Por Rivelino Rueda
Tu nuera y tus nietos te extrañarán
–iba diciéndole–.
Te mirarán a la cara y creerán
que no eres tú.
Se les afigurará que te ha comido un coyote,
cuando te vean con esa cara
tan llena de boquetes
por tanto tiro de gracia como te dieron.
Juan Rulfo/¡Diles que no me maten!
Las palabras fueron contundentes, como en un lenguaje de guerra. Es el idioma de la pandemia, el mensaje directo para no provocar falsas expectativas; para que se entienda la magnitud de la peste, el espejo en el que podemos vernos reflejados, nosotros o los seres más cercanos.
Es Víctor Hugo Borja, director de Prestaciones Médicas del IMSS. Es el día 29 de la plaga de la Covid-19:
“Las defunciones están ocurriendo en un tiempo muy corto. Los pacientes contagiados con el coronavirus ya llegan muy graves a los hospitales, en estado muy crítico. Son muertes también muy tristes, porque no se despiden de sus familiares. En casi todos los casos están sedados y no pueden hablar”.
Pero hay un desprecio a estas palabras. Hay un egoísmo monstruoso en muchos. Y el problema no es el aislamiento. El verdadero problema de esos (póngale aquí el adjetivo que guste) es que en el confinamiento no son nadie.
Tampoco lo son en la colectividad, en las reuniones entre amigos, aunque así se sienten un poco más visibles, independientemente que se los lleve el carajo y ellos nos lleven al carajo con sus actitudes de psicópatas.
A las siete con ocho minutos de la noche del martes, José Luis Alomía, director de Epidemiología de la Secretaría de Salud, reporta la cifra abominable. Es la jornada más letal desde que se registró el primer deceso por la Covid-19, el pasado 18 de marzo. Son 406 fallecimientos en 24 horas, es decir, 74 más que el lunes en la noche, cuando se reportaron 332.
E inevitablemente viene a la mente la guerra. Un pasaje apocalíptico de la Segunda Guerra Mundial. Puede ser. En ese conflicto se demostró, más que en cualquier otro, la capacidad de destrucción y de odio entre los seres humanos.
Viene a la memoria el libro Kaputt, de Curzio Malaparte, un gran reportaje que, según Ryszard Kapuściński, quizás el reportero más grande de todos los tiempos, anota en su libro Los cinco sentidos del periodista, “nadie puede llamarse periodista si no ha leído este libro”.
“La mañana era límpida, el aire, lavado por la tormenta nocturna, brillaba sobre los objetos como un barniz transparente. Me asomé a la ventana y miré hacia la calle Lapusneanu. La calzada aparecía llena de cuerpos humanos caídos en airadas posturas. Las aceras aparecían también cubiertas de cadáveres, apilados unos sobre otros. Algunos centenares de muertos estaban ya amontonados en medio del cementerio. Bandadas de perros pululaban husmeando con aire asustado, ese aire temeroso y humilde del perro que busca a su amo. Y al moverse entre los pobres cuerpos, lo hacían con delicadeza, casi temerosos de pisar aquellos rostros llenos de sangre, aquellas manos crispadas…”
Es un lenguaje bélico. Tiene que ser así. Pero no es el léxico guerrerista de los amantes de la muerte. No es la terminología del irresponsable, del cínico, del mentiroso, del egoísta que nunca piensa en el “nosotros”, sino única y exclusivamente en el “yo”…
Magdalena Madero, jefa del Departamento de Nefrología del Instituto Nacional de Cardiología, lo resume en pocas palabras: “Para los médicos, el Covid-19 es la Tercera Guerra Mundial, pero esta vez, la batalla es contra un ejército invisible”.
Y sí. Lo que nunca van a entender esas personas es que ellos serán los responsables de más muertes, de más sufrimientos, de más dolor, de más llanto, de la prolongación de encierros, de la perpetuidad de la injusticia por las personas que no pueden hacer una cuarentena por cubrir sus necesidades básicas, por los confinamientos de violencia que padecen miles de mujeres…
A unas horas del anuncio de esas cifras desgarradoras, en una sola manzana se desarrollan cuatro reuniones en departamentos con la asistencia de entre cinco y diez personas. Novios en relaciones tóxico-románticas no dejan de verse, de abrazarse, de besarse, de ir a sus casas y esparcir la peste. Es el permanente individualismo. Es el “yo” al principio y el “yo” al final. “Los otros que se hagan bolas”.
Niños con sus padres en los juegos del parque. Repartidores de comida en petit comité echando el trago después de la jornada laboral. A menos de metro y medio de distancia. Unos tosiendo, otros estornudando, por ahí alguien escupiendo y hurgándose la nariz. Empresarios que burlan las normas sanitarias y que exigen a los trabajadores “no parar”, a pesar de la expansión exponencial de la plaga.
Hijos y nietos visitando a los abuelos. Dementes atacando a personal médico. Terraplanistas insistiendo que el virus no existe. Criminales que se hacen llamar youtubers paseándose impunemente por las calles y presumiendo que están infectados. Generadores de miedo, de desinformación. Expertos de ocasión en epidemiología… sarta de sicarios del medioevo.
Y sí. Claro que habrá culpables después de todo esto. Claro que habrá responsables. Hoy son muy visibles. Fanfarronean de su supuesta inmunidad. Se burlan y se jactan de su crimen invisible.
Hace 38 años el gran Gabriel García Márquez, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 1982, dijo: “Me niego a admitir el fin del hombre”.
Y sí. En esa tónica, afortunadamente, están muchos.
Y dice Gabo:
“Frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.