Trump: «La no-libertad de EUA»

 

 

 

 

Por Matias González

 

Atónito, viendo la pantalla sin poder trabajar, en el shock de ver un hecho histórico que lamento —en tanto historiador— tener que denominarlo así, vi pasar las últimas tres horas del conteo de votos populares y electorales en Estados Unidos. Abstraído de cualquier posibilidad de pensar en el candidato republicano como presidente, que hace unos setenta años se hubiera llamado Drumpf (1), no podía más que reír. Sonreía al mapa de las elecciones  desplegado en el New York Times. Estallé riendo cuando Donald Trump rebasaba en votos electorales a Hillary Clinton en uno de los estados que —recuerdo que desde chico oír decir “si ganan ese estado, casi seguro ganan la elección”— más orgullosamente apoyan a los Demócratas: Pennsylvania. Me fui a dormir ansioso, enojado, confundido por lo que acababa de ver. Trump es presidente de los Estados Unidos.

 

 

Hillary Clinton quizá tuvo una de las campañas electorales más inesperadas. No sólo su contrincante en la última fase de la elección era alguien empoderado por el discurso mediático, sino que además era un personaje y nada más. Es decir, tenía en frente a un títere —figura tan conocida por los mexicanos— que al apelar a nada más que al deseo por excelencia del ser humano —el deseo de no tener miedo, de ser felices— tenía el apoyo de hordas enteras de estadounidenses. Su larga trayectoria política, la “cordura” política con la que se manejaba ante la vista de todos, su discurso de perpetuar el “orden” establecido por la hegemonía de Obama, ninguno sirvió para legitimarse ante los votos de quienes finalmente decidieron la elección presidencial: los votos electorales. Clinton se vio debilitada por un discurso que apelaba a dos clases esenciales en la votación de Estados Unidos: la clase baja y la clase hegémona, la clase que mantiene el control sobre la economía política del país. Ese poder-no lacaniano de la casa demócrata por ocupar por doce años el más alto mando de la Casa Blanca.

La elección para la sociedad estadounidense se constriñó a dos proyectos hijos de proyectos del siglo pasado, el siglo del “fracaso de lo humano”(2). Por un lado, el liberal- demócrata que apela sólo discursivamente al proyecto de Liberación, ese proyecto dieciochesco plasmado por Delacroix como La Libertad que guiaría al pueblo a la libertad máxima, muy a pesar de tener a todo el mundo sometido durante los últimos años por ese tan renombrado sistema llamado imperialismo. Pregonando que sólo por medio de la defensa de los derechos —¿de quién?, ¿el zoon politikón de Aristóteles?— nacionales — ¿quién es, para ellos, la nación?, pareciera que la respuesta está en la transpolación de La  República de Platón, donde el gobierno del filósofo-rey se ha convertido en el empresario rey— se podría sostener la paz interna. Por supuesto, salvo en casos en los que tengan a Bush de presidente, esa libertad y paz interna existirá; pero es justamente a través de la negación de la libertad, que la otra, la no-libertad, se practica. Es aquí donde surge la genialidad detrás de la campaña de Trump. “El discurso ingenuo se inscribe de entrada como verdad”(3), diría Lacan. El liberal-republicano encontró en el discurso de Trump el perfecto resguardo, pues no sólo exacerbó y expresó abiertamente lo que su sistema político contiene como potencia de acción, sino como potencial lenguaje político: “Un lenguaje político no es un conjunto de ideas o conceptos, sino un modo característico de producirlos”(4). Como John  Oliver también lo dijo: si algún mérito tuvo la campaña del representante de los republicanos, fue que desenmascaró a la política en Estados Unidos.

La no-libertad es exactamente aquello a lo cual Trump refiere con todos sus proyectos políticos para su país. Pero no tiene absolutamente nada distinto del lenguaje político demócrata, mas que aquél es explícitamente violento en el discurso. “El abstenerse de los ‘derechos humanos’ no es otra cosa más que la ideología del capitalismo liberal moderno: No te vamos a masacrar, no te vamos a torturar en cuevas, así que calla y venera al Becerro de Oro. En cuanto a aquellos que no quieran venerarlo o que no creen en su superioridad, siempre está el Ejército Americano [American] y sus minions europeos para hacerlos callar”(5). El elemento implícito en toda la política estadounidense es algo que se hace evidente con las prácticas políticas a las cuales se dedica su Ejército, la hipocresía.(6)

La hipocresía del liberal-demócrata es evidente mediante el espectáculo bélico sobre el cual se posa su concepto de libertad. Žižek, siguiendo a Max Horkheimer, nos dice: “aquellos que no quieran hablar críticamente de la democracia liberal deberían guardar silencio también sobre el fundamentalismo religioso”(7), pues no sólo los ideales liberales sobre los cuales se posa el Estado ahora republicano tienen la vena de la Revolución Francesa , también el Estado Islámico tiene la misma sangre discursiva sobre la que se posó ese tan idolatrado hecho histórico(8). La hipocresía se extiende más allá de su discurso y acción de no-libertad, pues el supuesto multiculturalismo al cual los estadounidenses reconocen como su origen, hoy en día no es más que una defensa del “sueño de los orígenes”. “La realización del sueño de los orígenes es el fin de la historia: rencontraría [sic] así lo que era o debía ser desde aquellos comienzos que jamás han tenido lugar en parte alguna, más que en el sueño mortífero de quienes quisieron detener su curso”(9). No obstante,  la hipocresía en el lenguaje político del régimen de Obama —pues en él veo la absoluta culminación de años de depuración ideológica y práctica— no creo que sea el problema en sí. Más bien, el asunto a considerar es el hecho del poder detrás de la hipocresía en tanto legitimización de un régimen posliberal.

 

fa-trump

 

“El poder de ser afectado es como una materia de la fuerza, y el poder de afectar es como una función de la fuerza”(10). La hipocresía se ha convertido en la función del  liberalismo, mientras la sociedad se ha visto plegada en la fuerza del lenguaje político de la no-libertad. Es justamente esta función la que —en tantos de sus estratos— la sociedad ha visto como suya, pues al ver en él la defensa de su fin último, no ha podido negar la posibilidad de paisaje tan bucólico como es la felicidad. Pero la libertad en el lenguaje político del régimen capitalista es justamente a lo que se refiere Lacan cuando dice que la política debe mantener un sitio para la tontería. Después de todo, ¿de qué otra libertad podemos “gozar” si no es aquélla de elegir entre una torta de 20 pesos en la esquina, o comer un sandwich gourmet por 70 pesos? ¿O de elegir entre una liberal-demócrata o un liberal-republicano? Ésta es una libertad que se restringe a lo tonto, al consumo, a lo absurdamente material. La libertad, en tanto función capitalista, encontró los pliegues de la sociedad para producirla en un afuera, no un adentro de la sociedad. Es decir, al encontrar la forma en la que la sociedad se viera privada de la libertad, se construyó la no-libertad como su realidad, mientras aquélla sigue siendo su discurso; la máscara con la que el déspota se esconde.

La libertad no se desprende de aquellos que nos la otorgan, sino de aquellos de los cuales emana; nosotros. La libertad no se define por aquello a lo cual podamos abocar una tarea específica, sino que es el proceso por medio del cual no podríamos tener otra cosa más, que nuestra libertad como tal: nuestro producto.

Somos libres cuando, como artistas, producimos sin la obligación de la necesidad física; y es en                  esta naturaleza en la que, para Marx, está la esencia de todos los individuos. Al desarrollar mi                      propia personalidad individual mediante la conformación de un mundo, también estoy                                  realizando  aquello que más profundamente tengo en común con otros, de manera que el                  individuo y el ser genérico son finalmente uno solo. Mi producto es mi existencia para el otro y                    presupone la existencia del otro para mí. (11)

Pensar esta libertad, frente a la no-libertad que ahora será tan descarada como el maquillaje en la cara de “The Donald”, es justamente hacerla nuestra. “Pensar es plegar, es doblar el afuera en un adentro coextensivo a él” (12). En ese sentido, hacer del pensar la libertad una labor orgánica la recompondría de la sustancia de la cual tan necesitadamente requiere. La organicidad en tanto continuación del gobierno de sí y de los otros, “en el marco de la sociedad política una sociedad civil compleja y bien articulada, en la cual el individuo se gobierne por sí mismo sin que por ello su autogobierno entre en conflicto con la sociedad política, sino convirtiéndose, por el contrario, en su continuación normal, en su complemento orgánico”.(13)

Ahora y no más tarde, cuando las cosas se calmen, como tratan de hacernos creer los partidarios               de la sabiduría barata: lo difícil de combinar es, precisamente, la tensión del momento y el acto de             pensar. Pensar en el sosiego que se instaura con el paso del tiempo no genera una verdad más                     equilibrada, sino que, más bien, normaliza la situación, permitiéndonos evitar el filo cortante de la            verdad.(14)

Pensarnos orgánicamente en tanto gente que puede construir un lenguaje político frente a la hipocresía de un poder que tiene a la sociedad como materia de su función. Pensarnos orgánicamente de manera que el pensamiento en tanto tal se vuelva producción, se convierta en un lenguaje político que trascienda ideas y discursos que, sólo en tanto precedentes de una acción son útiles y prácticos a la realidad que nos aqueja. Articular, construir, pensamiento y acción; reconocer en el individuo la potencia que es en tanto comunidad, no en tanto individuo posmoderno segregado. Reconstituir la sociedad, por medio de la libertad.

 

1 https://www.youtube.com/watch?v=DnpO_RTSNmQ, visto el 3 de marzo de 2016. 1

2 George Steiner, Gramáticas de la creación, Madrid, Siruela, 2002, p. 13. 2

3 Jacques Lacan, Seminario 19: …o peor, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 39. 3

4  Elías José Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2007, Metamorfosis, p. 17.

5 Christoph Cox, Molly Whalen y Alain Badiou, «On evil: an interview with Alain Badiou», Cabinet, vol. 5, 2001/2002, en: http://www.cabinetmagazine.org/issues/5/alainbadiou.php, fecha de consulta: 21/06/2016. Traducción mía.

6 Por cierto, el Ejército no hace nada más que defender su razón de ser —es su trabajo, dirían algunos— desde 6 su creación en tanto entidad del Capitalismo desde finales del siglo XIX. Su razón de ser, el Estado en su acepción capitalista, lo constituyó formalmente a partir de la contrarevolución bonapartista de 1848 como método de defensa a todo aquello que fuera una potencial amenaza. ¿Qué definen por amenaza? En ese entonces, el artesanado rebelado; hoy, el terrorista, el destructor de la libertad. Vaya ironía.

7 Slavoj Žižek, Islam y modernidad: Reflexiones blasfemas, Barcelona, Herder, 2015, p. 21.

8 Cfr. ibid., p. 25.

9 Patrick Boucheron, “Lo que puede la historia”, en Prismas, núm. 20, 2016, p. 127. pp. 111-128.

10 Gilles Deleuze, Foucault, México, Paidós, 2016, p. 101.

11 Terry Eagleton, Marx y la libertad, Bogotá, Norma, 1999, p. 38. 11

12 Deleuze, op. cit., p. 154. 12

13 Antonio Gramsci, Antología, selec., trad., y notas de Manuel Sacristán, México, Siglo XXI, 2013, p. 315

14  Žižek, op. cit., p. 9.

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