Por Astrid Perellón
Llega el gran día de regresar y algunos sentimos una pesadez, otros un hueco de expectativa en el estómago. Sin embargo, los síntomas generales de terminar las vacaciones decembrinas y Reyes son descritos como sensación de irrealidad (como haberse chutado un maratón de una serie, llegar al final de temporada en un abrir y cerrar de Netflix); también puede semejarse a finalizar un buen libro que lo tuvo a uno embebido y no tener con quién conversarlo. The-party-is-over-kinda-feeling.
Aunque nos guste nuestro trabajo, el cambio se resiente. Es una cruda tras una larga dosis de felicitar a diestra y siniestra, intercambiar buenos deseos hasta con el apático, tragar y beber como si no hubiera un mañana; cruda de abrazos, dormir hasta tarde, encogerse de hombros frente al refri y ordenar comida. Semeja desprenderse de un cúmulo de sábados que se instalaron en el cerebro, programándonos para sentir sosiego, desapego; Regodearnos en la ilusión de la bondad de la gente, la eternidad del descanso y el valemadrismo de divertirse por cualquier razón.
Pega igual o quizá más que la cuesta de enero, usualmente atribuida a las finanzas. La cruda de enero cuesta más trabajo porque nos recuerda que ya no somos niños, que Santa Claus no viene todos los días y que comer y beber no es tan divertido si hay que cuidarnos.
El panorama pintaría mejor si atendiéramos la fábula del aquí y el ahora donde unos lentes, al ser usados, tenían tal percepción y agudeza que podían desenmascarar la calidez en medio de una tormenta. Quien los usara corría el riesgo de querer pararse bajo la lluvia torrencial, percibiéndola como una cobija de complicidad, en lugar de como una cortina de resfriado potencial. ¡Algo así podría usarse todo el año! No obstante, también tenían la cualidad de mostrar con suma claridad que nadie más los traía puestos. Por esa sola razón, muchos se quitaban los lentes… No fuera a ser que se vieran diferentes al resto.