Día 16: Sinos de rumorología en los días de pandemia

El rumor del río llegaba a jirones,

como un crujido de pies descalzos

deslizándose sobre la hierba.

La noche era oscura,

densa y viscosa como miel negra.

Curzio Malaparte/Kaputt

Por Rivelino Rueda

Foto: Camila Rueda Loya

Silenciosa. Invisible. Letal. La peste avanza. No es la plaga de alacranes en las copas de los árboles.

No es la peste de moscos carnívoros que arrebatan el sueño. Ni de chinches ni de pulgas carnívoras. Los piojos, los ácaros y las liendres incluso son gigantes a su lado. La plaga invisible avanza y las leyendas se bifurcan ante el miedo.

“Yo leí que ya está en el aire. Que también está en el agua que tomamos”. Noé no busca alarmar a los vecinos del edificio, pero así, sin más escribe el comentario en el chat de los condóminos enclaustrados desde hace dos semanas y media.

Son pequeñeces que se meten por los poros. Que se impregnan sutiles en la histeria colectiva. La peste que, dicen, no se contagia entre seres queridos. Que sólo emana de los otros. De los extraños. De los contaminados.

“Mi tía Lourdes mejor se fue con su esposo y sus cinco hijos a Los Mochis para no contagiarse. Ahí se van a quedar en una casa donde viven sus cuatro hermanas y sus trece hijos”.

Fabián, el carpintero, mantiene atrapados con su plática a un grupo de amigos y clientes afuera de su tapicería. Ilumina con su verbo los tratados ancestrales y contemporáneos de las pandemias. Nadie sabe más que él de pestes o cataclismos. Nadie avizora más el sino de la infección y de sus alcances.

Observa frenético, desquiciado, el paso de los perros y sus paseadores. Y señala con desprecio: “¡Ellos son portadores! ¡Sus mierdas transmiten el virus!”

Todos quedan petrificados. Los canes lo ignoran. Siguen su camino. Los humanos caminan aprisa y con el rabillo del ojo observan a Fabián, el pregonero de la rumorología.

Doña Viviana tose pavesas incandescentes en una servilleta que ya tiene el aspecto de pan mojado. Los mocos de la anciana resbalan por los dedos. Respira con dificultad cuando pasa la mercancía por el lector del código de barras.

“Usted disculpe, es un pequeño resfriado”. Alguien en la fila comenta que el milagro sería que la señora no tuviera coronavirus, sino que el verdadero milagro es que en un Oxxo estén las dos cajas abiertas.

Que ya hay más cucarachas gigantes en las noches. Que es porque presienten el hedor de la tragedia. Que ya vieron a un gato retorciéndose de fiebre. Que muchas aves ya se están estrellando en los ventanales de los edificios.

Que en la luna y las nubes dibujaron anoche el perfil de Satán. Que el vecino ya decretó unilateralmente la Fase Tres y todos le creyeron. Que lavarse las manos no sirve de nada. Que esa es una estrategia de rusos, gringos y chinos para apoderarse del agua dulce del planeta.

Que Don Fili, el de la recaudería, en 2009 sobrevivió a la influenza AH1N1 y es uno de los que ya se recuperó del Covid-19. Que anda diciendo que se ha sentido peor en dos o tres crudas en su vida. Que esto es un simple bichito.

“¡Ya no vayan para Doctor Barragán y Morena! ¡Acaban de recoger a un infectado! ¡Ya ven que allí todos son árabes! ¡Dicen que lo trajo de allá!” El señor lanza el mensaje apocalíptico, se sube a su bicicleta y deja a todos los clientes de la tienda de abarrotes El Palmar en estado de shock.

Y sí. En ese punto se registró el caso de un adulto infectado con Covid-19. Hace una hora, paramédicos de una ambulancia privada se lo llevaron en una cápsula de oxígeno montada en una camilla.

“Dicen que andaba con la mesera de acá de las memelas y con la muchachita que vende tamales en la noche afuera del Oxxo. O sea que esto ya va a ser incontenible”.

Don Abimael no se tienta el corazón. Es uno de los miles de rumorólogos que hoy existen.

Es el día 16 de la pandemia.

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