Mónico: la guerra por la memoria, por los recuerdos

Por Rivelino Rueda

No podían ponerse de acuerdo 

sobre lo que fuere bueno 

y lo que fuese malo. 

No sabían a quién culpar

 ni a quién justificar.

 Los hombres agredíanse mutuamente, 

movidos de un odio insensato

Fiódoro Dostoyevski/Crimen y Castigo

Seis horas después del tiempo que regularmente hacía en ese recorrido en Trolebús por Niño Perdido-Eje Central Lázaro Cárdenas-San Juan de Letrán, de Viaducto al Circuito Interior, llegó a casa confundido a bordo de un taxi. 

En algún momento de ese trayecto la memoria falló. 

Así dio inicio a una guerra interna de ocho años con la implacable enfermedad blanca, una batalla brutal entre la mente y el cuerpo; entre el sistema nervioso central y la carne, los huesos, la sangre, las entrañas, la razón, el olvido progresivo… los seres queridos que se difuminan en el tiempo y ya no regresan más.

También hay guerras propias. Cruentas. Desiguales. Malditas. Llegan silenciosas y las primeras señales son devastadoras. Arrasan con todo a su paso. Maniatan y se ensañan día a día. Todo lo borran. Todo lo aniquilan. 

Condenan a tragarse la rabia y a ser pacientes ante la tortura, de uno y de otro lado. Son guerras que cortan fino, donde duele, donde duele e inmoviliza.

Encadenar la memoria. Soldarla con grilletes mientras sus chasquidos hirientes vagan en días mansos y en noches infinitas. Los vuelcos del reloj interno. El trastorno de planetas y galaxias.

Es la encarnizada lucha del invasor poderoso en el cuerpo de un hombre de más de ochenta años que le planta cara. Que tomó la determinación de resistir hasta el último segundo para cerciorarse que no faltaba nada. 

Sí. Que todos estaban ahí. Que había cumplido su cometido en el frente de batalla. Que se iba el mismo día que conoció la luz… Que papá y mamá lo llamaban. Que sólo con Dolores quería estar en ese momento eterno. 

***

Para evitar más fugas había que colocar más cerraduras. Para sofocar con encierros a un hombre llagado de libertad durante toda su vida, los cerrojos fueron un juego de niños. 

Al menor descuido, chapas, puertas, candados, cámaras de vigilancia, llaves, cadenas, eran burladas. 

En esta guerra entre la enfermedad blanca y el hombre que desde niño abandonó el hogar para ir a buscar suerte en los llanos mutados a canchas de futbol, la batalla la ganó la libertad.

Mónico avanzó siempre hacia el pasado en esos escapes. Dos veces huyó hacia los pequeños resquicios que le abría la memoria. Burlaba los cercos que le iba poniendo ese huracán que se desarrollaba en su cabeza. 

Sabía de ello. Sabía driblar con maestría esos obstáculos. No por nada uno de los mejores futbolistas profesionales que ha dado México, Carlos Calderón de la Barca, dijo en una reunión, allá a mediados de los ochenta, que para él, el mejor futbolista que había visto, era “El Farol”. 

Y señaló a Mónico.

Dos veces también llegó mal herido, con sangre en el rostro y en la ropa. Corría hacia el pasado, vertiginoso, aprisa, libre. Corría hacia la memoria, en los terrenos donde corrió de chamaco. 

Corría con ese deseo de encontrarse con alguien, de platicar con Cato, o con Luis, o con Chavo, o con Eloísa, o con Miguel, o con Luisa… Corría para sanar el olvido, para vencer a esa enfermedad artera, para ganar mil veces esa guerra por recordar.

***

El enemigo utiliza las armas más despreciables. Multiplica su letalidad con saña. No se conforma con arrancarle al individuo lo más entrañable de su existencia: su memoria.

Va más allá y vapulea cada rincón de la piel, de la entraña, del esqueleto. Luego de nuevo taladra el cerebro. Luego se va a las mandíbulas y a los dientes. Luego al habla. Luego deforma y ensancha y achica la visión de los objetos. Luego viene el olvido, de los amigos, de las cosas, de los hijos, de comer, de Dolores.

En una etapa Mónico también regaló muchas de sus cosas más preciadas. 

Primero fue su colección de monedas y billetes, después fotos, sombreros, boinas, recortes de periódico que siempre cuidó con el alma, trajes de vestir, trofeos, libros, documentos personales y de la familia, relojes, corbatas, zapatos y playeras de futbol… Todo lo que, en ese momento, para él, ya había cumplido su propósito de vida.

Luego vino el periodo del insomnio del hambre. El engranaje interno carraspeaba con agudeza. Dos, tres, cuatro de la mañana y Mónico en la cocina atragantándose de chocolates, pan de dulce, galletas, chorizo, huevo crudo, dulces, leche, refresco de cola, queso, aceitunas, nueces, azúcar a cucharadas. 

La perilla de la estufa abierta. El gas escapándose en silencio y Dolores intentando descansar unos minutos por los veinte años de cuidar ininterrumpidamente a sus enfermos. 

El piso del baño es pegajoso por la orina turbia. Las preguntas son más frecuentes por los hermanos fallecidos. Todo se va difuminando lento. Las letras. Las palabras. Las fotos. La guerra sigue su curso, implacable, amarga, dolorosa.

***

Un vórtice poderoso, cuasi bíblico, se posó sobre Mónico cuatro semanas antes de su partida. Millones de ejércitos atacaron por todos los flancos en una guerra de devastación total. 

Uno a uno, con el tenaz carácter que lo hizo único, Mónico fue debilitando las primeras líneas de esa peste blanca. 

Cedió hasta que él quiso. A su modo. No al que dictaban las reglas de estos ejércitos sanguinarios, letales, inmisericordes.

Hoy estas guerras sin cuartel las libran alrededor de 50 millones de personas en el mundo. 

La demencia senil, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), es la causante de 10 millones de nuevas guerras al año, guerras cruentas que se presentan en cada mujer y hombre que no tienen la opción de un armisticio; que tienen que enfrentar cara a cara esta enfermedad blanca que devora sistemáticamente los recuerdos y la memoria de quienes la padecen.

El avance despiadado de esta invasión silenciosa deja una estela de olvido, de miedos y de dolor. Las rendijas de lucidez son escasas. Por ahí nos colábamos todos en esos momentos. Por esas ventanas estrechas nos reencontrábamos y nos despedíamos. Por ahí nos abrazábamos y nos aliviábamos del desastre.

Hubo un vórtice que se revirtió aquella mañana del 6 de abril de 2021. Un vórtice poderoso que engulló a esos ejércitos letales que se encontraban en la fase final de su ataque. 

Así se ganan esas guerras, con memoria, con recuerdos, con la determinación profunda de que ellas y ellos nunca, nunca se van.

@RivelinoRueda

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