Por Rivelino Rueda
Foto: Camila Rueda Loya
Los dedos de la mano derecha de Nuria tienen la semejanza de tendedero en azotea de multifamiliar. De ahí cuelgan las diminutas telas multicolores. La mano izquierda la utiliza para recoger “el producto”.
A la mujer de más de cincuenta años la “nueva normalidad” le abrió nuevos horizontes laborales: vender cubrebocas que se encuentra en las calles.
Trabajaba en un negocio de comida rápida, en los asuntos de la limpieza de baños.
Pero la pandemia pegó brutal. El restaurancito no aguantó los primeros seis meses de la peste y, en septiembre del año pasado, cerró indefinidamente. Ya en la “segunda ola”, los dueños determinaron cerrar para siempre.
Es el segundo domingo de noviembre de 2021. El frío es despiadado a las siete de la mañana. Hacia el oriente de la Ciudad de México apenas se alcanza a divisar el tímido chisporroteo de rayos solares anaranjados y violetas.
Nuria viene del otro lado, del poniente, del pueblo de Santa Fe, del lado de las barrancas, donde “coloca el producto” a cinco pesos, si es de tela, y a un peso el de gasa quirúrgica, “si está en buen estado”.
***
Tuerce las cejas cuando se le indica que se puede contagiar. Balbucea algo inentendible y saca del bolsillo de su pantalón de mezclilla negro un pequeño frasco de gel antibacterial. Lo agita en el aire y luego señala su propio cubrebocas.
“¡Estoy protegida! ¡No pasa nada!”
Sólo detiene sus brinquitos de huída cuando se le comenta que eso no es suficiente, que la pandemia sigue.
Nadia se rasca la cabeza. Sus movimientos son atemporales. No tiene porqué darle explicaciones a nadie. Mucho menos justificar minucias ante la miserabilidad humana que emergió en los tiempos de la peste…
“De algo tengo que comer… De algo tienen que comer mi mamá y mi tía, que ya son grandes, que ya no pueden salir a trabajar, ¿no cree?”
***
Tirita. Nadia tirita por el vientecillo helado del cruento otoño capitalino. Hasta ahora la recolección de “productos” no ha sido la esperada: siete cubrebocas en buen estado (dos de tela y cinco de gasa quirúrgica) de seis de la mañana a siete y media.
El fin de semana largo por el aniversario de la Revolución Mexicana, que ya derivó en una ingesta consumista denominada “Buen Fin”, parecía que dejaría más dividendos para el negocio del reciclaje pandémico.
Nadia se rasca la cabeza y tiembla en medio de las primeras luces de este domingo.
“Pero no crea que los vendo así. Los de tela los lavo y a los delgaditos los limpio con gel… Además dicen que ya casi no hay contagios, que ya casi se acaba esta cosa”.
Y Nadia tiene la fórmula mágica para hacerse de los trapos bucales más “pasables”: llegar antes que el barrendero de la zona.
“Luego hay que estar casi arrebatándoselos y sacándolos de los barriles de basura que traen… Me dicen que soy una puerca irresponsable, pero yo, como ellos y sus familias, tenemos que comer. ¡Que no me chinguen!”.
***
Nadia es una humareda. Desprende vaho aquí y allá. El cabello, las manos, los huecos del cubrebocas, los lagrimales… Toda ella es vapor crepuscular.
Va hacia el Mercado de Medellín, en la Colonia Roma, a unas cinco calles de esta parada involuntaria.
Las aves aún no se atreven a trinar. Es un acto muy valiente, casi suicida, abrir el pico esta mañana de alfileres de hielo punzando las sienes, los pómulos y el esqueleto entero.
La mujer apresura el paso.
Nada, nadie la hará entrar en razón que lo que hace es un riesgo extremo para ella, para su familia, para los incautos que compran los trapos bucales de doble uso…
Nada, nadie le garantiza que esta tarde, mañana, cuando el sol apriete un poco y desentuma hasta las ideas, alguien le ofrecerá un trabajo estable para salir al paso del hambre…
Aunque sea regresar a su antiguo empleo, limpiando baños en un negocio de comida rápida.
@RivelinoRueda
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