San Juditas: la pequeña celebración que no fue posible por la pandemia

Por Argel Jiménez. 

En los primeros minutos del 28 de octubre detonan cohetones, o quizá balazos, de festejo que, en distintos barrios de la Ciudad de México, interrumpen a los trasnochados de las series de internet, las tareas, las lecturas, los ejercicios en parques públicos, o los preparativos para dormir.  

Se trata de la celebración y el agradecimiento a la segunda deidad más venerada, por lo menos en la zona metropolitana de la Ciudad de México: San Judas Tadeo. 

*** 

Ya más tarde, la Línea 2 del Metro, La “Azul”, cuenta con pocos pasajeros en ambas direcciones. Hoy es un día más en la nueva normalidad. Lejos quedaron las tardes en que en las calles de las colonias populares se veían a los devotos haciendo los últimos preparativos para abordar camiones, micros, Metro, Metrobús, o a pie, y poder llegar a la Iglesia de San Hipólito. 

La previsión, la contingencia epidemiológica, o quizá la crisis económica, hizo que muchos feligreses de “San Juditas” se dirigieran desde la semana pasada para “cubrir” la manda prometida. 

La estación del Metro Hidalgo luce tranquila por ahí de las tres de la tarde. La salida que está del lado de Puente de Alvarado y la lateral de Reforma es filmada por una cámara profesional que espera grabar los enormes contingentes de creyentes, los cuales, hasta esa hora,  no llegan en abundancia. 

Afuera, en la pequeña explanada de piso blanco, hay manchas de color amarillo y café de excreciones humanas. Las bancas están ocupadas por sexo servidoras y teporochos que, con mona en mano, platican a lado de efigies del santo celebrado.  

A la sombra de los pequeños arbolitos se encuentran dos policías que observan el ir y venir de la gente.  

Cerca de ellos, dos ancianos que se acaban de conocer platican la odisea que resulta para ellos desplazarse y poder celebrar cada veintiocho de mes en este recinto. Uno con andadera y la otra con bastón, continúan su plática. Sus  sonrisas delatan la química que hay entre ellos. 

Unos metros más lejos, una familia de personas en condición de calle, conformada por tres niñas, papá,  mamá y un perrito, toman el fresco bajo los mismos árboles. Las niñas, para pasar el rato, juegan en el concreto de la banqueta, mientras los papás arreglan el cartón recolectado en un carrito de supermercado. El chucho, de pelo blanco y negro, que está atado, observa el acomodo y conteo de lo recolectado durante el día. 

Los puestos de lámina que ofrecen comida cerca de la plaza lucen llenos de policías de tránsito que buscan saciar su hambre. 

Entre Eje Guerrero y Paseo de la Reforma, camiones y camionetas de la policía de tránsito permanecen estacionados. Los únicos automotores que pueden pasar son los gusanos rojos que van de Tenayuca o a Etiopía, y una camioneta de la policía de tránsito –que nos recuerda que estamos en una pandemia y que por lo tanto se debe guardar la sana distancia–. La información es tomada como un sonido más, de los muchos que hay en el ambiente por parte de los devotos. 

Son las 3:00 pm y un policía en la esquina de la calle Héroes recuerda a los fieles por un megáfono que sólo habrá acceso hasta las cuatro de la tarde. 

“Ya nadie entre en las filas para que nadie pierda su tiempo”, lanza el oficial. A esa hora la fila se extiende dos cuadras adentro de dicha calle.  

Los feligreses no pierden la esperanza de entrar, pues su Santo a eso los ha enseñado: a resistir y a pedir por las causas difíciles y desesperadas. La sombra ayuda a que la espera sea menos difícil. Sólo se puede entrar en grupos de treinta personas por cinco minutos. 

El olor a mariguana se extiende en el ambiente. Los devotos que van en familias con niños pequeños, amigos, novias y novios, no dejan de distancia más de diez centímetros en la hilera. Nadie quiere que algún oportunista se meta en ella.  

Así, los cubrebocas poco podrán hacer para evitar contagios, aun cuando la mayoría de ellos los traen puestos. 

El señor de las congeladas de a cinco pesos pasa constantemente. La sombra que cubre a los feligreses hace que pocos le compren esos hielos de colores. No corre la misma suerte la señora que vende collares con los colores distintivos de San Judas Tadeo, verde, amarillo y blanco. Los posibles clientes tocan los collares y deciden cual escoger. 

De la nada, un grupo de jóvenes formados organiza una porra para el festejado “¡chiquitibúm a la bim bóm bá, San Juditas, San Juditas rá rá rá!” Los demás los siguen y terminan aplaudiendo. 

Un regordete trabajador del gobierno de la Ciudad de México con chaleco verde pasa a lo largo de la hilera gritando que a las cuatro de la tarde se cerrará el recinto religioso. 

“El que entró, entró”. Comenta que desde las seis de la mañana se ha permitido el paso a los devotos (que cargan a los San Judas Tadeo de yeso diferentes tamaños), que en su mayoría visten ropas desgastadas por el uso del día a día. 

En el espacio religioso las mandas son cosa sagrada. Una falta a la promesa de hacer algo en específico resulta algo serio.  

Un joven de unos veinte años, que carga una mochila llena de dulces, los reparte a todos los que pasan por su lado y, para no dejar duda de que cumple con lo prometido, un acompañante de su misma edad graba con celular en mano el acto de repartición. 

Una señora de unos cincuenta y cinco años, visiblemente apurada, carga una bolsa de mandado grande con ollas llenas de comida y envueltas en trapos blancos para que los alimentos no pierdan el calor.  

Su nieto, un joven de unos quince años, carga un garrafón a medio llenar con agua de jamaica. La señora es seguida con la mirada por muchos de los que están parados cerca de la calle Héroes y Puente de Alvarado, en donde finalmente dejará caer la bolsa de manera delicada.  

Le pide a un travesti que le haga un espacio en su esquina de trabajo. Todavía no termina de abrir las ollas cuando ya tiene más de quince personas formadas. No esperan a ver qué trae de comer. Lo que sea es bueno para personas que quizá solo hacen una comida al día. 

Las ollas de peltre contienen arroz y chicharrón sin carne en salsa verde. El vapor aun sale de ellas. La señora sirve una cucharada de cada alimento, con tres tortillas y un vaso de  agua. El travesti es el primero en recibir. Los demás reciben su porción en el plato de unicel y buscan un lugar donde comer. Pronto el chicharrón se acaba y los platos sólo se sirven con  arroz y salsa verde. 

La gente se va yendo poco a poco ante la cercanía de la hora de cierre del recinto. 

En tiempos de pandemia, con la falta de empleo, salud, comida, vivienda propiciadas por un sistema depredador como es el neoliberal, la fe no es poca cosa… Es lo que permite seguir sobreviviendo. 

¡Suscríbete a nuestro newsletter y recibe lo mejor de Reversosmx!

Related posts