Día 41: Los sonidos de la ciudad, exentos del uso de cubrebocas

 

Por Rivelino Rueda

La atmósfera misma era embriagadora

y peligrosa,

y los hombres se sentían

como suspendidos en el aire,

sobre la alas vibradoras

de un genio colosal.

G. K. Chesterton/El candor del padre Brown

 

El sonido hipnotizante de la armónica del afilador no necesita cubrebocas. Tampoco lo necesitan los aguerridos despachadores del gas doméstico con sus gritos ensordecedores.

No. Los oficios chilangos delimitan si esa telita sanitaria es efectiva o no para detener al bicho asesino.

Es el caso de Isidro, el que acompaña a la marimba con su saxofón arracimado de suculentas notas. O el de Don Fortunato, el señor que día a día se desgañita en súplicas por las calles para comprar monedas viejas.

Día de posiciones encontradas sobre la efectividad protectora en la portación de este pañuelo quirúrgico. Día de las “evidencias científicas” sobre su utilidad. Día que marcó el inicio del uso obligatorio en espacios públicos de la Ciudad de México de este artefacto de batalla en la despiadada guerra contra la Covid-19.

“No hay evidencia científica que respalde el uso de cubrebocas como método para prevenir contagios de coronavirus”, señala desde Palacio Nacional Hugo López-Gatell, vocero único del gobierno federal para la pandemia de la Covid-19.

A unos pasos de ahí, en el Antiguo Palacio del Ayuntamiento, Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de la CDMX, notificó desde el viernes pasado: “Si salimos de casa es preferible usar el cubrebocas, no solamente en el transporte público. Se necesita extremar precauciones pues estamos viviendo el momento de mayor contagio”.

Palomino se dice neófito en esos temas científicos, epidemiológicos y sanitarios. Para el señor de cincuentaicuatro años no puede existir una desconexión entre sus labios, el aire corriente y su estremecedora armónica de bronce.

El sonido inigualable del instrumento eriza la piel. También las chispas anaranjadas que manotean con el roce del acero y el disco de piedra que gira con los pedales de la bicicleta antigua. Son ruidos y aromas que bifurcan en nostalgias añejas.

No hay razón de ser para que Palomino se cuelgue ese trapo azul turquesa en sus enormes orejas. De eso vive. De macerar cuchillos y objetos punzocortantes. De aferrarse a una tradición, a una manifestación cultural ya casi extinta en la ciudad, por medio de ese punzante sonido de ensueño.

“El Greñas” jala aire. Abre sus enormes fauces de licántropo. Mantiene petrificado el masetero y lanza con una descomunal potencia el grito de guerra hasta ocho veces seguidas: “¡El gas! ¡El gas! ¡El gas! ¡El gas! ¡El gas! ¡El gas! ¡El gas! ¡El gaaaaaaaaaassss!”

Ricky y “El Paco” tratan de superar la hazaña. Nunca han podido. Los tres llevan el cubrebocas en la barbilla o en el gaznate. No les sirve para este oficio. Les sofoca. Les aligera el aliento de animal en brama para saberse presentes. Para que nadie se quede sin su ducha con agua caliente y su comida de burgués enclaustrado.

También, ¿por qué no?, para bramar sutilezas melódicas como el “¿de cuántos kilos va a querer su cilindro madrecita?” O el inmortal “¿se lo cierro, se lo abro, o nomás se lo dejo abierto? Luego no le vaya a estar goteando”. Todo un arte de los maestros en el perico y las tuercas.

Isidro es chilango. Tiene cuarentainueve. Treinta tocando el saxofón. Huele permanentemente a heliotropo, aunque sude como cañero morelense. No le funciona un tapabocas en la peste. Su oficio es el aire. Copula con él en cada acorde. Isidro se estremece con el ritmo de la marimba y acompaña con un bailecito sutil, harto pegajoso, el ritmo de la melodía.

“¡Ya llegó!/ ¡Ya llegó!/ ¡Ya llegó Sergio el bailador!” Don Juan y Don Beto son chiapanecos. El primero de Motozintla y el segundo de Chiapa de Corzo. Se conocieron en Tuxtla Gutiérrez. Tocaron varias veces en el Parque Central. Luego determinaron venirse a la Ciudad de México a ganarse la vida con todo y su cajón maderero de palo rosa. Ellos sí usan el tapabocas porque le prometieron a su familia, allá en Chiapas, “cuidarse del coronavirus”.

Los sonidos de la ciudad se cuelan en la ociosidad del encierro. Recuerdan que afuera hay vida y que estos ruidos forman parte de una ciudad que ha padecido todas las calamidades, y de todas se ha levantado, aún más soberbia, aún más solidaria…

Día 41 de la peste. México duplica los decesos por coronavirus en una semana, luego de que el pasado lunes reportó 712 fallecimientos y el lunes 27 de abril el registro fue de 1 mil 434 muertes totales.

La ciudad parece que se aletarga aún más en la madrugada. El encierro también agota y carcome la paciencia.

Pero los sonidos de esta urbe, la de sus habitantes, siempre estarán exentas de usar cubrebocas para manifestar lo eterno, lo entrañable.

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