Por Raúl Farías Higareda
Algún día sin poder precisar la fecha, sólo sé que fue a mediados de los 80’s, me encontraba yo en la ciudad de Zamora, Michoacán, visitando a doña Celia Ramírez, mujer sin la cual varios de mis hermanos y yo nos habríamos quedado sin comer muchos días de nuestra infancia. Más de una vez esa buena mujer se quitó el pan de la boca para dárnoslo a nosotros.
Después de la reconfortante visita y de regreso al hotel Fénix, donde me hospedaba, vi un cartel que anunciaba la presentación de Juan Gabriel en un palenque de la Piedad de Cabadas.
La fortuna que da en ocasiones el no tener qué hacer ni tener compromisos ineludibles inmediatos me hizo decirme:
—A ver si es cierto, voy a ir a ver qué hace este tipo.
Y ya no fui al hotel. Me dirigí a la terminal de autobuses y me trepé en el primero de ellos que iba a la Piedad.
Al llegar a la ciudad rebocera le pedí a un taxista que me llevara al palenque y ya con mi boleto de entrada en la mano me detuve en un lugar donde una fritanguera joven y de buen ver vendía unas enchiladas estilo potosinas.
La fila de espera sumaba quizá diez clientes hambrientos y salivantes.
La perversidad de la hermosa muchacha al descubrir el suculento manjar que de seguro le representaba yo (déjenme pensar que fue así), hizo que se saltara a un buen número de los desesperados clientes y me atendiera con una sonrisa pícara (bah, les digo que no me repriman).
Después de una docena de enchiladas, le pagué y me fui a caminar para «bajar la panza» y esperar a que se abrieran las puertas del palenque.

Apenas corrieron unas cortinas que cerraban el paso y ya estaba yo tratando de entrar. En la puerta dos hombres de casi dos metros cada uno y con cuerpo de Hulk me detuvieron y me empezaron a revisar con sus manazas nada profesionales. Acto seguido me dejaron pasar.
Las gradas eran de madera y estaban asentadas sobre una estructura de metal.
Como no era (y aún no lo soy) experto en palenques, me senté “como Dios me dio a entender” en la primera fila.
—Aquí no te puedes sentar, mano —me dijo otro monstruo de mi estatura pero como del doble de peso y continuó–: siéntate de la tercera pa arriba.
No sin antes refunfuñar poquito porque no valía la pena ridiculizar a ese tipo (jeje) fui y me senté en la tercera fila a la izquierda de la puerta de acceso.
Aquel lugar empezó a llenarse rápidamente. Hombres y mujeres por igual. Un tipo pasó vendiendo flores.
—¡Flores, flores! ¡A cincuenta la docena!
Volteé a verlo y vi cómo se movía penosamente entre las gradas gritando su pregón ante la indiferencia de todos. Pensé “pobre hombre, quién le va a comprar flores. De plano se necesita ser muy…”. Y sonreí para mis adentros.
El graderío estaba dividido. Al parecer las primeras dos filas eran para la “gente bien” y las otras para nosotros los de la chusma.
En la puerta apareció un hombre como de 45 o 50 años vestido con el peor gusto que pudiera imaginarme: un sombrero de charro en la cabeza, una camisa roja con rayas azules y un pantalón de mezclilla con roturas como los que usaban y siguen usando los chavos.
Aparte de una cara cacariza que inspiraba temor y desconfianza, su nariz chata parecía desaparecer entre un bigote abultado estilo Pancho Villa. Un reflejo se escapó de algo que traía entre su prominente abdomen y la ingle. Era una pistola chapeada en oro que resplandecía con las luces del lugar.
—¿Y este buey cómo pasó seguridad? —pensé.
La respuesta la tuve cuando a su lado llegó un tipo que parecía ser su sirviente con un portafolio en la mano y se sentó a su lado.
—¿Cuánto le pusiste? —preguntó el panzón.
—Cien grandes. ¿Nos vamos a quedar a ver al Juan Gabriel, patrón? —respondió y preguntó este último.
Sin ningún miramiento el bigotón escupió hacia la arena y respondió:
—Yo vine a jugar no a ver homosensuales.
Yo iba a soltar una carcajada al oír aquello pero el brillo de la pistola me mantuvo muy calladito y seriecito.
En esos momentos entró otro hombre más joven, quizá de unos treinta y cinco años con sombrero tejano, chamarra y pantalón de cuero. También llevaba un achichincle con otro portafolio, pero éste, parecido a los que usan los cuates que llevan muestras médicas a los consultorios.
Venía acompañado, además, con una güera oxigenada de cara vulgar y cuerpo de “yocreoquenomemuevodeaquí”.
—¿Quihubo, compadre? —le dijo con su bigotito estilo Antonio Aguilar al de la pistola—. ¿Vamos a entrarle?
—Vamos a entrarle, compadre —le respondió el bigotón panzón sin quitar los ojos de “yocreoquenomemuevodeaquí”.
El recién llegado se percató y soltando una carcajada que se oyó como si le hiciera por micrófono le dijo:
—También viene en la apuesta, compadre. Si gana es suya y si pierde y le gusta, pues también. Pero ella viene a ver al Juanga.
La güera sonrió mostrando una dentadura dispareja pero ni quién se fijara en eso.
—Estamos compadre, y pos lo vemos cómo no —dijo el bigotón.
—Estamos —respondió el otro y se sentó a su lado. Su criado se fue a sentar con el del bigotón o de la pistola, ya se me había olvidado.
Empezaron a jugarse las peleas de compromiso.
—¡Cien al verde! ¡doscientos al rojo!
—¿Cuánto traes?
—¿Cuánto le pones?
—¡Muévete, verde!
—¡Ya se lo chingó!
Yo veía a los gallos y ninguno era verde. Un muchacho a mi lado me preguntó:
—¿Usté no es de por aquí, verdá?
—No —le respondí.
—Ah, sí. Se ve que usté no sabe de gallos, ¿verdá?
—Sí. Nunca he jugado, bueno una vez, pero ya no me acuerdo por cómo estaba (alguna vez lo contaré).
—Mm —sonrió y sirviéndome una copa de mezcal me dijo—: Ande, usté, le va a caer bien y a los mejor se anima.
—Ándele pues —le contesté y apuré de un trago la copa.
Nomás sentí cómo se me desgarraban la garganta y la boca del estómago, pero me aguanté como si de veras.
De cualquier forma no me animé. Pensaba “si aparto lo del camión de regreso a Zamora y a México. No. Y qué tal si pierdo y me pico. No. Y si gano y éstos me siguen sabiendo que ando solo. No. Pero si…”
Finalmente decidí que no jugaría. Pasó el vendedor de cervezas y le pedí una.
Siguieron varias peleas de gallos y yo me divertía tanto como se divierten los tenistas en un juego de rugby.
Por fin a las 11:45 de la noche salió un anunciador con micrófono en mano y gritó con voz de anunciador de la arena Coliseo:
—Buenas noches, amigos, a continuación daremos inicio al show internacional del gran cantautor michoacano y quien por primera vez actúa en el estado que lo vio nacer, el graaaaaan… Juan—gaaa—briel!
El graderío se empezó a mecer peligrosamente. Sentí que en cualquier momento caeríamos todos.
A mis espaldas escuché:
—¿A cómo las flores?
—¡A veinte la rosa, tres por cincuenta!
—Volteé a ver al florero. Era el mismo que apenas dos horas antes daba a cincuenta pesos la docena.
—Deme cinco.
—Deme una docena.
—¡Párale, ya no vendas! —le gritó el bigotón empistolado—. ¿Cuántas tienes?
—Uh, pues como diez docenas —le respondió el florero.
—¡Dáselas aquí a mi alma! Le dijo el barrigón señalando a la güera oxigenada que para esas horas ya estaba medio “yanomeinteresa”.
Unos minutos después empezó a crecer un estruendoso clamor cuando apareció por la entrada principal (y única, jejejé) el mariachi “Arriba Juárez” entrando y tocando música de Juan Gabriel.
La gente se puso de pie. Yo les seguí para que no “me desconocieran”. Siguió avanzando el mariachi hasta quedar frente a mí en el fondo de la arena.
Mientras tocaban, una masa de gente se empezó a mover era una doble valla como de tres filas cada una. En medio de ellas se movía Juan Gabriel mientras la gente de pie gritaba, aullaba y lloraba. Diría él “pero qué necesidad”.
Por fin, “El divo de Juárez” llegó al centro del escenario.
Yo sólo veía a la gente y no podía explicarme lo que estaba pasando frente a mis ojos. La mirada de mujeres y hombres era vidriosa. Estaban verdaderamente excitados y extasiados en una nube más alta que las de Cornelio Reyna.
Por fin, Juan Gabriel tomó el micrófono y preguntó hacia la sección que estaba atrás del mariachi:
—¿En este lado me quieren?
—Sí, se escuchó no sólo de esa parte del público sino también de donde yo estaba.
Luego preguntó a su derecha:
—¿En este lado también me quieren?
Se escuchó otro sí atronador.
Lo mismo hizo con la sección de la izquierda y con mi sección. La respuesta fue la misma.
No, yo no grité, De veras. Yo estaba realmente como hipnotizado, pero no por Juan Gabriel sino viendo la reacción de mis paisanos.
Después del último “Síiiii”, dijo el divo con uno de sus clásicos giros y dirigiéndose a todos:
—Entonces, si me quieren, ¿por qué me tienen trabajando?
Y tras las carcajadas llenas de gusto, mezcal, brandy y coñac el mariachi inició la introducción musical de la canción “se me olvidó otra vez”.
En el momento que debía iniciar la parte vocal se hizo un calderón musical que duró uno, dos, tres,… no sé cuántos segundos pero la gente estaba con la boca abierta lista para iniciar con él “probablemente yaaaaaaa”.
Y cuando eso sucedió, el grito fue más fuerte que cuando el Azteca coreó el gol que Borja le metió a Italia en 1969 previo al mundial del 70.
Y aquí viene lo mejor:
Cadenciosamente Juan Gabriel se acercó cantando a donde estaba el bigotón empistolado que no quería nada con ese “homosensual” y acercándole el micrófono lo invitó a que cantara con él.
El tipo se puso de pie, tomó el micrófono con todo y manos de Juanga, las besó, se puso a cantar y cuando volteó hacia nosotros que estábamos atrás, vimos cómo lloraba ebrio más que una magdalena.
Juan Gabriel trató de separarle el micrófono, pero aquel hombre quizá sentía que iba a perder a Dios porque no soltaba el aparato.
Por fin, logró el cantante separarse y siguió cantando con una sonrisa divertida.
Al sentarse el bigotes, su compadre y la güera, ya más despeinada que la de Los Hooligans, le aplaudían como si él fuera la estrella del espectáculo.
Cantó Juan Gabriel una canción desconocida para mí. Y todo el palenque la coreó. Y yo me preguntaba el porqué ellos sí la conocían y yo no.
Siguieron otras que había oído o mucho o poco o nunca pero toda la gente las cantaba con él. Y siguió así hasta las dos de la mañana.
Entonces me di cuenta de que cuando componemos una canción deja de ser nuestra cuando otros la cantan. Ese tipo ya había hecho dueños de sus canciones a todos esos paisanos míos. Y lo envidié. No de la envidia buena ni de la mala porque esas no existen. Me dio envidia ver lo que había logrado y ahí empecé a admirarlo.
Se despidió por primera vez.
Y le pidieron otra y otra y otra. Y los complació.
El tiempo siguió. De vez en cuando se colaba un airecillo frío.
La voz se le empezó a cortar pero la gente le pedía otra y otra y otra. Y nuevamente aquél hombre sacaba fuerzas de no sé dónde y los complacía.
Dieron las tres de la mañana y aquello parecía el cuento de nunca acabar. La gente no paraba de pedir y él de cantar.
Finalmente, al filo de las tres y media, se hincó ante todos nosotros, nos mandó besos y salió como lo que era: un verdadero artista entregado a su público.
Mientras lo veía salir, me di cuenta de la lección de humildad que me había dado ese hombre y me dije:
—No que no, buey.
Descansa en paz querido Juan Gabriel que no importa lo que digamos de ti para bien o para mal. Eres grande.