Por Rivelino Rueda
Foto: Eréndira Negrete
Juan Domingo Gaona hiede a muerte, a víscera rancia, a metal oxidado. Ya el cuerpo se cobra con saña los seis años de tragar lumbre líquida de dieciocho pesos y de veinticuatro grados de alcohol. No se mueve. Ayer los labios y los párpados todavía tenían un leve temblor. Hoy ya nada.
Ayer (12 de agosto) los compas lograron detener una ambulancia que pasaba por Diagonal San Antonio para que se llevaran al “Sondey”. Así bautizó a Juan Domingo “El Patas”, uno de los que ya se fue hace como cuatro años. Los paramédicos ni se bajaron de la camioneta.
“No mano. A estos ya no los reciben en ningún lado. Es una bronca. Mejor vayan llamándole al Semefo. Nomás denle una limpiadita antes porque luego son re mamones”, cortó el que venía al volante.
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No se ha levantado en cuatro días. Eructa espuma. La mierda que expulsa es una baba negruzca irrespirable. Una bilis fermentada, amarillenta, escurre de las sienes. Tiene espasmos fulminantes de breves segundos. Está aferrado al césped, a su frazada zurcida en vómitos milenarios, a su posición de feto en probeta con formol.
Busca las sombras. Parece que las encuentra en un váguido fugaz. Juan Domingo Gaona mantiene el rostro tumefacto de hace seis años. Eso no le ha cambiado.
Llegó con el rostro destrozado por una madriza bíblica y así se mantuvo día a día. Las cejas, los párpados y los pómulos son globos amoratados que se cierran como cavernas en unos ojillos imperceptibles. Costras negras en la frente, en el tabique nasal y en una gota que se petrificó en el oído izquierdo.
Al “Bambi” alguna vez le dijo que se salió de su casa porque se había agarrado a madrazos con su padre, luego de que el señor se enteró que “El Sondey” –en aquel entonces apodado “El Yisus”—se jactaba de convertir las colegiaturas en Tonayan y de “repartir la mostaza” como los mismísimos dioses.
Entonces tenía diecisiete años. Parecía un joven de veinticinco. Desde hace unos dos años su aspecto es el de un hombre de más de cincuenta.
Hoy tiene capas y capas de canas verduzcas, de polvo fino de millones de insectos, de filosas uñas negras saboteadas por tierra mojada y hojarasca. Repetidamente, salía en su autodefensa con un jocoso “eso-a-ti-y-a-mi-nos-vale-verga”.
Lo mero importante para Juan Domingo Gaona era que no faltaran las “agüitas locas”, que “corriera el chupe” y “partirle su madre al que se pase de lanza”. Ya lo demás era lo de menos.
“–¡¿Qué me ves pinche ruco?! ¡¿Soy o me parezco?!”
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Reclutó a cuatro o cinco chavales al grupo. Uno a uno fue quedándose en la ruta esquizofrénica del veinticuatro por veinticuatro: “Veinticuatro horas de ‘panalito’ por veinticuatro de Anís del Mono”.
Todos agonizaron echando por la boca espumarajos quiméricos con trocitos de entraña. Todos lanzaron el vómito negro de coágulos viscosos. Todos convulsionaron en rítmicos movimientos de horror. Todos sintieron en los sesos la descarga eléctrica del más potente relámpago. Todos tuvieron las mismas alucinaciones en las últimas horas.
Por todas esas facetas ya pasó “El Sondey”. Nada más falta el espasmo final. El que aparece de súbito tras un lapso de inmensa calma, de sudores livianos. Ese que parece venir de una fuerza extraña que levanta en vilo al enfermo, lo suspende en el centro del cosmos por milésimas de segundo, y luego lo suelta al vacío.
“El Guaca” sugiere algo que puede tener lógica en un organismo que, en los últimos seis años, ha funcionado y evolucionado de aditivos etílicos:
¿Y si le damos unos chisguetes para que no la pase tan culero? Yo vi una jeringa hace rato en el bote de allá”.
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–¿Quieres un trago? Yo invito hermano.
Juan Domingo se la sabía. Nunca robó. Nunca sacó nada de una tienda que no haya pagado. Caía bien. Ese era su gancho.
Aceptar “el trago” era una cerveza de a veinte pesos. Invitarle “un trago” era un “panalito” de a dieciocho. El letal aguardiente se compartía entre todos los compas en partes iguales y era el sedante durante tres o cuatro horas.
Y así otra vez hasta perder el conocimiento, hasta meterse en lo más profundo de un eterno reloj de arena. Caer una y otra y otra y otra vez.
“El Sondey” era una sonrisa bonachona que no paraba de decir incoherencias bien hilvanadas e historias grandilocuentes, todas aderezadas con referencias a genitales masculinos y femeninos, con movimientos obscenos y burlones.
Lo que más disfrutaba eran los relatos de sus épicas madrizas en donde, siempre le tocaba la peor parte. Pero –decía– siempre eran “causas justas”.
Algún día –cuenta “El Papas”—hasta se agarró a chingadazos con cuatro güeyes de la “delegación” que iban a cortar un árbol del camellón de Doctor Vértiz.
“Ése de allá (señala hacia la calle de Caleta). Así nomás por sus guevotes. No traían ni una orden ni nada. Y este cabrón que se les pone al brinco y que me lo agarran a putazos. Pero el arbolote ahí sigue. Ése de allá. Ese mero”.
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En esa silueta exangüe donde estuvo tendido “El Sondey” por cinco días crecieron una especie de cilios rubicundos. Ni siquiera la lluvia de los últimos tres días ha logrado revivir, aunque sea un poquito, ese melancólico espacio de plasmas y membranas hediondas.
Dice “El Diclofenaco” –con ese aliento de estómago torcido de alcohol y solvente— que “se fue mi hermanito, se fue mi hermanito”.
Tiene diecisiete. Era uno de los discípulos de Juan Domingo Gaona. No llora, saca una especie de hipo líquido, ruidoso, pulmonar, que escurre por las comisuras de los labios.
Son las siete de la mañana y los dientes los tiene en una mejilla. Uno ojo a la altura de la sien. La nariz en un pómulo y los mocos parece que le escurren de la quijada… “Se fue mi hermanito… Se fue mi hermanito”.
Otra vez el grupo está incompleto. Casi siempre lo está. Se van unos. Vienen otros, cada vez más jóvenes, como “El Sondey”, como “El Diclofenaco”, como “El Papas”. Son ciclos rápidos. Más vale no encariñarse mucho con alguien.
Los pocos que quedaban cuerdos a la una de la mañana despidieron a Juan Domingo con el mismo ritual de siempre. Lo limpiaron. Le cambiaron la ropa (cada quien puso una prenda). Lo perfumaron con licor de anís y esperaron a los del Semefo sin apurar tanto el “panal”. Son lentos. Eso ya lo saben.
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Siempre preguntan por los familiares. Siempre es la misma respuesta: No hay tales.
“El Sondey” decía a unos que era de la Roma. A otros que de la Agrícola Oriental. A otros que de Querétaro. A saber. Autopsia y fosa común es el trámite que se le da a estos casos.
Eso sí –comenta “El Papas”—los muy hijos de la chingada nos advirtieron que a la otra no se llevan a nadie si no los entregamos bien limpios. Que les dejamos oliendo bien culero la camioneta. Mejor que vayan y que chinguen a su madre, ¿qué no?