Por Guillermo Torres
El movimiento zapatista tiende a rectificar la historia de México y el sentido mismo de la nación, que ya no será el proyecto histórico del liberalismo. México no se concibe como un futuro que realizar, sino como un regreso a los orígenes.
El radicalismo de la Revolución mexicana consiste en su originalidad. Esto es, en volver a nuestra raíz, único fundamento de nuestras instituciones. Al hacer del calpulli el elemento básico de nuestra organización económica y social, el zapatismo no sólo rescataba la parte válida de la tradición, sino que afirmaba que toda construcción política de veras fecunda debería partir de la nación, del pueblo… el “pasado” indígena.
El tradicionalismo de Zapata muestra la profunda conciencia histórica de este hombre, aislado en su pueblo y en su raza. Su aislamiento, que no le permitió acceder a las ideas que manejaban los periodistas y tinterillos de la época, en busca de generales que asesorar, pues la verdad de la Revolución era muy simple y consistía en la insurgencia de la realidad mexicana, oprimida por los esquemas del liberalismo tanto como por los abusos de conservadores y neoconservadores.
El rechazo del pensamiento sistémico hacia la teórica intersubjetiva de la realidad y, por ende, de las acciones sociales culmina en una propuesta teórica, donde se expone el carácter aleatorio de la naturaleza de la vida para el desarrollo del sistema, pudiendo pervivir sin tener que aludir a la existencia de los seres vivos para explicar la racionalidad y constitución.
La racionalidad es intrínseca al sistema, teniendo la capacidad de emisión de códigos de acción para ser utilizados como referentes para la comunicación social.
Así, el sistema provee de racionalidad a la acción social comunicativa para participar en sus redes y vivir el entorno. Niklas Luhman señala: “La socialidad no es ningún caso especial de la acción, lo que sucede es que en los sistemas sociales la acción se constituye por medio de la comunicación y de la atribución en una reducción de complejidad, como autosimplificación del sistema”.
Una de las aportaciones más importantes del movimiento estudiantil de 1968 tal vez sea el concepto de revolución cultural que posee. Y al decir que su relación con el zapatismo es un reencuentro con el pasado, sin ir más lejos en la historia, es un punto en el que convergen las demandas populares más legítimas por las que la tradición de resistencia ha luchado, aquel fue un movimiento iniciado por estudiantes que pronto se convirtió en una manifestación social en la que se juntaban la diversidad de sectores de la sociedad.
El zapatismo fue una vuelta a la más antigua y permanente de nuestras tradiciones. La Revolución se convierte en una tentativa por reintegrarnos a nuestro pasado, por asimilar “nuestra historia”, por hacer de ella algo vivo: un pasado hecho ya presente.
Contrasta esta voluntad de integración y regreso a las fuentes con la actitud de los intelectuales de la época, que no solamente se mostraron incapaces de adivinar el sentido del movimiento revolucionario, sino que seguían especulando con ideas tenían más función que la de máscaras.
La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado. Vuelta a la tradición, reanudación de los lazos con el pasado, rotos por la Reforma y la Dictadura, la Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre. Y por eso, también es una fiesta: la fiesta de las balas.
La Revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir el aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por miedo a ser.
La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano.
Toda la historia de México, desde la Conquista a la Revolución, puede verse como una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas, y de una Forma que nos exprese.
Las sociedades precortesianas lograron creaciones muy ricas y diversas, según se ve por lo poco que dejaron en pie los españoles, y por las revelaciones que cada día nos entregan los arqueólogos y antropólogos. La Conquista destruye esas formas y superpone la española.
Ni el catolicismo, cerrado al futuro, ni el liberalismo, que sustituía al mexicano concreto por una abstracción unánime, podían ser esa forma buscada, expresión de aspiraciones particulares y anhelos universales.
La Revolución fue un descubrimiento de nosotros mismos y un regreso a los orígenes, primero; luego una búsqueda y una tentativa de síntesis, abortada varias veces, incapaz de asimilar nuestra tradición y ofrecernos un nuevo proyecto salvador, y finalmente fue un compromiso.
Ni la Revolución ha sido capaz de articular toda su salvadora explosión en una visión del mundo, ni la “inteligencia” mexicana ha resuelto ese conflicto entre la insuficiencia de nuestra tradición y nuestra exigencia de universalidad.
El sentimiento de soledad, nostalgia de un cuerpo del que fuimos arrancados, es nostalgia de espacio. Según la concepción muy antigua y que se encuentra en casi todos los pueblos, ese espacio no es otro que el centro del mundo, el “ombligo” del universo.
A veces el paso se identifica con ese sitio y ambos con el lugar de origen, mítico o real, del grupo. Entre los aztecas, los muertos regresaban al Mictlán, lugar situado al norte, de donde habían emigrado. Casi todos los ritos de fundación, de ciudades o de mansiones, aluden a la búsqueda de ese centro sagrado del que fuimos expulsados.
Los grandes santuarios son representaciones rituales de las que cada pueblo ha hecho en un pasado mítico, antes de establecerse en la tierra prometida. La costumbre de dar una vuelta a la casa o a la ciudad entes de atravesar sus puertas, tiene el mismo origen.
Por obra del mito y de la fiesta secular o religiosa el hombre rompe su soledad y vuelve a ser uno con la creación. Y así, el Mito disfrazado, oculto, escondido reaparece en casi todos los actos de nuestra vida e interviene decisivamente en nuestra Historia: nos abre las puertas de la comunión.
“Si toda reflexión y toda vida auténtica consiste en afrontar los términos con que la realidad se nos ofrece, a riesgo de desgarrarnos, sí pero también como única posibilidad de ser, no nos queda más recurso que encararnos a lo que nuestra realidad tan imperiosamente nos obliga a pensar y vivir. El objeto de nuestra meditación no es diverso al que desvela a otros hombres y otros pueblos: ¿dónde y cómo crear una forma, una cultura, que no niega a nuestra?
Para los clásicos del pensamiento revolucionario del siglo XX, la Revolución sería la consecuencia del desarrollo: el proletariado urbano pondría fin al desequilibrio entre el progreso técnico y económico (el modo de producción industrial) y el nulo o escaso progreso social (el modo de propiedad capitalista).
Para los caudillos revolucionarios de las naciones atrasadas y marginales del siglo XX, la Revolución se ha convertido en una vía hacia el desarrollo, con los resultados que todos conocemos.
Los modelos de desarrollo que hoy ofrecen el Este y Oeste son compendios de horrores: ¿se pueden inventar modelos más humanos y que correspondan a lo que se es?
Gente de las afueras, moradores de los suburbios de la historia, los latinoamericanos son los comensales no invitados que se han colado por la puerta trasera de Occidente; los intrusos que han llegado a la función de la modernidad cuando las luces están a punto de apagarse – llegan tarde a todas partes–, nacieron cuando ya era tarde en la historia.
Tampoco se tiene un pasado o, si lo tienen, han escupido sobre sus restos. Sus pueblos se echaron a dormir durante un siglo y mientras dormían los robaron y ahora andan en andrajos. No se logra conservar ni siquiera lo que los españoles dejaron al irse, se han apuñalado entre ellos.
Y ahora, ¿serán al fin capaces de pensar por su cuenta? ¿Podrán concebir un modelo de desarrollo que sea su versión de la modernidad, o más aún del neoliberalismo y la globalización?, ¿Proyectar una sociedad que no esté fundada en la dominación de los otros y que no termine ni en los helados paraísos policiales del Este ni en las explosiones de náuseas y odio que interrumpen el festín del Oeste?
Abordando un nivel que implica la situación del supuesto “nuevo orden mundial” ¿podrían los Estados Unidos dialogar con ellos?
Es posible, a condición de que aprendan antes a hablar con ellos mismos, con su propia otredad: con sus negros, sus chicanos y sus jóvenes. Habría que decir algo parecido a los latinoamericanos: la crítica del otro comienza con la crítica de uno mismo.