Texto y foto: Rivelino Rueda
Este sentimiento de aislamiento e impotencia,
es algo de lo que el hombre común
no tiene conciencia.
Se oculta la rutina diaria de sus actividades,
así como la aprobación que halla
en sus relaciones privadas y sociales.
Erich Fromm/El miedo a la libertad
Puntual, el señor del rehilete plateado lanza el chorro de agua a la calle. El ritual milenario para atrapar las malas vibras en un recipiente de cristal con líquido tal vez hoy surta efecto.
Ya son quince años de soportar la basura microscópica que arrojan las vecinas del segundo y tercer piso. Nunca fallan. Ellas también son puntuales.
En esta historia de tres lustros todo se trastoca. El exquisito delirio de sugestiones de Don Mariano, el señor del rehilete plateado, y la saña artera de las vecinas de arriba.
Uno vive en un encierro permanente por el temor de todas las pestes, las actuales y las que asolaron a Egipto en el Antiguo Testamento. Ellas viven para sacudir sábanas, frazadas, cobijas, toallas, ropa y alfombras. De vez en vez también las trusas disecadas de ellas y de los esposos.
Mariano tiene un acento colombiano, pero no es de Colombia. Tiene un aspecto de ermitaño portugués, pero no es de Portugal. Tiene una mandíbula recia y una nariz de gancho, como griego o como italiano, pero no es de esos países.
Bebe alcohol como ruso y come chicharrón de cazuela como michoacano. Pero tampoco es de la nación de Dostoievski ni de las tierras del “Tata” Lázaro. Nunca ha dicho de dónde es, aunque todos suponen que es chilango.
Conserva desde hace mucho tiempo un rehilete plateado en una de las macetas que cuelgan de su ventana. Ahí lo plantó sin explicación alguna. El pequeño molino de viento mueve sus aspas lunares cuando no hay viento y permanece quieto con las ráfagas de aire.
De vez en cuando el hombre del rehilete plateado asoma su cuerpo para podar, con unas minúsculas tijeras, las dos enredaderas que caen al vacío y un pequeño cactus erecto de espinas amenazantes. Lo hace con un cubrebocas, con guantes de látex amarillos y con la infinita paciencia de los orfebres.
Don Mariano es demente y auténtico a su manera. El encierro decimonónico lo ha moldeado así. Férreo. Huraño. Silencioso. Desconfiado. No podía ser de otra forma. Todos los días le llueve materia extravagante a él, a sus plantas, a su vaso con agua para ahuyentar las malas vibras… a su rehilete plateado.
Trenzar las mandíbulas, fruncir el ceño, tragar palabras y sacudir el polvo con un trapo de gasa blanca son las formas de desahogar la rabia. Allá arriba, en los departamentos del edificio rojo de las calles de Dr. Andrade y Concepción Méndez, en la Colonia Atenor Sala, las vecinas también se dan vuelo subiendo y bajando bolsas de mandado con un cordón.
La misma mecánica se sigue hasta quince veces al día. A falta de elevador, pero sobre todo a falta de ganas, el comercio en esos ventanales fluye a través de subidas y bajadas de bolsas. No queda de otra. El mismo señor del rehilete plateado ya se enganchó con estas formas.
Por ese resquicio de metro y medio, entre los ventanales del edificio rojo y los cables de alta tensión –donde se ven caer aves electrocutadas y desquiciadas ardillas negras con ínfulas de soberbias equilibristas– es por donde entran y salen los “mandados” del día a día. Todo pasa por ahí. Es una especie de la nueva ruta china de la seda.
Don Mariano está obligado, por su encierro permanente, a buscar “mandaderos” para el aprovisionamiento. La Covid-19 ha perpetuado el confinamiento ponzoñoso, tóxico. Hoy Nicolás, el barrendero, ya es un aliado vital para el viejecillo de unos sesentaitrés años.
Nico recibe el dinero para los “encargos” de manera puntual. A las nueve de la mañana, luego del ritual del lanzamiento de agua “atrapa malas vibras”. El contorno del líquido aún está plasmado en la banqueta cuando Don Mariano baja la bolsa. Dentro van los encargos anotados de puño y letra en un papel de cuaderno. En cuarenta minutos ya está listo el pedido.
El señor del rehilete plateado y el muchacho de las escoba de ramas secas se llevan pesado. Nico lanza un chiflido peculiar debajo de su ventana y Don Mariano se asoma para bajar la bolsa de mandado con una cuerda.
“¿Ya anda pedo o apenas va a empezar a chupar?” Don Mariano lanza una carcajada y le dice a Nicolás que se quede con el cambio.
“Ahí van los dos pomos que me pidió, el chicharrón, las tortillas, la salsa y el queso-crema. También las cocas, los limones y los cubrebocas. No se me vaya a poner muy borracho. El alcohol para el coronavirus es por fuera, no por dentro”.
Ahora los dos estallan en una risa sonora, contagiosa.
Pero al mediodía todo da un vuelco radical. Don Mariano habla. Y habla fuerte. La vecina del tercer piso dejó caer imprudentemente la bolsa de las provisiones y chocó directamente con el rehilete plateado.
El viejecillo se asoma a la ventana. Observa al nieto de la vecina, un muchacho de unos diecinueve años. No dice nada. Luego saca la mitad del cuerpo y lanza una mirada luminosa a la vecina de dos pisos arriba.
–¡Vecina! ¡Oiga vecina!—grita fuerte el señor del rehilete plateado.
–¿Si Don Mariano?—revira la señora con voz tímida, como esperando lo peor.
–Oiga, cuando venga el señor que le trae carne me puede avisar por favor. Necesito pedirle unas cosas. Si es tan amable.
–¡Seguro que sí Don Mariano! ¡Le aviso sin falta!
Día 28 de la peste por la Covid-19. 406 decesos. 5 mil 399 casos confirmados. Puede que el bichito asesino también esté cambiando algunas cosas.p