Por Lucy Ferreira
Fotos: Eréndira Negrete
He conocido pocas personas que hayan sufrido tanto al final de su vida como ella.
Hija de una familia numerosa y muy pobre. Les ayudaba a sus papás trabajando de sirvienta de familias ricas en el pueblo.
Susana no necesitó nunca de alhajas, o adornos, sus ojos verdes salpicados de azul y con vetas doradas adornaban su rostro blanco, que por más que pasara horas lavando ropa a pleno rayo del sol, su piel blanca apenas tomaba un ligero color rosado.
Se casó muy joven, más que por amor porque entre vivir en la pobreza de su casa, trabajar lavando ropa ajena para ayudarle a sus papás con los gastos de sus seis hermanos menores, y además hacerse cargo de ellos en casa y vivir siendo la señora de su casa, cuidando y lavando para sus propios hijos, pues prefirió la segunda opción.
Aurelio, su marido, le hacía honor a la belleza de Susana. Era alto, fornido, de pelo castaño y ojos verdes. Él siempre estuvo más enamorado de ella de lo que ella pudo estarlo de cualquier persona.
Y como la vida no es como en los cuentos, cuando se casaron no fueron felices para siempre. Él era irresponsable, la amaba, pero tenía otras pasiones que ocupaban más dinero, tiempo y atención que la que podía darle a los siete hijos que tuvieron, y a ella, a Susana.
***
Ramón era del mismo pueblo que Susana y Aurelio, sólo que Ramón siempre tuvo una vida más cómoda. Nunca le faltó nada de niño y de adulto era dueño de taquerías. Padre responsable de ocho niños y una esposa a la que tampoco le faltó nunca nada. Aficionado a los juegos de cartas, a las apuestas y a llevar una pistola descargada.
Además del gusto por las barajas, las apuestas y de haber compartido mesa muchas veces en la cantina mientras jugaban póker, Ramón y Aurelio, cada uno era mejor amigo de dos hermanos y ellos entre muchos otros hermanos tenían uno llamado Rafael.
Rafael, un muchachillo flaco, alto, desgarbado, con una lengua afilada que nunca dudó en usar para enaltecer su mediocre e insignificante existencia y que fue causa de muerte y dolor.
Siendo Rafael mucho más joven que Susana y contando con una familia que si bien no era rica, contaba con tierras que se usaban para la siembra y la crianza de ganado, aprovechó las ventajas económicas que tenía para ayudar a Susana llevándole costales de frijol o cántaras de leche o dinero que ella aprovechaba para que sus hijos tuvieran un poco más de lo que Aurelio podía llevar de vez en cuando a casa.
La relación de Susana y Rafael se hizo más cercana por una complicidad a la que ambos sacaban provecho. Ella que nunca tuvo amor por nadie, más que un poco por sus hijos, su necesidad de alimentarlos y probablemente de sentirse deseada y no ser sólo la máquina de hacer y cuidar hijos. Él, porque siendo feo y cizañoso, eran muy pocas sus posibilidades de conquista.
Fue poco tiempo lo que duró el vínculo entre los amantes, y aunque ella no se sentía orgullosa, él se jactaba cada que podía sobre su relación, que ella le escribía cartas de amor, daba santo y seña de lo que él le regalaba, cómo la ayudaba y la manera en como ella le agradecía.
Aurelio, el marido, nunca se enteró. Nada que no tuviera que ver con carreras de caballos, juegos de cartas o apuestas, valía la pena su atención, incluso si se trataba de su mujer o de sus hijos.
***
Una noche de 1979 Ramón y Aurelio coincidieron en una de las cantinas del pueblo. Si Aurelio hubiera llegado unos minutos antes se hubiera topado con Rafael destruyendo la reputación de Susana y ensalzando la suya con mentiras. Al no haber muchos que quisieran jugar contra los que por azar se encontraron, terminaron jugando en la misma mesa.
Ramón traía la cartera llena. Aurelio apenas unos pesos. Pronto las cartas y el destino comenzaron a sonreírle a Aurelio, una sonrisa maliciosa y siniestra… El primero se había quedado apenas con unos centavos y poseído por el alcohol se hizo de palabras con Aurelio. Uno enojado por perder y el otro envalentonado por el tequila y porque se llevaría el dinero de los tres con los que había jugado.
Cuando Aurelio recogió el dinero y se levantó para irse, Ramón le dijo:
“Provecho, mañana vas a desayunar frijoles”. Aurelio lo miró extrañado y siguió caminando.
-–Le acaban de llevar un costal de frijol a tu mujer, pero eso ya lo sabes, Rafael iba para tu casa cuando tú llegaste. Ojalá le des centavos a Susana para que pague con dinero y no como debe estar pagando a estas horas.
Aurelio enfurecido se le dejó ir a los golpes, pero los compañeros de mesa lo detuvieron antes de que Ramón diera siquiera el primer golpe. Aurelio amenazó con regresar a matarlo, dijo que iba a su casa por la pistola. Nadie le creyó.
Cuando Ramón se tranquilizó salió de la cantina y no había caminado ni media cuadra cuando Aurelio apareció con una pistola que según sus amigos tenía años sin servir. Nadie sabe quién disparó primero, tampoco se explican cómo una pistola que no servía y la otra que nunca iba cargada pudieron acabar con la vida de dos hombres.
Al siguiente día el pueblo se dividió para asistir a los velorios. Al de Ramón asistió más gente. En los velorios de los ricos siempre hay más gente y mi papá, que era su mejor amigo. Al de Aurelio asistieron pocas personas, su familia y mi tío Enrique, que era su mejor amigo. Hubo quienes asistieron a ambos velorios, pero sólo con el afán de confirmar versiones de las muertes.
Rafael provocó la muerte de dos hombres, que Susana fuera juzgada de piruja y, como en toda sociedad machista, le echaron a ella la culpa por la muerte de uno y de otro.
Hizo que por poco sus propios hermanos acabaran como Ramón y Aurelio. Dejó a 14 niños huérfanos de padre y a una de las viudas con pésima reputación, con una carga moral y una tristeza tan profunda que, cuando murió de cáncer, ella creía que así estaba pagando por la muerte de los dos hombres. La noche que murió Susana podían escucharse sus gritos de dolor a tres calles de su casa.