Por Víctor Manuel Del Real Muñoz
Ilustración: Ricardo Camacho
POR AQUELLOS NECIOS, A LOS QUE EL SILENCIO
NO SE NOS DÁ.
VICTOR MANUEL DEL REAL MUÑOZ
A veces diera la impresión que estamos soñando, en medio de una absurda y tétrica pesadilla. La aparición del sudor y las taquicardias dentro de una crisis de pánico son algo normal, nos levantamos de golpe, indefensos en ocasiones.
Es como si viviéramos en un país de tinieblas, porque fallido a veces ya es insuficiente y hasta laxo como calificativo; en ocasiones se nos figura como si estuviéramos siendo intervenidos por alguna potencia hegemónica, llegamos a pensar en ese sonido estruendoso de los vehículos de guerra estadounidenses o rusos, luego nos percatamos que no hemos llegado a tanto, en todo caso a veces son nuestras propias fuerzas armadas.
El México de ahora por momentos rememora los trágicos pasajes de las dictaduras militares, esos perfiles gorilas y grotescos de gobiernos antisociales de los años setenta y ochenta en Sudamérica, donde el miedo, la sangre y el silencio eran la ley.
Los asesinatos, la crisis socioeconómica, la sangre derramada y el movimiento de ese oscuro compás de espera, ante la adversidad, son cartas de presentación ya acostumbradas en México.
Leemos la prensa y los reportes de los más notables del periodismo nacional, léase los encumbrados de la comunicación pues, o bien los jefes de jefes, que en aras de solidarizarse cuan camaradas de oficio adoloridos, absurdamente concluyen que ante el asesinato sin escrúpulos de otros colegas pues es el mero resultado simple y objetivo de los efectos colaterales naturales, como fríamente citan algunos de ellos, otros alardean sobre las secuelas a las que debemos adaptarnos por tener un “válido combate” del Estado a los grupos criminales que supuestamente laceran la tranquilidad social. Qué ironía, what a fuck!
Lo que si es cierto es que ver todas estas tragedias de comunicadores asesinados, de la manera más salvaje y ruin trauma, genera miedo, paraliza, entristece, causa desesperanza, baja la moral, doblega el ánimo, y sobretodo jode demasiado. Rompe las pelotas en términos concretos.
Ser periodista en este país, sobre todo en temas de coyuntura y de denuncia, y hasta de reportaje amarillista con temas de narco es casi como comprar un pasaporte para la adrenalina permanente, es como si eternamente tuvieras que vivir en medio de una montaña rusa, con la salvedad de que en un parque de diversiones lo más que sucede es que te baje la presión y te marees, y de este lado la muerte es tu destino fatal y final.
México pasó de los tiempos en donde ser estudiante era peor que ser delincuente; ahora podríamos conservar el de estudiante y añadir el de periodista. Te cuesta morir, desaparecer o de menos ser violentado con un estate quieto cabrón.
Este es el México de la censura eterna, aquella que se complementa con la muerte. No sobra decir que somos vistos en el mundo de manera desoladora, y que quizás del extranjero recibimos muestras de solidaridad y de consternación más profundas y fraternas que las propias, porque desgraciadamente el hábito y la “natural costumbre” de matar periodistas ya se hizo pan nuestro de cada día. Qué puta y jodida ironía, what a fuck again!
La censura empieza desde el famoso -o le bajas, o te matamos por pasado de verga culero- en nuestras bandejas de comentarios a los trabajos que publicamos en nuestros periódicos y/o medios, hasta los mensajes de perfiles y cuentas “fake” con simbolismos y lenguajes extraños pero un profundo código de represión y un sentido sofisticado de penetración de miedo que recibimos vía Messenger o correo electrónico, o mensajería de twitter.
Bajo el escenario anterior para muchos tomar las laps y sentarse a escribir es ya un mero acto de incitación propia al miedo, o mínimo de garantía de nervios, de incertidumbre y a veces hasta de paranoia. Escribir y temblar, ¿no les ha pasado?
Posterior a ello, y ya cuando agarramos patín, neciamente nos negamos a autocensurarnos; en muchas de las ocasiones optamos por doblegar esos obstáculos emocionales y publicar, darle para delante, asumir un natural –lo que tenga que suceder, total-; nos gana la idea y la convicción de ser libres, de socializar nuestro hallazgo, nuestro punto de vista por más estúpido que sea pero siempre conservando la ética, la seriedad de nuestras fuentes y el criterio profesional; incluso sobreponemos nuestro ingenuo sentido de hacernos ese mártir que todos llevamos dentro […] es simple, a veces sin darnos cuenta podemos mirar que somos el oficio más revolucionario y más valiente del mundo.
Por todos los que ya no están, por sus familias, por nosotros como colegas y camaradas, porque moriremos defendiendo nuestros derechos a expresarnos aún no estemos de acuerdo unos con otros, por nuestra sociedad, y por la libertad no nos callarán […] viva la libertad.