Por Irma Ramírez Orozco.
En los tiempos del sexenio de Vicente Fox llegué como directora a una escuela primaria ubicada en un asentamiento irregular; era un desierto salitroso sobre un pantano. Los habitantes habían emigrado de diferentes entidades del país; no contaban con una historia común que les diera cohesión.
Los adultos salían a trabajar desde muy temprano y regresaban ya muy avanzada la tarde. No se contaba con los servicios de agua potable, drenaje, ni luz eléctrica. Resultaba impresionante ver a una gran cantidad de perros al borde de la carretera esperando a sus dueños, para protegerlos de la oscuridad y sus terrores.
La escuela estaba expuesta a todo tipo de agresiones y despojos. Se tomaron medidas de seguridad para retirar fondos del banco. Existía un negro historial de robos a la Asociación de Padres de Familia; aunque se levantaba el acta correspondiente, esos delitos jamás habían sido aclarados. Las sillas y los bancos se aseguraban con cadenas o lazos, porque se corría el riesgo de que desaparecieran durante las asambleas de padres de familia. Antes no conocí un promedio de aprovechamiento tan bajo, el de la escuela era de 4.5 en una escala del uno al diez, como sabemos. Si un profesor optaba por imponer una disciplina rígida y autoritaria, era probable que a la salida una banda lo estuviera esperando para “cobrársela”.
La seguridad de alumnos y profesores era una moneda al aire, en apariencia, cuestión de suerte. Después de cumplir con nuestras labores en el turno vespertino, tratábamos de salir lo más rápido posible porque bajo la oscuridad la violencia alcanzaba niveles espeluznantes.
Varias veces recurrimos a las autoridades municipales pero el asunto quedaba en los vericuetos de la burocracia. Ante la actitud indolente o la incapacidad del Ayuntamiento, acudimos a otras instancias, el caso era hacernos visibles. Así llegamos al Programa Escuelas de Calidad.
El brillo de una idea nos deslumbró y nos aferramos a ella:
“…la estrategia del Programa Escuelas de Calidad será apoyar las acciones que la comunidad de cada centro escolar decida…”
Según los documentos, partiendo de un diagnóstico, se debía construir con todos los integrantes de la comunidad escolar, un proyecto propio, a mediano plazo.
Logramos entusiasmar a los padres de familia, a los profesores, a los alumnos. Se hicieron reuniones, encuestas, campañas, propaganda. Entre los documentos que daban soporte al proyecto, cada participante narró en una hoja de papel cómo se expresaba en la escuela el problema de la violencia y la inseguridad. Esto resultó muy interesante y conmovedor.
Enviamos nuestro proyecto a las oficinas centrales de Educación Básica ubicadas en la capital del estado como indicaba el instructivo. Muy pronto recibimos la noticia: nuestro trabajo había sido elegido. Para continuar con los trámites debíamos presentarnos en la Dirección General. En esa oficina se nos informó que nuestro trabajo no estaba dentro del acuerdo tomado con las Supervisiones Generales. Mostramos el documento que nos acreditaba como seleccionados, explicamos la importancia de la participación de profesores y padres de familia en la formulación del diagnóstico y las soluciones, pero la profesora que fungía como secretaria nos habló como quien trata a un niño pequeño: “Nos llegó la orden”, repetía alargando la frase. “Desde muy arriba” hicieron un estudio y se llegó a la conclusión de que el principal problema es la comprensión lectora, así que se realizarán actividades que estimulen el gusto por la lectura y su comprensión. Es que “Nos llegó la orden”, “Desde muy arriba”, recalcaba. Regresamos a las oficinas generales en la capital del estado, pero nadie pudo orientarnos al respecto.
No íbamos a negar que la comprensión de la lectura era uno de los grandes problemas de la educación, pero no regresaríamos a la escuela para decir: lo que detectamos como lo más importante no lo es, nosotros no sabemos ni podemos reflexionar, ni proponer, ni actuar, porque allá “los de muy arriba” sí saben y hay que hacer lo que ellos dicen.
Nuestro trabajo rendía frutos. Estábamos aprendiendo a tomar decisiones colegiadas. Entre los padres y los profesores empezaba a darse una comunicación que no existió antes de iniciar el proyecto. Estábamos aprendiendo a planear en colectivo. Se fortaleció el trabajo del Consejo Técnico. No se trataba de acciones extraordinarias, tampoco innovadoras, simplemente construir un ambiente amable a través de impulsar el deporte y la música, abierto a la comunidad. Conocer la situación de violencia, drogadicción, pandillerismo y al mismo tiempo descubrir que muchas personas estaban dispuestas a dar tiempo y trabajo a nuestro proyecto resultaba gratificante.
Después de recurrir a varias instancias, la Dirección General se me dijo:
––Mira, maestra, te voy a prestar este proyecto, le quitas el nombre y le pones el de tu escuela. ¿Ya sabes cómo, no? Le sacas tres copias y me lo traes antes de las dos de la tarde porque si no, ya no entra este año.
Los padres de familia y profesores que estábamos ahí cruzamos miradas de coraje e impotencia. Deliberamos un momento. Decidimos entregar el proyecto igual al de las demás escuelas, así recibiríamos una cantidad en pesos y centavos, que sin duda favorecería a nuestro centro escolar. Por supuesto, también se beneficiaba a las empresas designadas como únicas proveedoras del programa.
De esta manera he querido ilustrar la manera vertical, autoritaria y desvinculada con que se opera en las diferentes instancias que conforman la Secretaría de Educación Pública. Si en el actual Modelo Educativo se hace explícito que “El sistema educativo ha operado de manera vertical y prescriptiva, lo que frena la creatividad, la innovación y los cambios tendientes a mejorar el aprendizaje”, resulta inexplicable la creación del INEE, un monumento a la incongruencia ya que se ha convertido no en el orientador y facilitador de la creatividad y la innovación, sino en el gendarme que vigila, controla y atemoriza a los profesores.