Desapariciones y feminicidios: perpetradores y cómplices están en las instituciones

Por Rivelino Rueda

En las ciudades, 

todo el día 

se lo pasaban tocando a rebato; 

los llamaban a todos; 

pero quién ni para qué los llamasen, 

ninguno lo sabía 

y todos andaban asustados.

Fiodor Dostoyevski/Crímen y castigo

Doña Ceci Patricia Flores, fundadora de las Madres Buscadores de Sonora, escribió a las 8:28 de la noche del jueves 14 de abril en su cuenta de Twitter quizá uno de los textos más desgarradores de nuestros tiempos:

“Traigo un nudo en la garganta. Creo que encontré a mi hijo Marco en la búsqueda de hoy. Reconozco su dentadura y forma de cráneo. Siento que me derrumbo”.

Unas horas después, el sábado 16 de abril, otra noticia corrió implacable y dolorosa. 

Doña Rosario Ibarra de Piedra, la luchadora social que inició la larga y devastadora lucha para la presentación con vida de los miles de desaparecidos en México a lo largo de las últimas cinco décadas, murió en Monterrey, a los 95 años de edad.

La indómita mujer, siempre vestida de un luto cerrado y siempre portando en el pecho, a un ladito de su corazón, un camafeo con la fotografía de su hijo Jesús Ibarra, desaparecido el 18 de abril de 1975 por agentes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), cerró sus ojos de inagotable esperanza, de inigualable fortaleza.

Y sí. A la espera de que “Rafita”, como llamaban a Jesús en la clandestinidad de la Liga Comunista 23 de Septiembre, le susurrara al oído “Mamá ya llegué, ya estoy aquí”. 

El régimen autoritario y asesino se fue socavando por figuras como Doña Rosario Ibarra. La férrea lucha de la mujer de cabellos alborotados fue minando el cinismo de los poderosos. 

Las cartas, los gritos de rabia, la protesta, el “plantón”, la exhibición de los excesos, el cara a cara con los presidentes en turno dieron paso a lo inevitable: el inicio de la apertura democrática en México, que rindió sus primeros frutos con la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE) entre 1977 y 1978.

Todo ello, aunado a las leyes de amnistía a las mujeres y hombres que participaron en movimientos armados durante la mal llamada “guerra sucia”, en 1978, y donde también participó activamente Rosario Ibarra, fueron resquebrajando los cimientos de un partido todopoderoso que llegó al extremo de aniquilar y desaparecer a cientos de jóvenes con el único propósito de darle continuidad a la simulación democrática en el país.

En las elecciones intermedias de 1979 llegan a la Cámara de Diputados los primeros legisladores del otrora clandestino Partido Comunista Mexicano (PCM). Luego se desencadenaron las vertiginosas transformaciones en el sistema político-electoral del país. Y Doña Rosario siempre ahí, siempre presente.

El fraude electoral de 1988, donde fue candidata presidencial por segunda vez consecutiva por el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT); el levantamiento indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, en 1994; la reforma electoral de 1996 que ciudadanizó al entonces Instituto Federal Electoral (IFE).

Luego, la elección federal intermedia de 1997, donde el PRI pierde por primera ocasión la mayoría absoluta, así como el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas para la Jefatura de Gobierno del entonces Distrito Federal, en la primera vez que los capitalinos eligieron a sus representantes populares.

Después la derrota del PRI en los comicios de 2000. El fraude electoral de 2006. Las nuevas reformas político-electorales de 2007. El regreso del PRI a la Presidencia de la República y el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en las elecciones de 2018.

Y Doña Rosario siempre ahí, siempre presente… siempre firme en su lucha, siempre exigiendo la presentación con vida de los desaparecidos, los de las décadas sesenta, setenta y ochenta, pero ahora también los de casos como las desapariciones y feminicidios en Ciudad Juárez, a principios de la década de los noventa, y los de la llamada “guerra contra el narcotráfico” desencadenada por el panista Felipe Calderón en 2006.

La cruenta batalla de cientos de miles de familiares de desaparecidos en México a lo largo de seis décadas (98 mil casos, de acuerdo con el Comité de Desapariciones Forzadas de las Naciones Unidas), sobre todo encabezada por cientos de mujeres, madres, hermanas, esposas, obligan a replantear un nuevo contrato social entre la ciudadanía y los gobiernos.

Y es que ayer y hoy el elemento clave en esta abominable práctica es la participación de elementos de seguridad del Estado mexicano, gobernantes en turno, alcaldes, legisladores, empresarios, ministerios públicos, jueces, ministros, funcionarios públicos que, en colusión con grupos del crimen organizado, han convertido al país en una inmensa fosa común.

La dimensión de las desapariciones en México no se puede entender sin que exista el escandaloso nivel de impunidad en estos casos. Nada se puede entender si las propias autoridades no asumen que, o están involucradas en este horror cotidiano, generalizado y sistemático, o están ahí para proteger a los causantes y financiadores de este terror.

Y sí. Con todas sus letras: del enorme negocio que esto representa para toda la cadena de criminales involucrados en las desapariciones.

Los culpables de estas atrocidades, los que están enquistados en las instituciones de todo el país, no pueden estar un minuto más en esos cargos que los han dotado de impunidad, a ellos y a los delincuentes que protegen.

No pueden estar un minuto más en la calle, en las oficinas gubernamentales, detentando el poder, funcionarios que (desde el presidente de la República, sea quien sea, hasta el policía municipal de tránsito), en casos de desapariciones, homicidios y feminicidios, argumenten o que defiendan tesis como la llamada “verdad histórica”, el “error humano masivo” o “el le pasó eso porque andaba en malos pasos”.

Marisela Escobedo, la gran Marisela Escobedo Ortiz, asesinada enfrente del Palacio de Gobierno de Chihuahua el 16 de diciembre de 2010 por exigir justicia en el feminicidio de su hija Rubí Frayre Escobedo, es el ejemplo más acabado de la lucha por acabar, de una vez y para siempre, con la impunidad en el sistema político y de justicia en México, pero además por erradicar los estrechos lazos que los unen con el crimen organizado.

Marisela, como Doña Rosario, como Ceci Patricia Flores, así como miles y miles de madres de desaparecidos, son mujeres que se atrevieron a levantar la voz, a enfrentar al poderoso cara a cara, a deambular por fosas clandestinas, cárceles, hospitales, ministerios públicos, cementerios, cuarteles militares, instalaciones forenses, pozos, basureros, ríos, lagunas, cerros, bosques, desiertos, para encontrar a los suyos.

Pero ellas no tenían que hacer eso. Eso correspondía y corresponde al Estado. Y en este país siempre ha ocurrido así. 

¿A qué le temen las autoridades en ir a fondo en estas desapariciones, en estos asesinatos, en estos feminicidios? ¿A encontrar sus nombres y los de sus protegidos, sus socios criminales, en esas investigaciones, en esas fosas, en esos basureros, en esas cisternas de hotel?

La carga histórica y la carga moral que tenemos por delante, las cuentas que tenemos que rendir a nuestras hijas e hijos, la versión que tenemos que darle a las futuras generaciones, no puede ser la de “ellos ganaron”, “no pudimos hacer nada”.

Si se tienen que resquebrajar todas las estructuras institucionales para el esclarecimiento de este horror, que se resquebrajen. Que no quede piedra sobre piedra. Lo que está podrido se erradica y se cosecha algo nuevo. 

Si las autoridades son incompetentes ante estas atrocidades, por acción, por omisión, por vínculos, por compromisos o por negocios con los perpetradores de estos hechos, que se vayan para siempre de sus cargos, que paguen sus penas en procesos justos, y que nunca más pretendan llamarse “servidores públicos”.

Resulta urgente para toda la sociedad asimilar y repensar esa frase que nació en el Comité ¡Eureka!”, del que fue fundadora Doña Rosario Ibarra de Piedra, esa que dice “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”

En esas siete palabras se conjuga el futuro de México, el devenir de un país que ya no puede permitir que, de la noche a la mañana, una persona sea borrada de la faz de la tierra por estructuras criminales encabezadas, cobijadas o protegidas por el Estado, y que aparte no pase nada.

@RivelinoRueda

¡Subscríbete a nuestro newsletter!

Related posts