Por: Francisco Daniel Hernández Reyes
Un grupo de hombres bien vestidos entra a la habitación de una joven soltera de clase media. El silencio se convierte en música incidental mientras, de la nada, más chicas aparecen en escena y todos comienzan a bailar un arrabalero danzón.
Uno se destaca por el resto y no, no es Tin Tan, quien también sale a cuadro. Es un chamaco de 17 años que se mueve como ningún otro. Salta. Se agacha. Mueve las piernas a toda velocidad. Se sube al piano que adorna el cuarto y ahí realiza con maestría el paso que años más tarde haría famoso Michael Jackson: el “Moonwalk”.
Es la película mexicana Colegio de verano, estrenada en 1959. Ese chamaco se llama José Luis Ramírez Malagón.
“Yo bailaba mejor que ‘Resortes’, mejor que Tin Tan, que Roberto Cobo, mejor que nadie”, afirma José Luis en su caseta de cobro en el Boliche Churubusco, lugar donde trabaja acomodando coches desde hace ya 16 años.
Es casi media noche. El boliche también es mi lugar de trabajo. Regreso en las noches al salir de la escuela para hacer cuentas y planificar el día siguiente. Mi coche está en el taller y me veo esperando el taxi sentado junto a “Resortes”, apodo que le hemos puesto en el trabajo a José Luis.
Vemos Animas Trujano, otra película mexicana del siglo pasado. “Resortes” no sabe hacer nada más que ver películas nacionales de la época de oro. Le apasiona, le recuerda otros tiempos. Es una filmoteca viviente.
Su cabello cano, barba crispada, lentes unidos con cinta de aislar por el medio, un chaleco de cuadros rojos y pantalones negros, son el atuendo del otrora mejor bailarín de México. Toma café en un bote de crema sucio y porta en su dedo índice derecho el “Anillo Doble A” que lo convierte en un rehabilitado.
“Yo tuve las mujeres que quise, siempre tenía dinero, pero dinero a madres, no mamadas”, presume sin apartar la mirada del televisor en donde Toshiro Mifune, actor japonés, protagonista de Ánimas Trujano, se mueve con la gracia de un toro de lidia.
El frío que ya se siente decembrino arremete cruel contra nosotros. “Resortes” me ofrece de su café. Declino la invitación al momento que le pregunto: “¿Por qué no seguiste haciendo películas?”
“Yo bailaba mejor que nadie”, apura a responder. “Era carismático y noble. A mí me dijeron: <<Tú bailas muy bien chaval, pero aquí la estrella es Tin Tan, es el que vende>>, y pues me tiré al alcohol”. El silencio reina. Aquí, en la vida real, no hay música incidental.
“Bebí 34 años de mi vida sin detenerme. Tuve como 20 hijos que están regados por todo el país. Sólo veo a uno. Conocí todos los cabarets. Me acosté con todas las putas de la ciudad. Yo era un cabrón”. Su cara se torna dubitativa a la vez que saca de su bolsa trasera una cajetilla de cigarros Delicados sin filtro y me ofrece uno. Estira su mano sucia, callosa y maltratada. Esta vez la oferta es más seductora. Acepto sin chistar.
“Pero llevo ya 18 años sin gota de alcohol. Ahora soy padrino en un grupo de alcohólicos Doble A. Allá sí me respetan. Allá soy el señor José Luis. Allá me hago cargo de todos los hijos que no cuidé en el pasado. Quién sabe, igual uno o dos son mis nietos”, suelta una carcajada que me contagia.
“Yo llegue al boliche por azares. Aquí me venía a dormir en las madrugadas que andaba de pedo. Carlos, el encargado de aquel entonces, me ofreció trabajo y pues le dije que sí. Yo creo que fue gracias a él que dejé de tomar. En paz descanse el cabrón”.
Miro hacia la ventana que da a la calzada. El taxi que pedí se estaciona enfrente. Apuro a levantarme y anunciar mi despedida.
“Mira”, me detiene José Luis, levanta su pantalón a la altura de la rodilla. “Si no tuviera todas estas operaciones en la pierna podría seguir bailando igual”. Yo sonrío. Le agradezco la plática y las anécdotas del corazón.
En Internet dicen que el bailarín de esa mítica escena se llama Fernando Alcaraz Villaseñor. Otros, que se trata de Tommy López “Alambritos”. No existe un consenso. Por ahora, y sólo por ahora, para mí ese bailarín se llama José Luis Ramírez Malagón.
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