Por Alison Fernanda Flores Hernández
Foto: Eréndira Negrete
Entre lágrimas y con manos torpes, mi madre me abrazó. Ella que apenas llegaba al 1.60 y que a veces parecía frágil, pero que en momentos de necesidad se mostraba fuerte, capaz. La persona más valiente del mundo.
–Felicidades, ratón– me dijo con la voz apenas audible por el llanto, pero que resonaba orgullo hasta en todas sus letras.
***
Bajé a la cocina. Estaba hecha una auténtica miseria y a duras penas me mantuve de pie en los escalones, que ahora me parecían eternos y peligrosos. Hoy era el día.
Había esperado poco más de un mes para poder saber mis resultados. Tenía el celular en la cocina, que era el único sitio donde llegaba la señal.
“Estúpido rancho”, pensé, luego de echarle un ojo a la pantalla del teléfono y cerciorarme de que no había ninguna llamada perdida. Hoy era el día. Hoy sabría si me quedaría en la universidad o no.
***
Después de una tarde penosa, el teléfono –que parecía totalmente muerto (a propósito, sólo para molestarme)– cobró vida. Comenzó a sonar con ese tono de llamada tan desesperante que me sacaba de quicio y que, en ese instante, parecía el canto de los ángeles, que me anunciaba lo que tanto había esperado.
Entré a la cocina con las manos llenas y masticando, ¿porqué no?, unas galletas que se me hicieron muy antojables. Uno tiene sus prioridades.
–¿Hola?– pregunté, como si fuese la protagonista de Scream, en lugar de una aspirante a la universidad.
Mi madre, quien se encontraba guardando hasta lo último que había utilizado para la comida esa tarde, me miró como si me hubiese vuelto loca.
***
Cuatro de la tarde. Eran las cuatro de la tarde y todavía nada.
“Tal vez diste mal el número”, se me ocurrió mientras sacaba las albóndigas del refri. Me regalé un zape, de esos que están hechos para regresar a su lugar las memorias dispersas y de acomodarte bien la cabeza, por si algo no funcionaba como es debido.
Miré el teléfono mientras telepáticamente le informaba a la escuela que había un error que debía corregir.
Me di otro zape por eso.
***
Al otro lado de la línea preguntaron por mí.
Después de responder que era yo, quizá con un entusiasmo demasiado evidente, la voz en la otra línea me lo dijo: “Ha sido admitida en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García”.
Y, ¿cómo no?, de pronto me volví sorda y le pedí, medio en shock, que me repitiera (como seis veces más) lo que acababa de decirme.
–¿Qué pasa?– quiso saber mi madre, desesperada. Preparada para consolarme, pues había empezado a llorar.
***
Estaba emocionada. Conocería mi resultado al día siguiente y no podía estar de otra manera, a menos que contemos el comer compulsivamente como estado de ánimo.
Mamá había soportado mi entusiasmo todo el día. Ya para la noche estoy segura que habría deseado ahorcarme de haber estado segura que eso me silenciaría para siempre y que le daría un respiro de tanto parloteo.
–¡Ya deja de comer, niña!– me regañó y, entre cansados suspiros, me preparó un sándwich.
Entendía mi nerviosismo. Había preparado para mí lo que era una auténtica muestra de afecto en su estado más puro. De esas que nos brindaba a diario, con cada comida, pues mi mamá sabía muy bien que cada alimento era sagrado, que unía a la familia y que nos transformaba de nuevo en sus «pequeños tragones». Esos, los que nunca decían que no cuando se trataba de comer.
Sonrió dulcemente al verme comer mi sándwich, como si viera a su pequeña. Como si viera a su ratón.
***
–!Me quedé!– dije. Bueno, grité.
Dejé sordo a todos mis vecinos, o eso creo, pero mi mamá gritó emocionada también y, después del infarto inicial y las primeras lágrimas, me abrazó.
Celebramos ese día comiendo en la cocina, el lugar más cálido del mundo.