Por Rivelino Rueda
En la jornada electoral para la renovación de la gubernatura en Guerrero, en 2015, un reportero local se acercó a un compañero de Radio Fórmula, asignado a la cobertura de esos comicios. El punto de tensión era el municipio de Tixtla, donde se encuentra la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa.
Habían pasado sólo nueve meses de la desaparición de 43 estudiantes de esa escuela. La mayoría de los reporteros nacionales y locales estaban concentrados en ese municipio de la montaña baja guerrerense.
–¿Cómo le hago para que me den trabajo de corresponsal en tu estación de radio?—preguntó el muchacho de unos 23 años, con casaca de reportero color caqui, micrófono sin distintivo y una pesada y rústica grabadora de cinta magnética colgada al hombro.
–Pásame tus datos. Yo se los hago llegar al coordinador de corresponsales de Radio Fórmula. Es mejor que se los entregue yo mismo a que tú te quieras poner en contacto con él –propuso el compañero.
–Te lo agradecería mucho—respondió el compañero reportero local. Su rostro se ruborizó de inmediato y parpadeaba con nerviosismo cuando anotaba sus datos en una pequeña libreta.
–¿Qué si de plano pagan muy mal por acá?—pregunté al muchacho, oriundo de Chilpancingo.
–No tenemos sueldo. El equipo es nuestro. No tenemos prestaciones ni nada. Cuando fui a pedir el trabajo, uno de los requisitos era contar con tu propia grabadora y micrófono. Para lo del salario, la instrucción de los dueños es “ponerse de acuerdo” con los funcionarios, legisladores, directores de comunicación social, jefes de prensa o empresarios para ver “de a cómo es la cuota”.
Claudio X. González Guajardo, uno de los 650 abajofirmantes del desplegado difundido el jueves 17 de septiembre para exigir al presidente Andrés Manuel López Obrador respetar la libertad de expresión, bajo el lema “Esto tiene que parar”, goza desde hace más de dos décadas del privilegio de difundir cualquier información (incluso falsa, sesgada, polarizante, de odio o desde el anonimato) a través de distintas vías.
En 2015, al hijo de uno de los empresarios más influyentes de México, Claudio X. González Laporte, presidente del Consejo de Administración de Kimberly Clark y expresidente del Consejo Coordinador Empresarial (CEE), se le cumplió el capricho de contar con su propio “centro de investigación periodístico”, denominado Mexicanos Unidos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), organismo auspiciado por grupos empresariales y académicos, y en donde las líneas editoriales jamás han tocado temas relacionados con la corrupción y privilegios al interior de la iniciativa privada, así como en gobiernos del PAN.
En ningún momento, a MCCI se le ha censurado alguna investigación o se le ha coartado su libertad de expresión, a pesar de que González Guajardo –quien dejó la presidencia de ese organismo hace unas semanas para dedicarse al “activismo político”– ha financiado spots desde el anonimato, en donde se acusa al gobierno de AMLO de ser responsable de la totalidad de decesos por la pandemia de Covid-19, la muerte de niños con cáncer por falta de medicamento y un “contrainforme de gobierno”, en donde se acusa al presidente de la República de, entre otras cosas, haber llevado al país a la quiebra.
González Laporte, su padre, ideó y financió en la campaña presidencial de 2006 una campaña similar de “guerra sucia” (la cual fue sancionada como ilegal por las autoridades electorales de entonces), por medio de spots en televisión donde se comunicaba un ambiente de miedo y zozobra en caso de que el tabasqueño llegara a la Presidencia.
Ni antes, ni ahora, esos videos han sido censurados. Los X. González han gozado en todo momento de plena libertad de expresión, aún con sus campañas mediáticas fuera de la ley.
¿Cuándo se ha visto una investigación periodística de los medios afines a los X. González sobre la condonación de impuestos de gobiernos anteriores a grandes empresas? ¿Cuándo se ha visto a los abajofirmantes publicar un desplegado exigiendo el respeto irrestricto a la libertad de expresión en el asesinado de 137 periodistas en México entre 2000 y 2020?
¿Cuándo se han pronunciado estos 650 individuos sobre la censura o autocensura que se ejerce desde los mismos medios de comunicación sobre temas que toquen intereses ajenos a su línea editorial? ¿En qué momento ha permitido esta selecta élite la difusión de nuevas voces en los medios o editoriales que dirigen?
¿Cuándo se han pronunciado por la precarización laboral de los periodistas, los que dan la cara, los que están en la calle, los que están expuestos a diversos riesgos, los que llenan planas, portales, espacios radiofónicos, televisivos y digitales con su trabajo? ¿No es acaso este tema lo primero que se tiene que abordar y denunciar si se quiere hablar sobre libertad de expresión?
Más allá de las repudiables muertes de periodistas en México desde el gobierno de Vicente Fox Quesada hasta el de Andrés Manuel López Obrador, la precarización laboral del oficio periodístico es un tema vedado para esta burbuja de supuestos intelectuales, escritores, científicos, politólogos y periodistas.
Recriminan un supuesto riesgo a la democracia por vulnerar lo que para ellos es la libertad de expresión (su libertad de expresión, que siempre han tenido) y nunca se han pronunciado por los salarios de miseria de los periodistas, fotógrafos y camarógrafos involucrados en este maravilloso oficio.
En ningún momento se ha visto a Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín, Gabriel Zaid o Héctor de Mauleón exigir que los periodistas de a pie cuenten con prestaciones sociales, contratos estables, días de descanso, seguro de vida en coberturas riesgosas o reposición del daño a familiares de periodistas asesinados.
Los abajofirmantes se desgañitan y se envuelven en la bandera de la libertad de expresión sólo cuando se exhiben sus excesos, sus privilegios, sus negocios lucrativos a costa del erario, las prácticas de censura y manipulación al interior de sus medios, pero no dicen una sola palabra respecto a las injusticias laborales entre la tropa que está en la primera línea.
Herméticos, clasistas, censores, intolerantes, abyectos, promotores a ultranza del libre mercado y de la competencia económica, salvo en cuestiones de beneficiarse de los recursos del Estado para enriquecerse, muchos de los 650 abajofirmantes han puesto en marcha desde hace más de tres décadas un “periodismo de cuates”, de “recomendados”, de “amigos bien pagados”.
Ni por error permiten que alguna pluma independiente publique en revistas como Nexos y Letras Libres, o en editoriales como Cal y Arena y Clío. Sólo entre ellos se entienden y se publican los unos a otros, y todos coinciden en lo que resuelvan los caciques de siempre.
Si dicen que la libertad de expresión está en riesgo, la libertad de expresión está en riesgo. Si no se chista nada ante los asesinatos y la precarización laboral de los pilares de la libertad de expresión, los periodistas de a pie, que nada se chiste.
A los abajofirmantes también se les emplaza constantemente a que, como periodistas, escritores e intelectuales que dicen ser, asistan a la conferencias matutinas de López Obrador para cuestionarlo e intercambiar ideas, pero los abajofirmantes creen que eso es para la tropa, para el periodista precarizado, para el reportero de a pie que se tiene que despertar a las cuatro de la mañana para ir a recibir los fregadazos verbales del presidente en turno, todo por complacer la línea editorial y lo que asumen como libertad de prensa.
Eso sí, los abajofirmantes son especialistas en bloquear cuentas de usuarios de Twitter que no compartan su librepensamiento y sus publicaciones de odio y polarización.
Hace unos meses cuestioné a Héctor de Mauleón sobre una falta de ortografía y sobre el gran parecido que está tomando la oposición mexicana a la venezolana. Eso fue suficiente para bloquearme. Lo mismo ocurrió con Víctor Trujillo, mejor conocido como el payaso Brozo. Para ellos esto es la libertad de expresión: censurar a las voces que no adulen su forma de concebir la libertad de expresión.

Y sí. Los abajofirmantes todavía están a tiempo de asumir un compromiso con los que, desde la precariedad laboral, ejercen todos los días y a todas horas la libertad de expresión para sacar unos pesos y cubrir las necesidades básicas y las de sus familias.
Están muy a tiempo de pronunciarse sobre este tema porque, a lo largo de la pandemia de Covid-19, se han exacerbado esas prácticas de explotación laboral contra los periodistas de abajo, con despidos, reducción de salarios, cobertura de zonas de alto riesgo de contagio e innumerables amenazas.
Nunca supimos lo que ocurrió con el compañero periodista de Guerrero. No habló con el encargado de corresponsales de Radio Fórmula. Quizá la precarización laboral y los riesgos que se corren en este oficio lo orillaron a buscar otro empleo. No sabemos.
Y sí, la precarización de la labor periodística tiene que parar como condición única para el pleno ejercicio del derecho a la libertad de expresión en una nación que se precia de ser democrática. No así una libertad de expresión basada en privilegios e intereses de grupos o facciones.
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