Por Argel Jiménez
Fotos: Eladio Ortiz
Su caminar es a paso corto pero rápido, no es para más, tiene que abarcar los sitios de mayor concurrencia de seis colonias para poder vender la mercancía.
Debajo del abrasador sol de medio día, con sus inseparables tenis Converse color rojo ya deteriorados, pantalón de mezclilla y alguna camisa a cuadros en tonalidades negra o azul que le distingue. Llega al mercado de una colonia en la Ciudad de México.
Del hombro baja la canasta de mimbre con la mitad del producto vendido y la apoya en un tripié de madera. Estratégicamente escoge la entrada más transitada para poder captar a los posibles compradores.
Desdobla una hoja de papel de estraza blanco sobre la canasta y esparce azúcar refinada, para que después con unas pinzas pequeñas de plástico “empanice” el alimento de creación árabe.
Prepara siempre dos bolsitas con cuatro churros para mostrar a los clientes, “más no, porque si no las vendo el churro chupa el azúcar y les tengo que volver a poner”.
Bajo un árbol que da una sombra refrescante y al lado de un puesto de tamales, el señor de unos cuarenta y cinco años aproximadamente ve el pasar de las señoras con su mandado para preparar la comida del día.
Mientras espera vender alguna bolsa, trata de secarse el sudor con un paliacate que trae doblado en la bolsa trasera del pantalón. Lo pasa por toda su cara de piel muy morena por tantas asoleadas a las que ha sido sometida, hasta bajar por el cuello que tiene en uno de sus costados una quemada que data desde su niñez y que le abarca parte del brazo izquierdo.
Constantemente a lo largo del día checa la hora en su reloj para poder llegar puntualmente a las “salidas” de los diferentes centros deportivos, en donde las señoras salen de quemar calorías con rutinas de aerobics y zumba.
También sus “victimas” son los niños de escuelas de paga y de gobierno que terminan sus labores escolares con hambre y buscan saciarla con la infinidad de variedades culnarias altas en carbohidratos.
“En la mañana recorro los mercados y deportivos y por las tardes las escuela”.
Se acerca al pequeño negocio informal una señora regordeta que trae dos bolsas de mandado llenas de verduras y frutas, es de un trato afable y algo “confianzuda”.
“¿Qué pasó? ¿Por qué ya no había venido?” El vendedor se apena y agacha la cabeza mientras “empaniza” los churros, la mujer le vuelve a insistir por la ausencia diaria a lo largo de un mes. Tímidamente le contesta que se fue a su terruño poblano a preparar la tierra para la siembra de temporal. “Es que hay buscarle por otros lados”.
“Tan difícil era contestar eso, a usted hay que torturarlo para que platique algo”. La señora pone la bolsa del producto azucarado junto a las frutas y se va.
Trata de descansar sentado en una jardinera que está por ahí cerca. Estira los pies y platica que empieza a vender a las siete de la mañana afuera del Metro Refinería, pero no lo dejan estar mucho tiempo ahí, para posteriormente abarcar las seis colonias que ha caminado por más de once años.
“Vengo desde Atizapán y de allá los traigo, me tengo que parar a las cinco de la mañana para comprarlos y ya después me vengo”.
“Cuando bien me va termino a las dos de la tarde, pero hay veces que me he ido a las seis”. “Le tengo que buscar porque también hay dos churreros que trabajan por la zona y la competencia está fuerte, pero yo vendo puro churro de calidad”.
“Me vengo bien desayunado y en el transcurso del día como cualquier cosa, porque hay que ahorrarle”.
Mira su reloj e intempestivamente termina con la charla, no pasa más de veinte minutos en cada lugar, haya vendido o no.
Sube el canasto a su hombro y con la otra mano agarra su tripié de madera para emprende su camino a un paso corto, pero rápido.
Ese señor de un metro cincuenta de estatura no miente. Los mejores churros que se venden en esas colonias los traen de Atizapán.