Fulano Pérez Torres

Por Astrid Perellón

 

¡Levante la mano a quien, durante su infancia, le llamaban por su nombre completo cuando estaba metido en problemas! A la mayoría sí. En tiempos de bonanza uno era <<El Gordo>>, <<Mi Princesita>>, <<Chaparrita>>, <<Campeón>> pero en medio de nuestros tropiezos o trastadas nos escuchábamos llamar con aquel nombre que se esmeraron en escoger para nosotros. Nuestro(s) nombre(s) junto a los orgullosos apellidos se convertían en símbolo de deshonra.

 

¿Puedes anticipar el resultado de tal incongruencia educativa o hace falta una fábula del aquí y el ahora para estimar el impacto de tal práctica?

 

Por el bien del argumento, hela aquí:

 

En una tribu en no sé dónde, los niños, al llegar a cierta edad que no recuerdo, se ganaban el respeto y un lugar entre sus mayores a través de una prueba. Se les despojaba de su identidad con la ayuda de un anciano disfrazado de niño. Aquel sabio imitaba al niño a prueba, arremedándolo con estudiada perfección en cada movimiento, expresión y palabra.

 

Finalmente, el niño ponía atención en lo que él mismo hacía, observándose a través de lo que el anciano ejecutaba de manera idéntica en la distancia. Tras varios días, el anciano gradualmente terminaba guiando los movimientos, conduciendo ahora al niño alienado. El anciano disfrazado entonces pretendía matar a otro niño y la pantomima dejaba petrificado al niño a prueba. Quien mostrara señales de sentir culpa, se le revelaba que todo se trataba de un juego y se le permitía volver entre los niños pero sólo aquel niño que mostraba claridad sabiendo que no era el autor de aquella atrocidad, se le permitía tomar su lugar entre los adultos.

 

Por supuesto que para superar pruebas que nos hagan dudar quiénes somos y lo que somos capaces de hacer, debimos antes tener un hogar donde se reafirmara nuestra identidad con dignidad y claridad. Eso lo saben en aquella tribu perdida en los cuentos.

 

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