La más grande epopeya del balompié charrúa

A 66 años del maracanazo
Ejercicio de narración histórica

Por Carlos Daniel Salgado Pérez

“¡Ghiggia!” “¡Goooooooooooool de Uruguay!” Hoy, 16 de julio de 1950, estamos presenciando algo histórico. La selección uruguaya de futbol está a diez minutos de consagrarse campeona del mundo por segunda vez en cuatro copas mundiales, y lo está consiguiendo frente a Brasil, en Brasil.

Augusto Da Costa, capitán de la selección brasileña, levanta los brazos hacia el público, silencioso como nunca y con rostros irreconocibles. Los cariocas no saben lo que es ser campeones del mundo, pero saben transformar el juego de la pelota en una fiesta, que los hace gozar y asfixia al rival.

Hoy no hay carnaval. Hoy no. 174 mil almas se han dado cita en el estadio Maracaná para ver a su nación consagrarse como élite del balompié mundial. Las gradas no vibran y el sol se esconde. Son las cinco y media de la tarde en Río de Janeiro y el recinto deportivo con más aforo del mundo se encuentra más callado que cuando está vacío.

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George Reader pita el final del partido. La tragedia se ha consumado, el desastre se ha hecho presente. Los planes han cambiado y un país entero está llorando.

La afición brasileña, incrédula y melancólica, busca consuelo en conocidos y extraños. De no haber presenciado el espectáculo deportivo, me atrevería a decir que la Segunda Guerra Mundial acaba de llegar a su fin, cinco años después y lejos de donde se gestó.

El pesar es más que evidente en los futbolistas de Brasil. Zizinho, por ejemplo, lleva diez minutos abrazado de un poste y llorando como niño. Los 173 mil 850 espectadores se encuentran enmudecidos. Increíblemente, el estadio no se ha vaciado y el público conserva sus asientos, como esperando la tercera parte del encuentro entre las dos potencias sudamericanas.

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Al medio tiempo se montaron pancartas a un lado de la cancha, cuyos mensajes presumían la Copa Jules Rimet para Brasil. Los organizadores las cubren con mantas y buscan alejar a las decenas de camarógrafos que ya ingresaron al campo de batalla. Los instrumentos musicales de la banda contratada para amenizar “la victoria local” permanecen intactos.

El ambiente de triunfalismo y favoritismo excesivo creado por la prensa brasileña en los últimos días se ha esfumado de un momento a otro. Probablemente, incluso, se proceda judicialmente en contra de medios como O Mundo, cuyos encabezados un día antes ya pregonaban al campeonato de los amazónicos.

Jules Rimet hace su aparición y entrega el trofeo en las manos de Obdulio Varela, capitán del combinado charrúa. No hay protocolo, sólo entrega clandestinamente la copa de oro macizo y desaparece.

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El silencio es abrumador y el ambiente lamentable. El locutor Carlos Solé se fija intensamente en cada fragmento del festejo uruguayo, dándole así mucha emoción y un toque de pasión a su narración.

Se escuchan comentarios de todo tipo. Rumores creados en los últimos instantes sugieren que Brasil dejará el blanco y comenzará a jugar con un uniforme amarillo y azul. Se cree también que el Maracaná será pintado de celeste y, de ser así, no sé si Brasil vuelva a sentirse local en su propio territorio.

Hoy no hay carnaval. Hoy no.

 

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