Día 15: #QuédateEnTuAuto; los otros confinamientos por la peste

 

Por Rivelino Rueda

Foto: Mónica Loya Ramírez

Uno de los síntomas de la enfermedad

que me consume es la fiebre,

constante y agotadora.

Sube mucho por la noche,

y entonces

se tiene la impresión de que

son nuestros huesos los que la irradian.

Como si alguien nos colocase en la médula

espirales metálicas y las conectase

a la corriente eléctrica.

Ryszard Kapuściński/Ébano

 

Para Don Fermín el encierro por la peste es a medias. De nueve a nueve está afuera del Topaz blanco, modelo 1992, que adquirió de agencia. Las otras doce horas sí cumple el confinamiento por el Covid-19. Bueno. Eso lo ha hecho en los últimos 22 años. La casa de Don Fermín es su automóvil.

Tiene el aspecto de ermitaño bíblico. De alquimista tozudo. Colecciona frases sueltas, máquinas registradoras inservibles y macetas con flores secas. Huele a metal oxidado. Habla poco y “su casa” es la parada natural de miles de abejas.

En dos semanas cumple sesentaidós, aunque parece de trescientos cuarenta. Es del sector de la población que tiene que mantener un “resguardo domiciliario estricto”, según las nuevas medidas extraordinarias anunciadas por la Secretaría de Salud el lunes en la noche.

Vaya paradoja. Fermín mece su enorme y descuidada barba milenaria. Arranca de ella unos trozos de frituras que devoró hace unas horas (puede que hace dos siglos). Medita y resuelve: “Si me quedo ahí adentro –señala su auto, su casa—me derrito como muñeco de cera o me congelo como alpinista sin suerte en el Everest”.

Don Fermín parece haber sobrevivido a mil pandemias. Pero la que más recuerda fue la de diciembre de 1994, aquella conocida como “el error de diciembre”, que lo despojó de todo su patrimonio. Bueno. Menos de su Topaz blanco modelo 1992, estacionado en la esquina de las calles de Orizaba y Chiapas, en la Colonia Roma Sur, desde 1998.

El auto, sí, ya es una casa más en esa zona. Convive con la arquitectura porfirista afrancesada del lugar. El señor Fermín es un vecino natural del lugar. Todos lo conocen. Todos le acercan siempre algo que pueda necesitar: sopa, guisados, tortillas, postres, tacos, agua fresca, fruta. Y él, en un gesto de agradecimiento, barre todas las mañanas las banquetas y los portones de las casas aledañas.

Mantiene el equilibrio por sus enormes zapatos tenis. Usa sombrero de pescador del Mediterráneo. Come de pie y convida su alimento a abajas, libélulas y otros insectos que deseen darse una vuelta por sus recipientes de crema Alpura. No teme a la pandemia. Dice que “esa está presente todos los días, entre todos los seres humanos”.

En sus largas uñas de caparazón de tortuga debe de haber pestes de otros tiempos. En su barba agrietada de pelusas remotas debe existir una fauna agreste. Dice temer más a los hombres que a un bicho. Lo dice con melancolía. Lo dice añorando a la mujer y a las dos hijas que lo abandonaron cuando perdió todo en la crisis del 94, y lo poco que le quedó lo dilapidó en vicios lastimeros.

Dentro de su domicilio apila libros viejos y periódicos amarillentos. Lee bajo el tablón que adorna el costado izquierdo de su Topaz modelo 1992, mimetizado por las plantas y máquinas registradoras que conserva con orgullo.

Don Fermín no teme a la peste. A sus sesentaiún años y quiere vivir otros mil. Con su auto, sus plantas y sus máquinas inservibles.

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