La Basilio Badillo, una calle más en la ciudad

Por Alejandro Albarrán García

Foto: Eréndira Negrete

Los olores del Metro de la ciudad no son nada ante el inclemente hedor de la calle denominada Basilio Badillo. Pequeña en extensión, aproximadamente 100 metros de largo, esquina con Paseo de la Reforma y Avenida Rosales, en la Delegación Cuauhtémoc.

La rodean dos edificios del periódico La Prensa, pegados a la salida de Metro Hidalgo y a la famosa avenida por la que Madero, días antes de morir, recorrió escoltado desde el Castillo de Chapultepec hasta Palacio Nacional ante la amenaza que Bernardo Reyes y Félix Díaz habían montado para derrocarle.

De ahí, caminando hacia Rosales, del lado derecho se encuentra la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, conocida por ser la primera de su tipo en México y quizá la más reconocida en el medio. Ahí grandes personalidades dieron cátedra, entre ellos se cuentan Alejandro Avilés y Manuel Buendía.

Del lado izquierdo, pegado a uno de la construcción de La Prensa, resguarda la callezuela una mole de concreto adornada con vidrios oscuros: El edificio del Servicio de Administración Tributaria que llega hasta el extremo opuesto de Reforma.

En su base alberga, de manera literal, a algunos indigentes que, con dos o tres cobijas, se cubren entre sí, usando cartones por cama y las paredes como protectoras del frío nocturno. Ahí permanecen hasta pasado el mediodía. Luego se van dios sabe dónde y regresan.

Se las ingenian también para consumir estupefacientes de diversos tipos: marihuana, cemento, resistol y hasta cocaína. A su lado pasan policías que, ante la falta de poder para quitarlos de ahí, sólo voltean a verlos, corroborando que no le “hagan daño a nadie”.

“La Basilio Badillo”, como se refieren despectivamente a ella los estudiantes de la Septién, se compone de tres carriles, pero con trabajo se usa uno, pues de ambos lados se estacionan camiones distribuidores de periódico, vagonetas y vehículos de los vendedores que también cubren las banquetas con sus puestos de comida y autos particulares que repentinamente paran para dejar a algún pasajero.

Semanalmente también se puede ver al “líder” de los vendedores cobrando la cuota de 100 pesos a cada uno, reacomodando para “permitir” el paso de los peatones. José, quien vende quesadillas en esta zona, cuenta que sólo “son una mafia, sólo vienen a joder y robar lo que ellos trabajan”. Pero que no hay de otra, o les dan su “cacho del pastel” o no los dejan vender ahí.

Por otro lado, el paso de los peatones no sólo es obstaculizado por los puestos, sino también por un grupo de repartidores de periódicos que se arremolinan en las baldosas y en el pavimento para surtirse del papel gris lleno de tinta. Entre gritos y acomodos de bonches de diarios colocan mesas azules de un metro de largo en lo ancho de la banqueta y otras pocas en el camino vial.

Para un transeúnte común, caminar por Basilio Badillo resultara una aventura exótica de principio a fin. Significa experimentar olores desconocidos: a orines que lastiman las fosas nasales; a coladera que llega hasta el pecho, tocando casi el alma. Significa también esquivar obstáculos, evitar automóviles buscando salir de ese infierno a los que no les importa el caminante. Hay animales rastreros, comúnmente los gatos pasan con ratas en el hocico que casi les igualan en el tamaño.

En esta calle, lugar sin ley, lugar donde dios pareció haber olvidado sembrar la semilla de la paz, uno vive situaciones límite que lo encuentran con uno mismo. En Basilio Badillo el ser se enfrenta a la justa existencial que significa la finitud del tiempo. Allí el ser descubre su sentido.

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