Por Yeseline Trejo Miranda
Fotos @Yk76
Es febrero. La casa es muy fría, todo está en silencio. Lo único que se escucha es el viento que choca una y otra vez en la ventana. En la mesa central de la sala hay una taza de chocolate caliente y, justo a un lado, unas galletas de coco. Él mira al horizonte, esta pensativo, quizá imagina que la vida es diferente, que no existe la violencia y que las personas son eternas, o tal vez recuerda aquellos años de juventud, a su primer amor, el día en que su padre le enseñó a andar en bici o cuando se casó con aquella rubia de ojos grandes y nariz fina.
Sin quitar la mirada del horizonte toma la taza y le da un sorbo. Parpadea dos veces. Rodea la taza con sus manos, como intentado que se le impregne el calor. Sus manos son arrugadas, pues tantos años atendiendo el trabajo de carpintería no es fácil. Él sabe sobre la vida, conoce mejor que nadie el camino.
Esas ojeras tan marcadas son prueba de noches eternas, errores aprendidos, insomnios a altas horas de la madrugada, de lucha y esfuerzo constante. Quizá lo único que no ha envejecido es esa mirada brillante, llena de todo, recuerdos que marcan, sueños, metas y para el final del camino una luz interna.
Son cuarto para las doce. El ruido del viento ya no se escucha, los rayos del sol comienzan a entrar por la ventana, el clima está muy loco. Sigue tomando el chocolate caliente, come una galleta y luego come otra. Hace una cara extraña y estornuda. Vuelve a estornudar. Deja la taza en la mesa y de su bolsillo del pantalón saca un trozo de papel, se suena la nariz.
Segundos después una lágrima resbala sobre su rostro, sus ojos han tomado un color rojizo. Suspira. Se para del sillón, camina hacía el corredor y sube las escaleras. Se dirige a su habitación al mismo tiempo que vuelve a sonar su nariz. Ya en la habitación busca en uno de sus cajones un papel que lleva una foto de su rostro pegada junto a sus datos personales.
Vuelve a estornudar, tose y se dirige al baño, muy pensativo se mira al espejo, luego de unos segundos regresa a su habitación y toma su abrigo. Sale de casa con un bolso y un bastón en la mano derecha. Se dirige a la parada de autobuses. Mientras espera se quita los anteojos y los limpia. El letrero dice México- Texcoco. Sube al autobús, saca de su bolsillo diez pesos, se los da al conductor y toma asiento en la parte trasera. Todo el camino mira por la ventanilla, estornuda una y otra vez, hasta que se queda dormido.
Una cuadra antes de llegar al Seguro Social despierta de un largo sueño. Se levanta de su asiento y va a la parte trasera. Aprieta un botón que enseguida hace un ruido de canto de pájaro. El autobús se detiene y baja lentamente. Camina hasta el centro de salud, entra y pide una consulta. Va a la sala de espera, toma asiento y minutos después llega su nieta, lo mira de lejos y se dirige hacia él.
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Es febrero y el clima no es el mejor, pareciera que es diciembre. Hay muchas personas esperando su turno, todos están enfermos y sólo hay un doctor atendiendo. Ancianos y niños menores llenan aquella sala de espera. Las horas pasan lentamente, son las cinco de la tarde, cansados y sin comida en el estómago, lo único que quieren es pasar a consulta e ir a descansar a sus casas.
En los pueblos alejados de la gran Ciudad de México hay una mala atención médica y, por ende, muy pocos doctores son los que atienden a los pueblerinos. La gente sufre y más en estos tiempos. Para recibir una consulta se debe esperar más de seis horas en aquella sala de espera, llena de enfermos. Meses atrás no se veía como tal un problema que afectara a la gran mayoría de los pueblerinos, pero en estos tiempos fríos han aumentado el número de personas enfermas. Los más vulnerables son los niños menores y los adultos mayores.
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Pasando las seis de la tarde una familia religiosa llega al Seguro Social y les informan a todos los pacientes que si gustan pueden tomar una torta y café gratis. En seguida la gente se fue parando a tomar la comida. Esa pequeña acción cambio la expresión y humor de las personas.
Las madres les leían a sus hijos un pequeño libro religioso que la familia repartió al brindar a la comunidad tortas y café. Pronto el silencio fue invadido por madres que leían a sus niños “La creación del mundo, en un principio no había nada, así es que Dios dijo: Luz y hubo día”. Los niños atentos acompañaban la lectura mirando las imágenes que el libro de historias bíblicas tenía en cada una de sus páginas.
Pronto un señor de edad adulta se paró enfrente de los pacientes y les pidió unos minutos de su atención. Al instante mencionó: “El que en él cree no es condenado, pero el que no cree ya ha sido condenado”. La gente comenzó a fijar su mirada hacía el señor mayor, todos en silencio siguieron atentos a lo que aquel buen hombre leía. “Si usted busca un cambio en su vida puede aceptar a Jesús como señor y salvador”. Un alivio de espera se vio reflejado en el rostro de cada una de las personas presentes.
Al terminar de leer aquel párrafo de la Biblia invitó a todos los presentes a analizar y pensar lo mencionado. Para el final los pueblerinos con una sonrisa en el rostro dieron las gracias a aquella familia.
Y así fue como un pequeño acto de humildad, solidaridad y unión hizo que aquel malestar de la enfermedad, aquel cansancio de tanto esperar se convirtiera en un acto de unión.
Ahora la gente platicaba entre sí, los niños reían y unos más ponían atención a sus madres que les leían la palabra del señor.
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Su nieta lo abrazó y le dijo al oído que tenía que ser fuerte. Ya casi iba a ser su turno para pasar a consulta. Sólo unos minutos más. Él tenía las manos heladas. Su nieta se las sobaba intentando que entrara en calor, pero era inútil. En segundos comenzó a toser de una manera descontrolada. Después empezó a quejarse. Su pecho le dolía.
La nieta asustada pedía ayuda a gritos. Las personas alrededor comenzaron a tranquilizar a la nieta. Un guardia de seguridad llevó rápidamente a una enfermera. Pronto un señor entró al único consultorio en donde se encontraba el único doctor del Seguro Social. Fueron minutos y tantas horas de espera. Aquella alma joven encarcelada en un cuerpo viejo cerró los ojos. Dejó de ver al horizonte. Dejó de recordar el pasado y quizá dejó de sufrir.
La nieta en shock sólo pensaba que aquella familia era la señal que el señor mandó a su abuelo.