Por Daniel Hernández Reyes
Foto: Edgar López
Camina despacio, como si las irrigaciones de piel bajo sus plantas estuvieran llenas de vidrios cortantes. La mayoría del tiempo inconsciente de la realidad que lo rodea. Que lo ignora. Que lo aplasta.
Su cara se asemeja a una lija vieja, sucia, maltratada. Nariz chueca, la cual con seguridad ha estado rota en más de una ocasión. Un par de ojos saltones se asoman de la periferia facial. Ojos ponzoñosos que cuentan historias. Historias que en algunas ocasiones fueron cruelmente sufridas y, en otras, hazañas producto de la imaginación retorcida de un hombre deteriorado por el consumo excesivo de sustancias alucinógenas.
Yo también camino despacio. La entrevista que planeaba para mi última entrega de la materia se vino abajo: Gregory, el pequeño narcotraficante que vive en una combi negra a las afueras de la Carlos Septién García. Ni modo.
De lejos distingo su oblicua silueta danzante que tiembla gracioso al contra luz del mediodía. Se trata de Armando Ordoñez, mejor conocido en los alrededores de mi colonia como “Calambres”, el vagabundo por excelencia. El que no es agresivo. El que siempre tiene una sonrisa y un “buenos días” que regalar. El que, en ocasiones, va mejor vestido que yo.
En primera instancia parece una opción menos interesante que Gregory. Sigo caminando, esperando que nuestros caminos contrapuestos hicieran inevitable el encuentro. Rogando porque estuviera en sus cinco minutos de impetuosa razón.
–Qué pasó, Calambres. ¿Cómo estás?- le pregunto y recuerdo que su apodo se debe a sus manos. Apéndices vibrantes que no cesan.
–Ese mi Papitas. ¿Cómo estas carnalito?- “Papitas”, apodo que me gané por herencia. “Papitas”, la señal que indica que “Calambres” está, por fortuna, sobrio y apto para un par de preguntas.
Mi padre me contó en algún momento que Armando, antes de ser “Calambres”, fue el sujeto más inteligente que conoció:
–Él era brillante –me decía–, tú podías acercarte a él y preguntarle de cualquier cosa, de historia, de matemáticas, de biología o de lo que fuera, y sabía la respuesta. Lástima que conoció el alcohol.
A estas alturas de mi vida aun pienso que lo decía para que me alejara del consumo de drogas o alcohol. De cualquier modo, era momento de averiguarlo.
–Estoy bien, “Calambres”. ¿Ya desayunaste?, te invito un consomé —sus saltones y arrugados ojos brillaron intensos. Ambos caminamos al puesto de barbacoa más cercano. Ubicado a dos cuadras de distancia.
Era raro ir caminando al lado de “Calambres”. Llegamos y tomamos dos bancos rojos. Ambos ordenamos consomé y tres tacos. Él se quitó su saco gris, algo sucio, pero definitivamente no viejo.
–¿De dónde sacas tu ropa, “Calambres”?
Él se llenó de carcajadas, ciertamente exageradas para la pregunta que le hice.
–Toda mi ropa me la da la gente. Por cierto tú nunca me has dado nada. Aunque con este consomecito que nos vamos a chingar es más que suficiente —volvió a reír exagerado. Su boca enteramente abierta delataba la falta de, al menos, un par de dientes. Encías negras. Labios partidos. Cubiertos a su alrededor por su creciente barba cana.
Chucho, el señor del puesto de barbacoa, nos sirvió nuestros platos. No era el mejor caldo del mundo, pero “Calambres” lo devoraba con pasión.
–Dime, “Calambres”, ¿ya llevas mucho tiempo viviendo aquí? –de pronto recordé que no sabía ni siquiera en donde vivía exactamente, así que cambié mi pregunta– Por cierto, ¿en dónde vives exactamente?
Por un momento creí que no me escuchaba en absoluto. Se concentraba en acabarse su plato, seguramente para pedir otro.
–Yo vivo allá arriba, cerca del panteón. ¿Conoces a los Chupas?, es una bodeguita que tienen allá y pues me la prestan para que me quede a dormir. Pero pues he vivido en muchos lados. Un tiempo estuve viviendo con tu tía. En su casa. Allá en Relámpago.
Lo que verdaderamente me sorprendía de “Calambres” era su capacidad para recordar y asociar a la gente que día con día lo vemos, sonreímos con sus bailes callejeros y decimos hacia dentro “ese calambres, otra vez anda drogado”. Olvidándonos de él en seguida lo dejamos de ver.
Un ser invisible, oculto, ignorado. Al menos hasta el próximo encuentro con él, entonces se convierte en un chiste, en variedad, en risa. En un chiste, sí, pero nunca en persona.
Apenas daba la primera mordida a mi taco cuando “Calambres” ya había terminado los tres.
–Pide más- le dije. Sonrió e hizo una seña a Chucho para ordenar otros tres. La camisa que llevaba puesta sí estaba vieja a diferencia del saco. Vinieron a mi mente al menos diez prendas en casa que ya no uso y se apolillan tristes en el fondo del closet.
—Y ¿en que trabajas, wey?–le cuestioné.
—No pues hace mucho que no trabajo. Ya no recuerdo cuál fue mi último trabajo. Creo que fue en la fábrica de lápices, la que está en Tláhuac y Taxqueña. Pero lo dejé.
Su mirada se pierde a veces. Dudo de su estado sobrio. O, quizá, Calambres ya no tiene un estado sobrio. De pronto es él quien inicia a hablar:
—Tú no te drogues, muchacho. Allá afuera está bien cabrón. Estúdiale, échale ganas a la escuela– interrumpe su inspirado consejo con una risa nacida de la nada.
—Sí, es lo que hago. Y ¿tú estudiaste algo, “Calambres”?-
–Uy, yo era muy bueno para las mates. Siempre fui muy bueno. Aún se me facilitan las cuentas. Sí empecé a estudiar el Bachilleres pero valió madre, Papitas. Las drogas están bien cabronas, nada más hace falta una probada y te atrapan– la respuesta que buscaba.
Se me enchina la piel. Llevo la mitad del segundo taco y el apetito se ha ido. Ofrezco lo restante a “Calambres”. Como los seis tacos anteriores, este último desaparece de mordida y media. Cuanta hambre debió haber tenido.
Nos levantamos. Pago lo consumido y caminamos hacia mi casa. “Calambres” no deja de agradecerme la invitación. En la esquina nos detenemos. Saco mi cajetilla de cigarros y se la obsequio. Sé cuánto le gusta fumar.
—Ten buen día, Papitas. Póngase a las vergas. Cualquier cosa ahí estamos-
De pronto, Kapuscinski, Sartori, todo lo que veo en mis clases de periodismo viene a mí. La otredad, la empatía, darle voz a quien no la tiene. Los invisibles. Los ignorados. Los perdedores. El verdadero periodismo.