Por Fernanda Ramos Pintle
Foto: Edgar López
(A un año de la visita de Francisco)
Dos personas con ropa deportiva se unen a las escasas diez que nos encontrábamos en la cuerda de seguridad. Sudados, procedentes de una mañana en aquel gimnasio que tiene vista preferencial a la avenida Patriotismo, comienzan una conversación sobre una película.
–¿Viste Spotlight?
–No.
–Vela, es sobre los pederastas. Eso pasaba en mi escuela, los padres tocaban a mis amigos.
Sobre Avenida Patriotismo esquina con calle Watteau, cerca de un gimnasio y un restaurante de hamburguesas, se reunían las personas para ver por segundos al Santo Pontífice en su paso hacia Campo Marte. Ninguna familia se veía completa, eran parejas, madres solteras o alguno que otro curioso en espera del “Papa mexicano”, como lo cantaban algunos que estaban más animados.
La seguridad era exagerada, de acuerdo a muchos. “Ni que lo fueran a matar, además a él no creo que le importe si nos pasamos de la raya”, decían unos. Otros se quejaban del atrasó en los tiempos, ya que se esperaba su llegada a las 9:30 y se retrasó una hora.
Los policías, como Armando Hernández, ya no daban crédito a las horas que estaban trabajando. “Llevo 36 horas trabajando, lo he visto cuatro veces, sólo quiero irme a casa”.
Bajo este cansancio, al policía Hernández no le importaba si la gente quería cruzar del otro lado para llegar a la escuela que imparte clases de regularización de matemáticas, física y química, CONAMAT, los dejaba o simplemente les decía que preguntaran a su superior.
Ni con el retraso de una hora las vallas se llenaban. Todo estaba un poco desolado. Nada parecido a las visitas de Juan Pablo II, donde en vagos recuerdos, mi madre me levantó para que me diera la bendición y logrará verlo sobre toda la multitud. En esta ocasión estaba en primera fila y en la única que había.
Para sorpresa de muchos hasta había escases de vendedores, sólo uno hizo su agosto al proporcionar banderines del Papa y otro no había tenido venta por la foto del recuerdo.
La gente desesperada seguía con las quejas. Los policías no podían más, suplicaban que el Vicario de Cristo pasara para que fuesen a dormir por unas horas y estar listos para la siguiente jornada a las 4:00 de la mañana.
Unos animosos comenzaron con porras: “¡Francisco, hermano, ya eres mexicano!”, “¡Se ve se siente el Papa está presente!”. Muy pocos los siguieron, sólo algunos niños que jugaban espadas con los banderines y hacían caso omiso a los regaños de sus padres.
Al grito de “¡Ya viene el Papa!”, policías extendieron sus brazos por si la gente se aventaba. Las porras las entonaron más fuerte, sacaron sus celulares y 28 motocicletas de policía federal, de la Ciudad de México y de tránsito pasaron. Cinco camionetas Suburban y el famoso Fiat 500x ahí estaba.
El Papa saludaba de un lado a otro, sonreía y los fieles gritaban. Dos segundos pasaron y siguió. La gente no pudo tomar ninguna fotografía, “¿Para esto espere?”, refunfuñaban.
Sin embargo, los deportistas sólo se dieron la vuelta y negaron con la cabeza, pues la fe en la institución eclesiástica, de uno de ellos, terminó el día que vio a sus amigos ser tocados por los sacerdotes de su escuela; el día en que un sacerdote lo amenazó con darle un reporte sino se dejaba tocar; el día que su madre no le creyó y el día en que dejó de ir a esa escuela por acoso.
Así fueron los espectadores de Francisco, quejosos, eclécticos, escasos y con poca fe, en un México donde los fieles católicos disminuyeron 82.9 por ciento, de acuerdo al último censo del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).