Por Fernando Villanueva Vieyra
Aquella fría noche en Tlatelolco no se encontraba nadie en las calles debido a la hora. Algunos perros, que ya habían formado sus jaurías, buscaban comida en los enormes contenedores de basura. El alumbrado público funcionaba de manera intermitente, como si los faros quisieran contar algo sobre la ciudad en código morse, o si estos trataran de impedir la tragedia que ocurriría.
Una joven de aproximadamente 17, la cual se podía notar en su mirada y su tambaleo que se encontraba un poco alcoholizada. Era delgada con hombros finos pero fuertes, vestía con unos jeans, camisa de The Ramones y una camisa color roja simulando ser de un leñador, así como unos Convers negros tan desgastados que prácticamente era como si estuviera descalza.
Su cabello era completamente oscuro y un poco despeinado, quizá por la fiesta a la que asistió. Caminaba hacía su departamento de manera rápida y nerviosa debido a los comentarios que había escuchado de Tlatelolco por la noche.
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Fue cuando tres sujetos se acercaron a ella desde diversos puntos para evitar que se fuera corriendo hacia uno de los tantos departamentos. La tomaron por la espalda, sonriendo, y diciendo piropos vulgares. De inmediato la joven recobró total conocimiento de lo que estaba ocurriendo, como si el alcohol que tenía dentro de ella también deseara escapar de esa incómoda situación.
La llevaron discretamente y sin forcejear a la escuela abandonada de Tlatelolco. Era un lugar totalmente oscuro sin una entrada directa de luz, un olor terrible gracias a animales muertos o excrementos no solo de perros o gatos.
Los vidrios rotos de botellas de cerveza o jeringas de los drogadictos sonaban con cada paso de la joven. La empujaron hacia una esquina junto a unas cajas de cartón desarmadas, simulando un espacio libre de suciedad. Dos de los sujetos la sujetaron de los brazos y piernas. El otro se bajó los pantalones rápidamente, lleno de energía. La violaron.
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Los vecinos admitieron haber escuchado a la joven pedir ayuda a gritos, pero aseguraron confiada y despreocupadamente que no podían hacer nada debido a que la policía nunca entra a esa escuela por su propia seguridad, sin pensar en que hubieran podido hacer ellos con sus propias manos.
Una vez terminado el evento la joven volvió a vestirse y lloró hasta quedar dormida a pesar del frío y de agarrar una posible infección debido al lugar. Cosas tan banales como esas ya no le interesaban.
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Al siguiente día la encontraron y llevaron al hospital, rindió declaración y la dejaron ir a su casa.
¿Esta es la capacidad de las fuerzas del orden para prevenir delitos? ¿La doble moral de los mexicanos, incentivada a su vez por la pobreza generalizada que se vive en el país, orillan a ver primero por uno y después por el otro?
Los violadores aún no han sido atrapados y la orden contra ellos quedó entre una pila de otros eventos igual de penosos.