Por Carlos Alonso Chimal Ortiz
Foto: Mónica Loya Ramírez
Rocío era esa chica que llega a tu vida en el momento menos inesperado. Tenía los ojos grandes, sus cejas eran perfectas, combinaban muy bien con esos ojos hermosos.
Ella es la dueña de mi corazón…
Rodrigo Solís trabajaba en Recursos Humanos en una empresa de Tampico, ese lugar del que nadie sabe nada pero al mismo tiempo todo saben algo de ahí. Su vida monótona en esa ciudad no daba para más. Él salía por las noches con sus amigos para llegar medio borracho a su casa y esperar a que pasara la noche y seguir con su vida de siempre.
Rocío había terminado la primaria y desgraciadamente, o afortunadamente, estaba esperando a su cuarto hijo. La vida con su esposo era de sufrimiento y agonía, ya que su matrimonio fue un trueque por un terreno y 12 gallinas. Ella quería salir corriendo de ahí con sus cuatro hijos. Siempre volteaba a ver al cielo esperando un milagro o ganarse la lotería, pero el que no arriesga no gana.
Rodrigo todas las noches miraba el mismo cielo que todos vemos cuando estamos cansados, tristes, aburridos, o cuando queremos ver algún platillo volador. Esa noche hubo un incendio y él pensaba que era una señal, que eso que veía en el cielo era un anuncio de que tendría que dejar esa vida de mierda.
Ya medio borracho y con esa ilusión, fue a su casa, le dio un beso a su madre en la frente, tomó un poco de ropa que guardó en un morral y se fue buscando la felicidad a otro planeta.
Rocío estaba en un teléfono público llorando, con un ojo morado, los brazos llenos de marcas y estaba sangrando a consecuencia del maltrato de una borrachera del estúpido de su marido. Tenía una herida profunda, una pañalera, a sus tres hijos y el otro en su vientre. Cuando se desvaneció, ella cerró los ojos y vio todo negro.
Rodrigo caminaba por la carretera esperando que bajara esa nave y se lo llevará lejos de ahí. Sacó de su mochila un panalito de esos de mezcal que tenía de reserva para aguantar esa larga caminata que lo llevaría a una vida mejor, su boleto a triunfar en la Ciudad de México. Se iba tambaleando pidiendo aventón; babeaba un poco, sollozaba a veces, y de sus labios secos salían estas palabras:
«Me gusta estar al lado del camino, fumando el humo mientras todo pasa. Me gusta abrir los ojos y estar vivo, tener que vérmelas con la resaca. Entonces navegar se hace preciso, en barcos que se estrellen en la nada, vivir atormentado de sentido, creo que ésta, sí, es la parte más pesada».
Rocío ingresó a urgencias en un sanatorio de un pueblo cercano. El recién nacido, llamado «Allan», no tuvo problema al nacer, fue sietemecino. Rocío necesitaba un trasplante…
Rodrigo tropezó con un una piedra, como todos los hombres siempre tropezamos. Cayó y un trailero medio dormido pasó sobre de él. El trailero despertó al sentir que el vehículo brincaba y, al darse cuenta que era un cuerpo, huyó del lugar, dejando el cuerpo sin vida de Rodrigo sobre la carretera. Todos sus sueños y fracasos murieron ese día.
Rocío, ya casi muerta en el quirófano, recibió ese milagro que tanto esperaba. Acababa de llegar un cuerpo encontrado muerto de un borrachín en una carretera cercana a ese hospital.
Trasplante de corazón.
Esos ojos hermosos volvieron a brillar, con su hijo recién nacido en brazos. Miró al cielo, ese cielo que siempre miraba cuándo estaba triste. Sonrió y una lágrima recorrió sus mejillas.
Rocío era esa chica que llega a tu vida en el momento menos inesperado. Tenía los ojos grandes, sus cejas eran perfectas, combinaban muy bien con esos ojos hermosos.
Ella es la dueña de mi corazón…