Mi vida sin rosa

Una reflexión sobre la desigualdad de género a través de  la visión de la autora.

“La cuota de género me parece una de las formas de discriminación de género más aceptadas y promovidas por lo políticamente correcto”.

“Pensar en rosa en una extensión de la educación de las princesas, a las que se les trata con pinzas porque se quiebran”.

 

Por Miriam Mabel Martínez

 

Lunes 12 de enero, 2015.- Me considero parte de una generación unisex. No sólo porque me puedo comprar zapatos de hombre o porque en mi etapa Grunch adapté la ropa de mi papá a mi estilo. Nunca aprendí, aunque mi mamá se empeñó en enseñarme, de qué lado van los botones en las camisas para hombres y en las blusas para las mujeres. Aprendí a planchar y a cambiar llantas como formas de sobrevivencia y sin cuestionarme la igualdad de género.

 

De niña ayudé a pintar mi cuarto y también a hacer. Me gusta usar rímel de vez en cuando, tengo una especial fascinación por el mundo de la moda no en cuestión de marcas sino como identidad. He usado el cabello larguísimo y cortísimo, “de niño”, dirían por ahí, me encanta el color rosa, los vestidos y las botas “de albañil”. Podría ser clasificada una “niña-niño”, al estilo de La princesa caballero, caricatura con la que crecí.

No creo en las clasificaciones y menos en las que se pretenden igualitarias, cuando lo único que evidencian son la desigualdad.

 

Tampoco me considero igual que un hombre, aunque pueda calzar sus mismos zapatos metafórica y literalmente. Mi fuerza es distinta, y lo agradezco. No me molesta cargar el garrafón del agua y sí necesito el arropo masculino. Puedo defenderme (y sé) y hacer yaps; sin embargo, sentirme protegida me es casi un instinto del cual me siento orgullosa, tanto como de mi gusto por preparar una cena aunque mi compañero tenga mejor sazón que yo. Lavo los trastes porque me desestresa y el box es mi deporte favorito.

 

Me gusta ver a mi pareja con camisas rosas, al igual que el azul pastel lo hacen verse más guapo. También me agrada ver que él no tiene empacho en saludar a sus hermanos, primos y amigos de beso. Me gusta lucir bonita para él y no me siento objeto cuando me mira con deseo.

 

Tampoco me incomoda la mirada de otros hombres cuando me pongo minifalda, como no oculto mi gusto al ver a un hombre guapo. Me gusta expresar mi feminidad tanto como me seduce la testosterona. Y no me avergüenzo de ello. Al contrario. Quiero vivir en igualdad económica y de oportunidades sin géneros. Me ocupa la factibilidad de un mundo unisex.

 

Creo en la igualdad de género y como, la gran mayoría de las mujeres he vivido situaciones misóginas y machistas, pero también he experimentado, como hombres y mujeres, la injusticia, el clasismo… la discriminación, y por ello estoy en contra de los privilegios como una forma de “equilibrar” dicha discriminación.

 

La cuota de género me parece una de las formas de discriminación de género más aceptadas y promovidas por lo políticamente correcto, que –aquí entre nos– es uno de los peores enemigos del humor y, por ende, del ejercicio de la inteligencia.

 

No creo que dicha cuota ni las excepciones rosas nos emparejen en la vida cotidiana. Para acabar con la cultura machista hay que creer en la igualdad de oportunidades, y eso aún no sucede porque sigue habiendo diferencias en los sueldos, preferencias, leyes y prácticas excluyentes que lejos de equilibrar el enfoque masculino, de promover los derechos de las mujeres y de educar hombres y mujeres más solidarios (sin acabar con los ritos en los que se enaltece la masculinidad y la feminidad), se “educa” no para entender al otro, sino para simplemente tolerarlo.

 

Más que aprendernos en las diferencias y así compartir nuestras coincidencias, crecemos soportándonos. ¿Resultado? Una agresividad creciente de ambas partes que buscamos en el opuesto un reflejo. ¿De verdad queremos eso?

 

Sé que el acoso a las mujeres en el transporte público es un hecho, que las ansias masculinas de someter se viven día a día, que los insultos no se detienen y que muchos hombres se sienten con el derecho de tocar a una mujer porque para eso están. Sí, es verdad. ¿Pero separar a las mujeres sirve de algo?

 

Es un remedio demasiado misógino para ser aceptado y promovido por nosotras; resulta, tan anticuado como vestir a los niños de azul y a las niñas de rosa; tan despreciativo como decir “el último es vieja”. Me niego a subirme en los vagones exclusivos para las mujeres y en los camiones rosas como las mujeres fuéramos de una raza extraterrestre, es tan discriminatorio como lo fue el Apartheid. ¿No se trata de convivir?

La cuota de género es, desde el nombre, una imposición, un peaje que se cobra a la sociedad. Es cierto que las mujeres poco a poco vamos ganando terreno en ámbitos masculinos, que muchos de estos aún son dominados por los hombres, pero por qué no preocuparnos por ser mejores y no en exigir un puesto de color rosa.

 

No aspiro a ser un hombre, sino a experimentar una igualdad social, sin acabar con los coqueteos, con los juegos que alborotan la hormona. No creo en la literatura femenina, sino en la literatura. Hay chefs buenos y malos y nos merecemos políticos honestos e inteligentes sin importar si son ellos o ellas.

 

Quiero vivir en una sociedad en la que se respete a los hombres y a las mujeres sin importar la edad, el color, raza, clase social, subirme a un autobús en el que nadie manosee a nadie. Pero claro, es más fácil y rápido separar que educar. “Quitar la tentación” en lugar de promover el respeto al derecho ajeno.

 

Pensar en rosa en una extensión de la educación de las princesas, a las que se les trata con pinzas porque se quiebran, a las que se les acostumbra a que por ser mujeres tienen más que un privilegio, una entrada distinta. Me gusta que un caballero me ceda el lugar, pero más por una cortesía que por una cuota.

 

Quiero igualdad de género, pero una igualdad comprometida, asumida, no impuesta. Una que permee todos los ámbitos, que sea parte de nuestra educación, que aceptemos niños que quieren jugar a la comidita y niñas que quieran ser piratas, que nos podamos subir al mismo vagón sin temernos unos a los otros; me niego a adoptar una igualdad excluyente en la que de antemano me aísla.

 

 

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