Por Aurora Villaseñor Mejía
Por ahí iba la mujer, cabizbaja, sin asimilar el vacío no sólo del féretro que abrazaba, sino del que la invadió inoportunamente, después de que unas llantas reventaran injustamente el cráneo infantil.
Ahí va la mujer, procurado y condicionado para los eventos concebidos desde las entrañas maternas, excluyendo toda perversidad en la que pudieran –la imaginación y la inocencia– tornarse en espesos charcos rojizos, recordando así lo antinatural que resulta el que una madre entierre a su hijo.
Entonces ahí andaba, con el paso corto pero apresurado como única vía. La madre de pantorrillas acalambradas atravesaba la ciudad siempre igual. El fin último era arribar al lecho en el que yacía inmóvil su pequeña, por lo que, arrimado contra el vientre e inclinado diagonalmente sobre la cadera, el ataúd comprado con limosnas que permitiría a su hijita descansar dignamente, dolía en la curvatura de la espalda.
Adelante, la gente indiferente, “trajeada” y con portafolio en mano, no mostraba reacción alguna que revelara empatía u horror. Ni siquiera percibía aquella alma en pena con la carne requemada ya por el sol, sea porque venía atrás o debido a que lo ajeno radicaba en que nunca les había sido arrebatado algún descendiente.
Sin embargo, la madre tampoco se enteraba de quien la rodeaba, absorta en su sombra, resguardándola desde la plancha de cemento, daba por alto la rutina en la urbe ¿Qué podía importarle ahora?
Los “sombrerudos” al frente continuaban su plática. Las manos en los bolsillos del pantalón demostraban una actitud siempre igual. El joven rostro en dirección opuesta tenía unos ojos enfocados que cuestionaban aquel escenario de peatones. Entre ellos, la mujer de cabello corto hacia atrás, sostenido por cucas, suéter aflojado, falda lisa cubriendo las rodillas y zapatos con suelas igual de llanas, que una vida posterior dio un vuelco tan violento.
El poste de luz renegaba de la situación con sus letras diciendo “NO” en negro, plasmadas sobre una placa, obligando a los carros anchos de lámina a evitar estacionarse. Cables cruzaban la calle de acera a acera. La cerveza Corona se promocionaba pintada en los edificios. Entre “trajeados” y “sombrerudos”, parada una madre en la línea divisoria de la vida y muerte, comprobó que las diferencias existen hasta el último latido de un cuerpo agonizando.