Día 61: La abominable repetición de objetos (y de uno mismo) en las horas de la peste

Por Rivelino Rueda

Hacía rato que a Oliveira le importaban

las cosas sin importancia,

y la ventaja de mediar con la atención fija

en el jarrito verde estaba en que

a su pérfida inteligencia

no se le ocurriría nunca

adosarle al jarrito verde

nociones tales como

las que nefariamente

provocan las montañas,

la luna, el horizonte,

una chica púber,

un pájaro o un caballo.

Julio Cortázar/Rayuela

La pequeña cubeta anaranjada que está debajo del excusado llega a su tope con la gota número 2,187. Luego viene el caótico desbordamiento. La fuga de agua es placebo numérico en los días de la plaga.

El viejo cristal cede al polvo, al tiempo y se fragmenta en 35 figuras triangulares.

También los insectos. Cualquier cosa que distraiga la mente. Hoy las moscas que se contabilizaron fueron 48 y los cabellos perdidos en la ducha sumaron 27. En la semana sólo se observó el vuelo fugaz de un colibrí de tonalidades verdes. Pero una mariposa amarilla con remate azulado en la cola de las alas se dejó ver quince veces en tres días.

Contar las duras horas. Contar el hastío. Lo que nunca se prestó atención. Los 56 cuadros de granito en el piso del balcón. Los 36 completos y 20 recortados hace ya unos setenta años, cuando se construyó el edifico con un toque de Art Nouveau. Un claro que sumó trece grietas en el terremoto de 2017.

Contar lo incontable. Números que siempre estaban ahí y que la normalidad los ignoró permanentemente. Las 103 tiras del parqué. Las 79 pencas de la planta de sábila.

El placebo numérico, el laberinto de cifras que se atoran para volver a empezar de nuevo. Los 814 pelos que se barrieron hoy de la mascota. Los siete maullidos de los gatos callejeros.

El puntual despertar de las aves a las 5:13 de la mañana, que elevan su trino armonioso y soñoliento hasta las siete y media, cuando el zumbido de las cigarras, de las chicharras y de las palomas que buscan el apareamiento enmudece todo.

Las trece tazas de café y los veintiséis cigarrillos. Las 62 granadas que esperan su maduración rojiza para agosto en el frondoso árbol de enfrente. Su caprichosa ramificación de tres en tres. Las dos ardillas que tantean, tres veces al día, la sazón de las frutas inmóviles (aún verdes) en medio de la petrificación de la vida cotidiana.

El conteo y el desconteo para atrás y para adelante. La cuenta de lo que alguna vez fue ajeno, lejano. La locura milimétrica en el encierro interminable. La pérdida del sentido de las distancias. La noción del tiempo. El trastorno de las horas. Las dieciocho plumas de aves que se mecen en los atardeceres sin temperatura de la pandemia.

Una repetición escalofriante de uno mismo en imágenes y sombras. Los espejos que reproducen el sonambulismo del confinamiento. Trece, veinte veces en un solo día por la postrada resignación de levantar la vista en el quimérico lavado de manos.

Las sombras pegadas al cuerpo en los días soleados, repitiendo estados de ánimo muy parecidos a la muerte.

Tres manecillas del reloj que al final se bifurcan a nueve, o en dieciocho, o en treinta y seis, o en setentaidós… Jueves que son sábados. Miércoles que son marzo. Mayos que marcan alguna hora de algún mes de algún siglo.

El disturbio matemático y puntual de la naturaleza. El caos algebraico de las yuxtaposiciones pandémicas. Las amalgamas de una remota e invisible catástrofe. Las 302 plantas de la enredadera. Los 711 parpadeos luminosos del teléfono móvil, de llamadas o mensajes que se determina no atender. Hoy no.

Los ojos tristes, perdidos, en las horas sin transcurso, en el laberinto de la monotonía del confinamiento, en el constante ulular de ambulancias y vehículos de emergencia. Contar muertos, contar contagios, contar camas ocupadas, contar la escases de camas con ventilador, contar los ladridos de la perra en la bóveda del encierro.

Una abominable escalera de trastes sucios y la inevitable calculadora del subconsciente viral. Los 19 platos, las siete tazas, los ocho vasos de cristal, las cinco cazuelas, los 18 tenedores, las 15 cucharas, los 24 cuchillos… Las nuevas arrugas en las manos, las más recientes grietas en el rostro. El ruido estremecedor del cincel de Cronos en la piel ermitaña.

Día 61 de la pandemia. La relajación de las medidas sanitarias por la peste en algunas entidades, incluida la Ciudad de México, confirma que, al menos los habitantes de este país, están muy lejos de tener una segunda oportunidad como raza humana.

Los decesos alcanzan los 5,177. Los contagios activos suman 11,105. La capacidad hospitalaria en la capital del país está al borde del colapso, con ya sólo 23 por ciento de disponibilidad de camas.

Son ya dieciocho las vueltas en la almohada. Son ya trece los zancudos aplastados en la soporífera noche de mayo.

El grillo cesa su estridulación cinco, diez, minutos. Luego regresa el ruido de esos insectos que acompañan las madrugadas de la pandemia.

Faltan ya veintisiete minutos para que inicie el trinar de las aves. Es el un lunes de algún siglo, el horario de cualquier año. Es la repetición matemática de los segundos en la peste.

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