Por Rivelino Rueda
La humanidad está en crisis,
y no hay otro camino para salir de esa crisis
que no sea la solidaridad”
Zygmunt Bauman/La globalización
A Natalia y a Marco Antonio los separan cuatro puertas, siete árboles, tres postes de energía eléctrica y dos automóviles abandonados. Los dos buscan ayudar a su manera en las horas críticas de la pandemia. Ella confecciona cubrebocas artesanales y él está a punto de terminar un prototipo de caretas de plástico.
No se conocen. Tal vez ni siquiera se han visto en su vida. Son vecinos, pero cada uno tiene una forma de vida diferente. Cada quien inmerso en lo suyo. En sus prioridades. Natalia estudia ingeniería en la UNAM y Marco Antonio es repartidor de comida rápida en Uber Eats. Pero confluyen en algo. Quieren ayudar.
Marco tiene unos cuarentaicinco. Es espigado, de aspecto desordenado, con profundas ojeras de leñador siberiano. No para. Nunca para. Va de aquí para allá. Se interesa en todo. No se puede estar quieto. Adquirió una motocicleta hace dos años y con ella se traslada a todas partes.
Natalia se deja ver poco. Vive en casa de sus papás y ahí permanece la mayor parte del tiempo. Es de mediana estatura y tiene unos veintidós años. Habla poco y sueña mucho. Andrés, su novio, es su sombra cotidiana. Ahí está con ella todos los días. En la cochera, en la azotea, en alguna de las ventanas.
También tienen otra cosa en común. Ella tiene una prima enferma de la Covid-19 en Celaya, Guanajuato, y él a un compa del trabajo que no se cuidó. Parece que esos flagelos de la plaga son sus asideros en esta lucha silenciosa.
Hace dos semanas, Natalia colgó de la reja de su casa una bolsa blanca de plástico con un anuncio: “Atención. Toma un cubrebocas y protégete”. La muchachita busca ayudar en algo y así encontró la forma.
Se trata de instrumentos artesanales que realiza con ropa que ya no usa y tela elástica que alguna vez utilizó en la preparatoria. Ella los teje y les da forma. Natalia busca que siempre haya disponibles. Se angustia si la bolsa está vacía. La preocupa la peste. La angustia sobremanera.
Dentro de sus posibilidades está informada del avance de la pandemia. Sobre todo recurre a la conferencia de las siete de la noche. Dice que no se le hace atractivo López-Gatell, pero que sería “maravilloso” tener un maestro como él. También está enterada de la regionalización de la Fase Tres, que los decesos llegaron a 486 y los casos positivos “son más de seis mil” (6 mil 297).
Con Marco Antonio no pasa lo mismo. No hay ni tiempo para estar al tanto de lo que pasa. Dice que “está muy cabrón” lo que ocurre, pero hasta ahí. De hecho hace tres semanas ya había decretado la Fase Tres unilateralmente.
“¡Sí carnal, se está poniendo bien cabrón, ya hasta declararon la Fase Tres!”, comentó a gritos a un compañero de trabajo, también repartidor de comida rápida, ante la mirada estupefacta de los que iban pasando por el lugar.
El propósito de Marco es proteger a su camarilla de cábulas en moto. A esos que se exponen por necesidad, no por desdén al otro. A esos que se han convertido en el punto neurálgico de la distribución de alimentos, medicinas y despensas en los días críticos de la peste.
Por eso “El Morro” se contagió. Por eso hoy ese puñado de locos busca ayudar a su familia. Por eso la idea de diseñar “caretas” de plástico con botellas de dos litros de refresco de cola.
“Yo ya sé cómo cortarlas. De una botella salen dos máscaras. Los sujetadores ya tengo quién me los va a hacer”. Marco Antonio revela el proyecto a tres compas que están recargados en sus respectivas motocicletas con joroba verde.
La idea es distribuirlas entre sus propios compañeros para “protegerse del coronavirus”. A ellos nadie los cuida, nadie les garantiza seguridad social en caso de contagio, nadie dará la cara en caso de una tragedia. Así como le pasó al “Morro”. Aquí de lo que se trata es de echarse la mano, de saberse humano.
Es curioso. Natalia y Marco Antonio no se conocen y viven a cuatro puertas, siete árboles, tres postes de luz y dos coches abandonados.
Es curioso. Natalia estuvo en las “islas” de la UNAM en la recolección de víveres después del terremoto del 19 de septiembre de 2017. Marco Antonio se presentó como “voluntario” en el edificio que colapsó en la calle de Torreón y Viaducto tras la sacudida abominable de la tierra.
Natalia y Marco Antonio son de esos extraños que narró Juan Villoro hace dos años y medio en su poema “Con el puño en alto”:
Tienes miedo. Tienes el valor de tener miedo.
No sabes qué hacer, pero haces algo.
No fundaste la ciudad ni la defendiste de invasores.
Eres, si acaso, un pordiosero de la historia.
El constante ir y venir de ambulancias sobre Viaducto, sobre Eje Central Lázaro Cárdenas y sobre Obrero Mundial, recuerda permanentemente que algo está pasando.
Las sirenas de emergencia recuerdan, como en el terremoto de 2017, que algo va mal. Que hay gente que está muriendo. Que hay dolor en la ciudad. Pero que también hay solidaridad. Que todavía hay personas como Natalia y Marco Antonio.