleguen coordinarse sus pies con la música. Termina la canción y la mujer le da las gracias por los pasos enseñados y se pierde entre las casas de campaña que hay por ahí cerca.
Los amigos del bailador lo felicitan porque la sacó a bailar. Él les contesta algo resignado, porque no quiso seguir bailando. “También es de Oaxaca, pero es una lástima que no sea maestra”. Les aclara que aun así “se la llevaba a vivir a su pueblo”.
El sol poco a poco se empieza a ocultar y diferentes colectivos y estudiantes en grupo ofrecen cursos y talleres de las actividades que dominan a los manifestantes, tanto para tomar aquí y algunos para llevar a sus comunidades.
Es el caso de unas estudiantes de ingeniería del IPN, que explican su proyecto de tesis que lo pueden llevar a su comunidad de origen. Su interlocutor escucha con atención la explicación (demasiado técnica) que no entiende a cabalidad.
Otros más ofrecen unos talleres de algunas cuestiones políticas que, para estos momentos, a los maestros se les hacen inservibles. La maestra a la que se dirigen los interrumpe y les dice que está bien la información que le ofrecen, pero lo que más necesitan en estos momentos es “un curso rápido sobre derechos humanos para saber qué hacer en caso de desalojo violento o en dado caso de que los detengan ¿Qué hacer?
Los jóvenes se quedan callados porque sus cursos y talleres no cuentan con ese perfil y les es imposible ayudarlos.
Algunos más sólo buscan hacer obras de teatro o conseguir grupos musicales, por lo que debaten qué grupos invitar y qué obra montar. Su discusión se centra en saber qué bocinas llevar y qué templete pueden conseguir.
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La grave crisis social en la que se encuentra el país hace que se empiecen a unir diferentes sectores de la sociedad que no saben “bien a bien” cómo se pueden ayudar unos a otros.
En la séptima Feria del Libro Internacional de Azcapotzalco, el filósofo Enrique Dussel dio a conocer que un grupo de intelectuales y él buscan formar un curso de teoría política en línea para todo el público, que constará de varias etapas, con evaluaciones constantes, para percatarse de que realmente se están aprovechando.
Otro fin que tienen estos cursos es formar cuadros políticos que busquen llegar al poder por medio de las urnas y así crear una sinergia entre movimientos sociales con un partido político. Aclara que por el momento ninguna organización política electoral podría servir para tal propósito y subraya que la tarea es crear alguna.
El escritor Juan Villoro, en una crónica compilada en su libro Espejo retrovisor, hace notar que en la vida mexicana “los gestos siempre son más importantes que los hechos”.
El camino para que cambie el país es “cuesta arriba”. Nadie dijo que sería fácil. ¿El mexicano estará interesado en explorar otras vías de lucha política pacífica? ¿O seguirá con las mismas tácticas de reniego y gritos sin pasar a la acción?