Por Sahian González Cedillo
Su rostro se le llenaba de lágrimas. En su mirada crecía el miedo y la impotencia. Iba perdiendo la fe en aquel hombre por cada segundo que pasaba.
La miraba y no sabía qué hacer. Ella lloraba y repetía desesperada “ya suéltame, me estás lastimando”, mientras la sujetaban fuertemente del cuello con un brazo que simulaba una llave de luchador.
Era un domingo cualquiera a las 7:45 de la tarde, saliendo de la función de las cinco en la Arena Coliseo. Los vendedores aprovechaban para ofertar su producto. La gente, aún emocionada, salía gritando y platicando sobre cuál lucha había sido su preferida.
La mayoría de los niños en los hombros de sus padres mostraban orgullosos sus máscaras recién adquiridas de su luchador preferido.
Un señor de aproximadamente 40 años y de un metro ochenta de altura –que vestía unos bermudas azul marino y una playera sin mangas color blanco– sujetaba firmemente, con un sólo brazo, el cuello de su esposa, asemejando una llave que seguramente aprendió del show.
Sin embargo, claramente no era juego. Se notaba por el semblante pálido de la mujer, a pesar de sus lágrimas que recorrían su rostro color canela, así como la forma desesperada por tratar de salir de esa incómoda posición.
Su hijo, de aproximadamente 10 años de edad, miraba con coraje a su padre, entendiendo perfectamente el sufrimiento que le hacía sentir a la mujer que le dio la vida. Estaba desesperado, con ganas de ayudar pero sin poder resolver algo por su corta edad.
El agresor se llevó a su víctima detrás de un coche blanco mientras ella seguía implorando a voz baja, seguramente para terminar lo que había comenzado, una más de las golpizas que ella tiene que aguantar sin razón alguna.
Con el bullicio de los vendedores y las personas animadas aún por el show, nadie se daba cuenta y si se fijaban no decían nada; incluso, no faltaba el comentario machista “de seguro bien merecido se lo tiene”.
Sólo una familia que pasaba por el lugar se percató del incidente e, indignada y molesta, comenzó a buscar a los policías sin tener resultado alguno.
Familias enteras sufren de violencia intrafamiliar diariamente y, aunque las cifras son alarmantes, las víctimas aún se encuentran con el enemigo por miedo, por dependencia o simplemente por amor.
Un amor que la sociedad ha permitido crecer… Que tal vez comienzan con la frase más insignificante como “Tú, como mujercita, pon la mesa”.