Por Camila Ayala Espinosa
Foto: Edgar López
En ese momento sus ojos verde olivo se nublaron. El tono de la voz del joven demostraba pesimismo. La tención inundó la habitación. Fue entonces, por un breve lapsus, que a través de la televisión la voz de Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, fue lo único que se escuchó.
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La tradición histórica que se sujeta al inconsciente colectivo sobre el día de San Valentín consiste en que durante uno de los regímenes políticos de la antigua Roma se prohibió llevar a cabo bodas. El Emperador Claudio III ordenó que todos los hombres jóvenes debían ser soldados y célibes.
Valentín, quien era un sacerdote, actuó en contra de lo legislado. En secreto casó a numerosas parejas. Sin embargo. El fin del noble hombre fue trágico, ya que se le encarceló.
Pero su espíritu continúo a través del recordar el día de su muerte. 14 de febrero, el día en que los enamorados están juntos.
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“Chance, también el 14 de febrero estaré ocupado, cubriendo la nota…”, dijo Valentín, quien por un juego del destino poseía el nombre del Santo de los enamorados.
–¿Entonces, ni el 12 estaremos juntos?- pregunté molesta.
Si lugar a dudas, la fecha del 12 de febrero está repleta de hechos, hechos que para algunos pueden quedar impresos, arraigados en la masa gris y en el interés de cada quien.
Fue un 12 de febrero de 1809 que nació Charles Darwin, el padre del evolucionismo natural. Fue en el año de 1984 que, un doce de febrero, murió el escritor argentino Julio Cortázar. Fue hace más de veinte años que la Asamblea Nacional de Venezuela decretó como el 12 de febrero el día de la Juventud. Fue un doce de febrero del año 2015 que Valentín me solicitó ser su novia. Y fue este 12 de febrero que llegaría el Santo Padre Francisco.
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¿Qué tenía de especial un hombre de instrumentaría blanca? ¿Por qué por un ser se podía parar el sistema nervioso de una ciudad, de un país? ¿Por qué precisamente en este fin de semana había venido? ¿Qué connotaciones espirituales y sociales había impresas en estos días?
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Mientras Valentín se encontraba cubriendo, sacando jugo a la nota a la visita del jefe máximo de la iglesia católica, me dirigí a la Villa, con la premisa de una resignación; no celebrar este fin de semana.
Tras varias horas de espera, de repente, un hombre rosado, el Papa Francisco apareció. El ecosistema cambio. Hubo una dualidad de energía y gritos.
Durante la misa, el conocido Santo Padre habló de esperanza, de la fe. Poco a poco sus palabras contundentes tomaron un patrón, un simbolismo, una cuestión que todos aceptaron, que creyeron.
En ese mismo instante de renovación de fe, algunos medios atacaron el ritual y sus palabras, acusándolo de demagogia.
Sin embargo, la moneda quedó en el aire. En este tiempo un orador no había logrado cambiar el pensamiento de la sociedad y causar reflexión.
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Esperanza, esa palabra quedó impresa dentro de mí. Fue entonces que a la una de la tarde, el 14 de febrero, si vi a Valentín.