Por Rivelino Rueda
Foto: Camila Rueda Loya
Sobrevinieron incendios,
sobrevino el hambre.
Todo y todos se perdieron.
La peste iba en aumento ,
y cada vez avanzaba más.
Fiodor Dostoyevski/Crimen y castigo
En una semana empacó estampillas, lápices, crayones, mapas y monografías. Lo demás lo puso en remate: los resistoles, las cartulinas, los juegos de geometría. En sus ojos se traslucía un intenso dolor por abandonar aquello. La pandemia cerró cortinas y estranguló los comercios del barrio.
La papelería de la esquina, la tintorería de dos calles adelante, la lavandería de “a la vuelta”, la tradicional fonda “de enfrente del parque”, los tacos de guisado “de a ocho pesitos”, la tienda de marcos para cuadros, la estética, el local de tatuajes, la carnicería del Don que le iba al León, la cafetería de al lado del Oxxo…
Pláticas interrumpidas porque, de algunos, no alcanzó ni la despedida. Todo fue rápido. Las distintas etapas de la pandemia fueron una especie de blitzkrieg contra los negocios pequeños, los más necesarios, los más entrañables, los más endebles ante un cierre total de actividades.
Ya se resienten los cierres de locales como la taquería El Jarocho, en Obrero Mundial, donde la característica era que todo estaba impregnado de grasa, todo, los vidrios, las paredes, los servilleteros, el piso, las botellas de cerveza y de refresco, los vasos, la terminal para pago con tarjetas, el cambio de monedas y billetes.
El Jarocho cerró sin aviso previo. De pronto bajó sus aceitosas cortinas de metal y no abrió más. Y ahí adentro quedaron los recuerdos de los jueves de al dos por uno en los tacos al pastor, el mesero al que nunca se le vio sobrio y que entregaba las órdenes equivocadas, que daba de comer a los perros callejeros y que retiraba el habla durante unas semanas si consideraba que no era buena la propina.
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La vorágine de la gentrificación. Los intereses económicos del alcalde “güerito”, como por acá les gustan los políticos a los colonos. La indomable pandemia.
Los gestos de angustia ante la aparición de más y más tiendas de conveniencia, de más restaurantes de cadena, de más espacio público cedido a particulares, de menos árboles y más automóviles.
Tampoco pegó el negocio de la cochinita pibil y cerveza artesanal de la familia de Zempoala y Obrero Mundial. Hace unos meses corrió la especie de la muerte del señor de los “brincolines”, el que se erigió como un símbolo en el Parque de las Américas durante unas tres generaciones.
Luego vino la noticia del fallecimiento de otro ícono del barrio, el del señor encorvado, malencarado, gruñón y parco que vendía dulces afuera del área de juegos infantiles, el que regañaba si dejaban la puerta abierta en ese espacio o si ingresaban con perros; el que encaraba al que se atreviera a fumar dentro de esa zona.
Ya no hay rastro de ese pasado inmediato. Tampoco de la camioneta donde los tacos de guisado, los de albóndiga, los de tinga, los de picadillo, los de papas con chorizo, los de entomatado, los de carne de cerdo en pasilla, los que tenían la opción de cinco salsas distintas, fueron el furor de vecinos y oficinistas.
La peste deglutió todo a su paso, hasta el hedor de las flores violáceas de las jacarandas de marzo, que se fermentaban aletargadas en los senderos de la colonia.
Las fondas del barrio, donde en los primeros meses de la pandemia los vecinos colocaron anuncios que advertían que “se les partiría toda su puta madre” a los que se descubriera que estaban matando gatos, fueron echadas literalmente de ahí. En unas semanas, un local de Peltre Lonchería y otro de comida japonesa abrirán sus puertas.
El Turco’s Coffee, donde la dueña regalaba postres y dulces a los niños, donde colocaba los periódicos del día y las revistas de la semana para los clientes, donde se ubicó el refugio de decenas la noche del 19 de septiembre de 2017, todavía con las voces entrecortadas por el terremoto de unas horas atrás, sólo para sentirse acompañados, que no estábamos solos, fue desplazado tres calles más allá, ahora diminuto, triste, melancólico.
Y acá atrás los anuncios que aparecieron en los últimos meses en las ventanas de las casas, los de la supervivencia, los que ofrecen desde pasteles, postres y comida sobre pedido, hasta los que venden servicios de masajes, inyecciones, cubrebocas, gel antibacterial, costura de ropa, clases de matemáticas e inglés.
Unos pasos más allá el negocio de la anciana ermitaña. El que lleva veinte años comercializando obsoletos extensibles de relojes de a quince, veinte y cincuenta pesos, también detrás de la ventana, polvorientos, con costras de telarañas y moscas despistadas, entre cristales y persianas ocre que nunca se abren, como delimitando tiempos, recuerdos, épocas.
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Todavía hubo tiempo de comprar una cinta adhesiva, dos lápices de pegamento y unas hojas de color tamaño carta en la papelaría de la esquina.
También cincuenta pesos que se debían desde aquel 14 de marzo de 2020, cuando se suspendieron clases presenciales por la pandemia.
Una semana, dijeron las autoridades.
La pequeña vitrina ya estaba desmantelada. Las plastilinas, los sobres, los sacapuntas, los borradores y las figuras de unicel ya habitaban en cajas apiladas. No había nada qué decir. Desear suerte hubiera sido la mayor estupidez.
Con los labios apretados y un movimiento de cabeza se selló la despedida de un negocio de barrio. Fue un ritual que se repitió aquí y allá, y no sólo en esta colonia.
Fue el fin de una época. Fue desprenderse de los pocos resquicios que nos quedan del concepto que nos formamos de “lo común”, de “hacer comunidad”.
Fue un cosquilleo inexplicable en la garganta.
@RivelinoRueda
Recuerdo que en esa papelería que era de la mamá de mi amigo Hugo, en una de sus vitrinas tenían un pegote que anunciaba «Di no a la pornografía». Siempre me llamó la atención ese anuncio.